16 de octubre de 2015

4°año:LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE: CAPITULO V

V
Pasó después algún tiempo sin que se desgraciara de nuevo, pero, como al que el
destino persigue no se libra aunque se esconda debajo de las piedras, día llegó en que,
no encontrándolo por lado alguno, fue a aparecer, ahogado, en una tinaja de aceite. Lo
encontró mi hermana Rosario. Estaba en la misma postura que una lechuza ladrona a
quien hubiera cogido un viento; volcado sobre el borde de la tinaja, con la nariz
apoyada sobre el barro del fondo. Cuando lo levantamos, un hilillo de aceite le caía de
la boca como una hebra de oro que estuviera devanando con el vientre; el pelo que en
vida lo tuviera siempre de la apagada color de la ceniza, le brillaba con unos brillos tan
lozanos que daba por pensar que hubiera resucitado al él morir. Tal es todo lo extraño
que la muerte de Mario me recuerda...
Mi madre tampoco lloró la muerte de su hijo; secas debiera tener las entrañas una
mujer con corazón tan duro que unas lágrimas no le quedaran siquiera para señalar la
desgracia de la criatura... De mí puedo decir, y no me avergüenzo de ello, que sí lloré,
así como mi hermana Rosario, y que tal odio llegué a cobrar a mi madre, y tan de prisa
había de crecerme, que llegué a tener miedo de mí mismo. ¡La mujer que no llora es
como la fuente que no mana, que para nada sirve, o como el ave del cielo que no
canta, a quien, si Dios quisiera, le caerían las alas, porque a las alimañas falta alguna
les hacen!
Mucho me dio que pensar, en muchas veces, y aún ahora mismo si he de decir la
verdad, el motivo de que a mi madre llegase a perderle la respeto, primero, y el cariño
y las formas al andar de los años; mucho me dio que pensar, porque quería hacer un
claro en la memoria que me dejase ver hacia qué tiempo dejó de ser una madre en mi
corazón y hacia qué tiempo llegó después a convertírseme en un enemigo. En un
enemigo rabioso, que no hay peor odio que el de la misma sangre; en un enemigo que
me gastó toda la bilis, porque a nada se odia con más intensos bríos que a aquello a
que uno se parece y uno llega a aborrecer el parecido. Después de mucho pensar, y de
nada esclarecer del todo, sólo me es dado el afirmar que la respeto habíasela ya
perdido tiempo atrás, cuando en ella no encontraba virtud alguna que imitar, ni don de
Dios que copiar, y que de mi corazón hubo de marcharse cuando tanto mal vi en ella
que junto no cupiera dentro de mi pecho. Odiarla, lo que se dice llegar a odiarla, tardé
algún tiempo -que ni el amor ni el odio fueran cosa de un día- y si apuntara hacia los
días de la muerte de Mario pudiera ser que no errara en muchas fechas sobre su
aparición.
A la criatura hubimos de secarle las carnes con unas hilas de lino por evitar que
fuera demasiado grasiento al Juicio, y de prepararlo bien vestido con unos percales que
por la casa había, con unas alpargatas que me acerqué hasta el pueblo para buscar,
con su corbatita de la color de la malva hecha una lazada sobre la garganta como una
mariposa que en su inocencia le diera por posarse sobre un muerto. El señor Rafael,
que hubo de sentirse caritativo con el muerto a quien de vivo tratara tan sin piedad,
nos ayudó a preparar el ataúd; el hombre iba y venía de un lado para otro diligente y
ufano como una novia, ora con unos clavos, ora con alguna tabla, tal vez con el bote
del albayalde, y en su diligencia y ufanía hube de concentrar todo mi discurrir, porque,
sin saber ni entonces ni ahora por qué ni por qué no, me daba la corazonada de que
por dentro se estaba bañando en agua de rosas. Cuando decía, con un gesto como
distraído:
-¡Dios lo ha querido! ¡Angelitos al cielo...! -me dejaba tan pensativo que ahora me
cuesta un trabajo desusado el reconstruir lo que por mí pasó. Después repetía como
un estribillo, mientras clavaba las tablas o mientras daba la pintura:
-¡Angelitos al cielo! ¡Angelitos al cielo... ! -y sus palabras me golpeaban el corazón
como si tuviera un reló dentro... Un reló que acabase por romperme los pechos... Un
reló que obedecía a sus palabras, soltadas poco a poco y como con cuidado, y a sus
ojillos húmedos y azules como los de las víboras, que me miraban con todo el intento
de simpatizar, cuando el odio más ahogado era lo único que por mi sangre corría para
él. Me acuerdo con disgusto de aquellas horas:
-¡Angelitos al cielo! ¡Angelitos al cielo!
¡El hijo de su madre, y cómo fingía el muy zorro! Hablemos de otra cosa.
Yo no supe nunca, la verdad, porque tampoco nunca me diera por pensar en ello en
serio, en cómo serían los ángeles; tiempo hubo en que me los imaginaba rubios y
vestidos con unas largas faldas azules o rosa; tiempo hubo también en que los creía de
la color de las nubes y tan delgados como ni siquiera fueran los tallos de los trigos. Sin
embargo, lo que sí puedo afirmar es que siempre me los figuré muy distintos de mi
hermano Mario, motivo que a buen seguro fue lo que ocasionó que pensara que detrás
de las palabras del señor Rafael había gato escondido y una intención tan maligna y
tan de segundo rebote como de su mucha ruindad podía esperarse.
Su entierro, como años atrás el de mi padre, fue pobre y aburrido, y detrás de la
caja no se hubieron de juntar, sin exageración, más arriba de cinco o seis personas:
don Manuel, Santiago el monaguillo, Lola, tres o cuatro viejas y yo. Delante iba
Santiago, con la cruz, silbandillo y dando patadas a los guijarros; detrás, la caja;
detrás, don Manuel con su vestidura blanca sobre la sotana, que parecía como un
peinador, y detrás las viejas con sus lloros y sus lamentos, que mismo parecía a
quienes las viese que todas juntas eran las madres de lo que iba encerrado camino de
la tierra.
Lola era ya por entonces medio novia mía, y digo medio novia nada más porque, en
realidad, aunque nos mirábamos con alguna inclinación, yo nunca me había atrevido a
decirle ni una palabra de amores; me daba cierto miedo que me despreciase, y si bien
ella se me ponía a tiro las más de las veces porque yo me decidiese, siempre podía
más en mí la timidez que me hacía dar largas y más largas al asunto, que iba
prolongándose ya más de lo debido. Yo debía de andar por los veintiocho o treinta
años, y ella, que era algo más joven qué mi hermana Rosario, por los veintiuno o
veintidós; era alta, morena de color, negra de pelo, y tenía unos ojos tan profundos y
tan negros que herían al mirar; tenía las carnes prietas y como endurecidas de
saludable como estaba, y por el mucho desarrollo que mostraba cualquiera daría en
pensar que se encontraba delante de una madre. Sin embargo, y antes de pasar
adelante y arriesgarme a echarlo en el olvido, quiero decirle a usted, para atenerme en
todo a la verdad, que por aquellas fechas tan entera estaba como al nacer y tan
desconocedora de varón como una novicia; es esto una cosa sobre la que quiero hacer
hincapié para evitar que puedan formarse torcidas ideas sobre ella; lo que hiciera más
tarde -sólo Dios lo sabe hasta el final- allá ella con su conciencia, pero de lo que hiciera
por aquel tiempo tan seguro estoy que alejada de toda idea de lujuria andaba que no
dudaría ni un solo instante en dar mi alma al diablo si me demostrase lo contrario.
Andaba con mucho poder y seguridad y con tanto desparpajo y arrogancia que
cualquiera cosa pudiera parecer menos una pobre campesina, y su mata de pelo,
cogida en una gruesa trenza bajo la cabeza, tal sensación daba de poderlo que, al
pasar de los meses y cuando llegué a mandar en ella como marido, gustaba de
azotarme con ella por las mejillas, tal era su suavidad y su aroma: como a sol, y a
tomillo, y a las frías gotitas de sudor que por el bozo le aparecían al sofocarse...
El entierro, volviendo a lo que íbamos, salió con facilidad; como la fosa ya estaba
hecha, no hubo sino que meter a mi hermano dentro de ella y acabar de taparlo con
tierra. Don Manuel rezó unos latines y las mujeres se arrodillaron; a Lola, al
arrodillarse, se le vetan las piernas, blancas y apretadas como morcillas, sobre la
media negra. Me avergüenzo de lo que voy a decir, pero que Dios lo aplique a la
salvación de mi alma por el mucho trabajo que me cuesta: en aquel momento me
alegré de la muerte de mi hermano... Las piernas de Lola brillaban como la plata, la
sangre me golpeaba por la frente y el corazón parecía como querer salírseme del
pecho.
No vi marcharse ni a don Manuel ni a las mujeres. Estaba como atontado, cuando
empecé a volver a percatarme de la vida, sentado en la tierra recién removida sobre el
cadáver de Mario; por qué me quedé allí y el tiempo que pasó, son dos cosas que no
averigüé jamás. Me acuerdo que la sangre seguía golpeándome las sienes, que el
corazón seguía queriéndose echar a volar. El sol estaba cayendo; sus últimos rayos se
iban a clavar sobre el triste ciprés, mi única compañía. Hacia calor; unos tiemblos me
recorrieron todo el cuerpo; no podía moverme, estaba clavado como por el mirar del
lobo.
De pie, a mi lado, estaba Lola, sus pechos subían y bajaban al respirar...
-¿Y tú?
-¡Ya ves!
-¿Qué haces aquí?
-¡Pues..., nada! Por aquí...
Me levanté y la sujeté por un brazo.
-¿Qué haces aquí?
-¡Pues nada! ¿No lo ves? ¡Nada!
Lola me miraba con un mirar que espantaba. Su voz era como, una voz del más allá,
grave y subterránea como la de un aparecido.
-¡Eres como tu hermano!
-¿Yo?
-¡Tú! ¡Sí!
Fue una lucha feroz. Derribada en tierra, sujeta, estaba más hermosa que nunca...
Sus pechos subían y bajaban al respirar cada vez más de prisa. Yo la agarré del pelo y
la tenía bien sujeta a la tierra. Ella forcejeaba, se escurría...
La mordí hasta la sangre, hasta que estuvo rendida y dócil como una yegua joven.
-¿Es eso lo que quieres?
-¡Sí!
Lola me sonreía con su dentadura toda igual... Después me alisaba el cabello.
-¡No eres como tu hermano... ! ¡Eres un hombre...!
En sus labios quedaban las palabras un poco retumbantes.
-¡Eres un hombre...! ¡Eres un hombre...!
La tierra estaba blanda, bien me acuerdo. Y en la tierra, media docena de amapolas
para mi hermano muerto: seis gotas de sangre...
-¡No eres como tu hermano...! ¡Eres un hombre...!
-¿Me quieres?
-¡Sí!

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