15 de octubre de 2015

4°AÑO .LA FAMILIA DE PASCUAL DUARTE. CELA. 3 fragmento.

 CAPITULO 2

De mi niñez no son precisamente buenos recuerdos los que guardo. Mi padre se
llamaba Esteban Duarte Diniz, y era portugués, cuarentón cuando yo niño, y alto y
gordo como un monte. Tenía la color tostada y un estupendo bigote negro que se
echaba para abajo. Según cuentan, cuando joven le tiraban las guías para arriba, pero,
desde que estuvo en la cárcel, se le arruinó la prestancia, se le ablandó la fuerza del
bigote y ya para abajo hubo que llevarlo hasta el sepulcro. Yo le tenía un gran respeto
y no poco miedo, y siempre que podía escurría el bulto y procuraba no tropezármelo;
era áspero y brusco y no toleraba que se le contradijese en nada, manía que yo
respetaba por la cuenta que me tenía. Cuando se enfurecía, cosa que le ocurría con
mayor frecuencia de lo que se necesitaba, nos pegaba a mi madre y a mí las grandes
palizas por cualquiera la cosa, palizas que mi madre procuraba devolverle por ver de
corregirlo, pero ante las cuales a mí no me quedaba sino resignación dados mis pocos
años. ¡Se tienen las carnes muy tiernas a tan corta edad!
Ni con él ni con mi madre me atreví nunca a preguntar de cuando lo tuvieron
encerrado, porque pensé que mayor prudencia sería el no meter los perros en danza,
que ya por sí solos danzaban más de lo conveniente; claro es que en realidad no
necesitaba preguntar nada porque como nunca faltan almas caritativas, y menos en los
pueblos de tan corto personal, gentes hubo a quienes faltó tiempo para venir a
contármelo todo. Lo guardaron por contrabandista; por lo visto había sido su oficio
durante muchos años, pero como el cántaro que mucho va a la fuente acaba por
romperse, y como no hay oficio sin quiebra, ni atajo sin trabajo, un buen día, a lo
mejor cuando menos lo pensaba -que la confianza es lo que pierde a los valientes-, le
siguieron los carabineros, le descubrieron el alijo, y lo mandaron a presidio. De todo
esto debía hacer ya mucho tiempo, porque yo no me acuerdo de nada; a lo mejor ni
había nacido.
Mi madre, al revés que mi padre, no era gruesa, aunque andaba muy bien de
estatura; era larga y chupada y no tenía aspecto de buena salud, sino que, por el
contrario, tenía la tez cetrina y las mejillas hondas y toda la presencia o de estar tísica
o de no andarle muy lejos; era también desabrida y violenta, tenía un humor que se
daba a todos los diablos y un lenguaje en la boca que Dios le haya perdonado, porque
blasfemaba las peores cosas a cada momento y por los más débiles motivos. Vestía
siempre de luto y era poco amiga del agua, tan poco que si he de decir la verdad, en
todos los años de su vida que yo conocí, no la vi lavarse más que en una ocasión en
que mi padre la llamó borracha y ella quiso como demostrarle que no le daba miedo el
agua. El vino en cambio ya no le disgustaba tanto y siempre que apañaba algunas
perras, o que le rebuscaba el chaleco al marido, me mandaba a la taberna por una
frasca que escondía, porque no se la encontrase mi padre, debajo de la cama. Tenía un
bigotillo cano por las esquinas de los labios, y una pelambrera enmarañada y zafia que
recogía en un moño, no muy grande, encima de la cabeza. Alrededor de la boca se le
notaban unas cicatrices o señales, pequeñas y rosadas como perdigonadas, que según
creo, le habían quedado de unas bubas malignas que tuviera de joven; a veces, por el
verano, a las señales les volvía la vida, se les subía la color y acababan formando
como alfileritos de pus que el otoño se ocupaba de matar y el invierno de barrer.
Se llevaban mal mis padres; a su poca educación se unía su escasez de virtudes y
su falta de conformidad con lo que Dios les mandaba -defectos todos ellos que para mi
desgracia hube de heredar- y esto hacía que se cuidaran bien poco de pensar los
principios y de refrenar los instintos, lo que daba lugar a que cualquier motivo, por
pequeño que fuese, bastara para desencadenar la tormenta que se prolongaba
después días y días sin que se le viese el fin. Yo, por lo general, no tomaba el partido
de ninguno porque si he de decir verdad tanto me daba el que cobrase el uno como el
otro; unas veces me alegraba de que zurrase mi padre y otras mi madre, pero nunca
hice de esto cuestión de gabinete.
Mi madre no sabía leer ni escribir; mi padre sí, y tan orgulloso estaba de ello que se
lo echaba en cara cada lunes y cada martes y, con frecuencia y aunque no viniera a
cuento, solía llamarla ignorante, ofensa gravísima para mi madre, que se ponía como
un basilisco. Algunas tardes venía mi padre para casa con un papel en la mano y,
quisiéramos que no, nos sentaba a los dos en la cocina y nos leía las noticias; venían
después los comentarios y en ese momento yo me echaba a temblar porque estos
comentarios eran siempre el principio de alguna bronca. Mi madre, por ofenderlo, le
decía que el papel no decía nada de lo que leía y que todo lo que decía se lo sacaba mi
padre de la cabeza, y a éste, el oírla esa opinión le sacaba de quicio; gritaba como si
estuviera loco, la llamaba ignorante y bruja y acababa siempre diciendo a grandes
voces que si él supiera decir esas cosas de los papeles a buena hora se le hubiera
ocurrido casarse con ella. Ya estaba armada. Ella le llamaba desgraciado y peludo, lo
tachaba de hambriento y portugués, y él, como si esperara a oír esa palabra para
golpearla, se sacaba el cinturón y la corría todo alrededor de la cocina hasta que se
hartaba. Yo, al principio, apañaba algún cintarazo que otro, pero cuando tuve más
experiencia y aprendí que la única manera de no mojarse es no estando a la lluvia, lo
que hacía, en cuanto veía que las cosas tomaban mal cariz, era dejarlos solos y
marcharme. Allá ellos.
La verdad es que la vida en mi familia poco tenía de placentera, pero como no nos
es dado escoger, sino que ya -y aun antes de nacer- estamos destinados unos a un
lado y otros a otro, procuraba conformarme con lo que me había tocado, que era la
única manera de no desesperar. De pequeño, que es cuando más manejable resulta la
voluntad de los hombres, me mandaron una corta temporada a la escuela; decía mi
padre que la lucha por la vida era muy dura y que había que irse preparando para
hacerla frente con las únicas armas con las que podíamos dominarla, con las armas de
la inteligencia. Me decía todo esto de un tirón y como aprendido, y su voz en esos
momentos me parecía más velada y adquiría unos matices insospechados para mí.
Después, y como arrepentido, se echaba a reír estrepitosamente y acababa siempre
por decirme, casi con cariño:
-No hagas caso, muchacho. ¡Ya voy para viejo!
Y se quedaba pensativo y repetía en voz baja una y otra vez:
-¡Ya voy para viejo... ! ¡Ya voy para viejo...!
Mi instrucción escolar poco tiempo duró. Mi padre, que, como digo, tenía un carácter
violento y autoritario para algunas cosas, era débil y pusilánime para otras: en general
tengo observado que el carácter de mi padre sólo lo ejercitaba en asuntillos triviales,
porque en las cosas de trascendencia, no sé si por temor o por qué, rara vez hacía
hincapié. Mi madre no quería que fuese a la escuela y siempre que tenía ocasión, y aun
a veces sin tenerla, solía decirme que para no salir en la vida de pobre no valía la pena
aprender nada. Dio en terreno abonado, porque a mí tampoco me seducía la asistencia
a las clases, y entre los dos, y con la ayuda del tiempo, acabamos convenciendo a mi
padre que optó porque abandonase los estudios. Sabía ya leer y escribir, y sumar y
restar, y en realidad para manejarme ya tenía bastante. Cuando dejé la escuela tenía
doce años; pero no vayamos tan de prisa, que todas las cosas quieren su orden y no
por mucho madrugar amanece más temprano.
Era yo de bien corta edad cuando nació mi hermana Rosario. De aquel tiempo
guardo un recuerdo confuso y vago y no sé hasta qué punto relataré fielmente lo
sucedido; voy a intentarlo, sin embargo, pensando que si bien mi relato pueda pecar
de impreciso, siempre estará más cerca de la realidad que las figuraciones que, de
imaginación y a ojo de buen cubero, pudiera usted hacerse. Me acuerdo de que hacía
calor la tarde en que nació Rosario; debía ser por julio o agosto. El campo estaba en
calma y agostado y las chicharras, con sus sierras, parecían querer limarle los huesos
a la tierra; las gentes y las bestias estaban recogidas y el sol, allá en lo alto, como
señor de todo, iluminándolo todo, quemándolo todo... Los partos de mi madre fueron
siempre muy duros y dolorosos; era medio machorra y algo seca y el dolor era en ella
superior a sus fuerzas. Como la pobre nunca fue un modelo de virtudes ni de
dignidades y como no sabía sufrir y callar, como yo, lo resolvía todo a gritos. Llevaba
ya gritando varias horas cuando nació Rosario, porque -para colmo de desdichas- era
de parto lento. Ya lo dice el refrán: mujer de parto lento y con bigote... (la segunda
parte no la escribo en atención a la muy alta persona a quien estas líneas van
dirigidas). Asistía a mi madre una mujer del pueblo, la señora Engracia, la del Cerro,
especialista en duelos y partera, medio bruja y un tanto misteriosa, que había llevado
consigo unas mixturas que aplicaba en el vientre de mi madre para aplacarla la dolor,
pero como ésta, con ungüento o sin él, seguía dando gritos hasta más no poder, a la
señora Engracia no se le ocurrió mejor cosa que tacharla de descreída y mala cristiana,
y como en aquel momento los gritos de mi madre arreciaban como el vendaval, yo
llegué a pensar si no sería cierto que estaba endemoniada. Mi duda poco duró porque
pronto quedó esclarecido que la causa de las desusadas voces había sido mi nueva
hermana.
Mi padre llevaba ya un largo rato paseando a grandes zancadas por la cocina.
Cuando Rosario nació se arrimó hasta la cama de mi madre y sin consideración
ninguna de la circunstancia, la empezó a llamar bribona y zorra y a arrearle tan fuertes
hebillazos que extrañado estoy todavía de que no la haya molido viva. Después se
marchó y tardó dos días enteros en volver; cuando lo hizo venía borracho como una
bota; se acercó a la cama de mi madre y la besó; mi madre se dejaba besar...
Después se fue a dormir a la cuadra.

Fragmento capítlulo IV
Mucho me dio que pensar, en muchas veces, y aún ahora mismo si he de decir la
verdad, el motivo de que a mi madre llegase a perderle la respeto, primero, y el cariño
y las formas al andar de los años; mucho me dio que pensar, porque quería hacer un
claro en la memoria que me dejase ver hacia qué tiempo dejó de ser una madre en mi
corazón y hacia qué tiempo llegó después a convertírseme en un enemigo. En un
enemigo rabioso, que no hay peor odio que el de la misma sangre; en un enemigo que
me gastó toda la bilis, porque a nada se odia con más intensos bríos que a aquello a
que uno se parece y uno llega a aborrecer el parecido. Después de mucho pensar, y de
nada esclarecer del todo, sólo me es dado el afirmar que la respeto habíasela ya
perdido tiempo atrás, cuando en ella no encontraba virtud alguna que imitar, ni don de
Dios que copiar, y que de mi corazón hubo de marcharse cuando tanto mal vi en ella
que junto no cupiera dentro de mi pecho. Odiarla, lo que se dice llegar a odiarla, tardé
algún tiempo -que ni el amor ni el odio fueran cosa de un día- y si apuntara hacia los
días de la muerte de Mario pudiera ser que no errara en muchas fechas sobre su
aparición.
A la criatura hubimos de secarle las carnes con unas hilas de lino por evitar que
fuera demasiado grasiento al Juicio, y de prepararlo bien vestido con unos percales que
por la casa había, con unas alpargatas que me acerqué hasta el pueblo para buscar,
con su corbatita de la color de la malva hecha una lazada sobre la garganta como una
mariposa que en su inocencia le diera por posarse sobre un muerto. El señor Rafael,
que hubo de sentirse caritativo con el muerto a quien de vivo tratara tan sin piedad,
nos ayudó a preparar el ataúd; el hombre iba y venía de un lado para otro diligente y
ufano como una novia, ora con unos clavos, ora con alguna tabla, tal vez con el bote
del albayalde, y en su diligencia y ufanía hube de concentrar todo mi discurrir, porque,
sin saber ni entonces ni ahora por qué ni por qué no, me daba la corazonada de que
por dentro se estaba bañando en agua de rosas. Cuando decía, con un gesto como
distraído:
-¡Dios lo ha querido! ¡Angelitos al cielo...! -me dejaba tan pensativo que ahora me
cuesta un trabajo desusado el reconstruir lo que por mí pasó. Después repetía como
un estribillo, mientras clavaba las tablas o mientras daba la pintura:
-¡Angelitos al cielo! ¡Angelitos al cielo... ! -y sus palabras me golpeaban el corazón
como si tuviera un reló dentro... Un reló que acabase por romperme los pechos... Un
reló que obedecía a sus palabras, soltadas poco a poco y como con cuidado, y a sus
ojillos húmedos y azules como los de las víboras, que me miraban con todo el intento
de simpatizar, cuando el odio más ahogado era lo único que por mi sangre corría para
él. Me acuerdo con disgusto de aquellas horas:
-¡Angelitos al cielo! ¡Angelitos al cielo!
¡El hijo de su madre, y cómo fingía el muy zorro! Hablemos de otra cosa.
Yo no supe nunca, la verdad, porque tampoco nunca me diera por pensar en ello en
serio, en cómo serían los ángeles; tiempo hubo en que me los imaginaba rubios y
vestidos con unas largas faldas azules o rosa; tiempo hubo también en que los creía de
la color de las nubes y tan delgados como ni siquiera fueran los tallos de los trigos. Sin
embargo, lo que sí puedo afirmar es que siempre me los figuré muy distintos de mi
hermano Mario, motivo que a buen seguro fue lo que ocasionó que pensara que detrás
de las palabras del señor Rafael había gato escondido y una intención tan maligna y
tan de segundo rebote como de su mucha ruindad podía esperarse.
Su entierro, como años atrás el de mi padre, fue pobre y aburrido, y detrás de la
caja no se hubieron de juntar, sin exageración, más arriba de cinco o seis personas:
don Manuel, Santiago el monaguillo, Lola, tres o cuatro viejas y yo. Delante iba
Santiago, con la cruz, silbandillo y dando patadas a los guijarros; detrás, la caja;
detrás, don Manuel con su vestidura blanca sobre la sotana, que parecía como un
peinador, y detrás las viejas con sus lloros y sus lamentos, que mismo parecía a
quienes las viese que todas juntas eran las madres de lo que iba encerrado camino de
la tierra.
Lola era ya por entonces medio novia mía, y digo medio novia nada más porque, en
realidad, aunque nos mirábamos con alguna inclinación, yo nunca me había atrevido a
decirle ni una palabra de amores; me daba cierto miedo que me despreciase, y si bien
ella se me ponía a tiro las más de las veces porque yo me decidiese, siempre podía
más en mí la timidez que me hacía dar largas y más largas al asunto, que iba
prolongándose ya más de lo debido. Yo debía de andar por los veintiocho o treinta
años, y ella, que era algo más joven qué mi hermana Rosario, por los veintiuno o
veintidós; era alta, morena de color, negra de pelo, y tenía unos ojos tan profundos y
tan negros que herían al mirar; tenía las carnes prietas y como endurecidas de
saludable como estaba, y por el mucho desarrollo que mostraba cualquiera daría en
pensar que se encontraba delante de una madre. Sin embargo, y antes de pasar
adelante y arriesgarme a echarlo en el olvido, quiero decirle a usted, para atenerme en
todo a la verdad, que por aquellas fechas tan entera estaba como al nacer y tan
desconocedora de varón como una novicia; es esto una cosa sobre la que quiero hacer
hincapié para evitar que puedan formarse torcidas ideas sobre ella; lo que hiciera más
tarde -sólo Dios lo sabe hasta el final- allá ella con su conciencia, pero de lo que hiciera
por aquel tiempo tan seguro estoy que alejada de toda idea de lujuria andaba que no
dudaría ni un solo instante en dar mi alma al diablo si me demostrase lo contrario.
Andaba con mucho poder y seguridad y con tanto desparpajo y arrogancia que
cualquiera cosa pudiera parecer menos una pobre campesina, y su mata de pelo,
cogida en una gruesa trenza bajo la cabeza, tal sensación daba de poderlo que, al
pasar de los meses y cuando llegué a mandar en ella como marido, gustaba de
azotarme con ella por las mejillas, tal era su suavidad y su aroma: como a sol, y a
tomillo, y a las frías gotitas de sudor que por el bozo le aparecían al sofocarse...
El entierro, volviendo a lo que íbamos, salió con facilidad; como la fosa ya estaba
hecha, no hubo sino que meter a mi hermano dentro de ella y acabar de taparlo con
tierra. Don Manuel rezó unos latines y las mujeres se arrodillaron; a Lola, al
arrodillarse, se le vetan las piernas, blancas y apretadas como morcillas, sobre la
media negra. Me avergüenzo de lo que voy a decir, pero que Dios lo aplique a la
salvación de mi alma por el mucho trabajo que me cuesta: en aquel momento me
alegré de la muerte de mi hermano... Las piernas de Lola brillaban como la plata, la
sangre me golpeaba por la frente y el corazón parecía como querer salírseme del
pecho.
No vi marcharse ni a don Manuel ni a las mujeres. Estaba como atontado, cuando
empecé a volver a percatarme de la vida, sentado en la tierra recién removida sobre el
cadáver de Mario; por qué me quedé allí y el tiempo que pasó, son dos cosas que no
averigüé jamás. Me acuerdo que la sangre seguía golpeándome las sienes, que el
corazón seguía queriéndose echar a volar. El sol estaba cayendo; sus últimos rayos se
iban a clavar sobre el triste ciprés, mi única compañía. Hacia calor; unos tiemblos me
recorrieron todo el cuerpo; no podía moverme, estaba clavado como por el mirar del
lobo.
De pie, a mi lado, estaba Lola, sus pechos subían y bajaban al respirar...
-¿Y tú?
-¡Ya ves!
-¿Qué haces aquí?
-¡Pues..., nada! Por aquí...
Me levanté y la sujeté por un brazo.
-¿Qué haces aquí?
-¡Pues nada! ¿No lo ves? ¡Nada!
Lola me miraba con un mirar que espantaba. Su voz era como, una voz del más allá,
grave y subterránea como la de un aparecido.
-¡Eres como tu hermano!
-¿Yo?
-¡Tú! ¡Sí!
Fue una lucha feroz. Derribada en tierra, sujeta, estaba más hermosa que nunca...
Sus pechos subían y bajaban al respirar cada vez más de prisa. Yo la agarré del pelo y
la tenía bien sujeta a la tierra. Ella forcejeaba, se escurría...
La mordí hasta la sangre, hasta que estuvo rendida y dócil como una yegua joven.
-¿Es eso lo que quieres?
-¡Sí!
Lola me sonreía con su dentadura toda igual... Después me alisaba el cabello.
-¡No eres como tu hermano... ! ¡Eres un hombre...!
En sus labios quedaban las palabras un poco retumbantes.
-¡Eres un hombre...! ¡Eres un hombre...!
La tierra estaba blanda, bien me acuerdo. Y en la tierra, media docena de amapolas
para mi hermano muerto: seis gotas de sangre...
-¡No eres como tu hermano...! ¡Eres un

No hay comentarios:

Publicar un comentario