26 de agosto de 2015

6°año. Fragmento del cuento "Bartleby" de Melvile para trabajo en clase


CURSO LITERATURA 6°AÑO
LECTURA COMPLEMENTARIA DE LA METAMORFOSIS FRANZ KAFKA
BARTLEBY EL ESCRIBIENTE (1853)
 Herman Melville (1819-1891)
SOY un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
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Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un
ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la
digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo,
encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un
trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia,
palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan
mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un
asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos
resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a
Bartleby, resignado a cotejar un expediente de qnientas páginas, escritas con letra
apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a
Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del
biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su
estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un
trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en
la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la
cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente
extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el
trabajo sin dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve
escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando, sin moverse de su
ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se
me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras.
Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta.
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y
cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que
me ayude a confrontar esta página; tómela -y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos.
Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad,
enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier
manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero,
dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de
Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo, mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi
escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví
olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro
cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias
cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la
Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era
indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en
el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias
mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila,
cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al
interesante grupo.
-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.
Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la
entrada de su ermita.
-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.
-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la
cuarta copia.
-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna
de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de
esa extraordinaria conducta.
-¿Por qué rehúsa?
-Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando
explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en
Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me
conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.
-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues
un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están
obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que, mientras me dirigía a
él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado;
que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna
suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.
-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud; solicitud hecha de acuerdo con
la costumbre y el sentido común?
Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión
era irrevocable.
No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable
bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente
que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si
hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.
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Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su
conducta extraordinaria me hizo vigilarle estrechamente. Observé que jamás iba a
almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado
ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la
mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una
señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas
monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la
ermita, recibiendo dos de ellos como jornal.
Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo;
debe de ser un vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, ni come más que
bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de
bizcochos de jengibre. Se llaman así porque el jengibre es uno de sus principales
componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y
picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía
efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.

Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo
resistido no es inhumano y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el
primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación
interprete lo que su entendimiento no puede resolver.
Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre!, pensé yo, no lo hace
por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de
lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá
con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a
morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de
amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo
o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce
bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de
Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un
nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero
hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano
en un pedazo de jabón Windsor.
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CREO que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir
fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector,
quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su
curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara
conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo
satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses
después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo
decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí,
aunque es triste, puede también interesar a otros.
El rumor es éste: Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas
Muertas de Washington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la
administración. Cuando pienso en este rumor, apenas puedo expresar la emoción que me
embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Concebid un hombre por
naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede
aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y
clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el
pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo que iba destinado tal
vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de banco remitido en urgente caridad a quien
ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados;
esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron
sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran
hacia la muerte.
¡Oh artleby! ¡Oh humanidad!

6°año. Fragmentos de "Carta al padre" Kafka para trabajo en clase


CURSO LITERATURA 6°AÑO
Fragmentos de “Carta al padre” Franz Kafka 1919


Querido padre:
Hace poco tiempo me preguntaste por qué te tengo tanto miedo. Como siempre, no supe qué contestar, en parte por ese miedo que me provocas, y en parte porque son demasiados los detalles que lo fundamentan, muchos más de los que podría expresar cuando hablo.
Sé que este intento de contestarte por escrito resultará muy incompleto.


He sido un niño miedoso; sin embargo, también era segu­ramente testarudo, como son los niños; es probable que también me malcriara mi madre, pero no puedo creer que fue­se especialmente indócil, no puedo creer que una palabra amable, un silencioso coger-de-la-mano, una mirada bon­dadosa, no hubiese conseguido de mí lo que se hubiese que­rido. Es verdad que tú, en el fondo, eres un hombre blando y bondadoso (lo que viene a continuación no será una contra­dicción, sólo hablo del efecto que tu persona hacía en aquel niño), pero no todos los niños tienen la constancia y la va­lentía de escarbar hasta dar con la bondad. Tú sólo puedes tratar a un niño de la manera como estás hecho tú mismo, con fuerza, ruido e iracundia, lo que en este caso te pareció además muy adecuado, porque querías hacer de mí un chi­co fuerte y valeroso.
Tus métodos de educación de los primeros años, hoy, na­turalmente, no los puedo describir por recuerdo directo, pero me los imagino deduciéndolos de los años posteriores y por tu manera de tratar a Felix1. Hay que tener además en cuenta, como agravante, que tú eras entonces más joven, y por tanto más vivo, impetuoso, espontáneo, más despreocu­pado aún que hoy y que además estabas completamente ata­do a la tienda y, todo lo más, aparecías ante mi vista una vez al día, haciendo por eso una impresión tanto más fuerte en mí, una impresión que prácticamente nunca quedó reduci­da a mera costumbre.
Sólo tengo recuerdo directo de un incidente de los prime­ros años. Quizás lo recuerdes tú también. Una noche no pa­raba yo de lloriquear pidiendo agua, seguro que no por sed, sino probablemente para fastidiar, en parte, y en parte para entretenerme. Después que no sirvieron de nada varias re­cias amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste al balcón y me dejaste allí un rato solo, en camisa y con la puerta cerra­da. No quiero decir que estuviese mal hecho, tal vez no hubo entonces realmente otra manera de lograr el descanso noc­turno, pero con ello quiero caracterizar tus métodos de edu­cación y su efecto en mí. En aquella ocasión, seguro que fui obediente después, pero quedé dañado por dentro. Lo para mí natural de aquel absurdo pedir-agua y lo inusitado y ho­rrible del ser-llevado-fuera, yo, dado mi carácter, nunca pude combinarlo bien. Todavía años después sufría pensan­do angustiado que aquel hombre gigantesco, mi padre, la úl­tima instancia, pudiese venir casi sin motivo y llevarme de la cama al balcón, y que yo, por tanto, no era absolutamente nada para él.


En aquella época -y en aquella época en todo momento- ­hubiera necesitado el estímulo. ¡Si ya estaba yo aplastado por tu mera corporeidad! Me acuerdo, por ejemplo, de cómo muchas veces nos desvestíamos juntos en una cabina. Yo flaco, enclenque, esmirriado, tú fuerte, alto, ancho. Ya en la cabina, mi aspecto me parecía lastimoso, y no sólo delante de ti, sino del mundo entero, pues tú eras para mí la medida de todas las cosas. Pero cuando salíamos de la cabina delante de la gente, yo de tu mano, un pequeño esqueleto, inseguro, descalzo sobre las planchas de madera, con miedo al agua, incapaz de imitar los movimientos natatorios que tú, con buena intención pero en realidad para mi gran oprobio, me enseñabas todo el tiempo, entonces estaba completamente desesperado y todas mis malas experiencias en todos los te­rrenos venían a coincidir maravillosamente en tales mo­mentos. Cuando más a gusto me encontraba, era si alguna vez tú te desvestías primero y yo podía quedarme solo en la cabina y aplazar el oprobio de la aparición pública hasta que tú venías por fin a ver qué pasaba y me sacabas de allí. Te es­taba agradecido porque tú no parecías notar mi angustia, y también estaba orgulloso del cuerpo de mi padre. Por cier­to, esa diferencia entre nosotros sigue existiendo hoy de un modo muy similar.
En esa misma proporción estaba tu superioridad espiri­tual. Tú habías llegado tan lejos debido única y exclusiva­mente a tu propio esfuerzo, por consiguiente tenías ilimita­da confianza en tu opinión. Eso para mí, de niño, ni siquiera era tan fascinante como lo fue más tarde para el adolescen­te. Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión era acertada, cualquier otra era absurda, exaltada, de locos, anormal. Y tu confianza en ti mismo era tan grande que no necesitabas ser consecuente para tener siempre razón. Tam­bién podía suceder que no tuvieses opinión respecto a un tema y, en tal caso, todas las opiniones posibles a ese respec­to eran, sin excepción, erróneas.

Por ello el mundo quedó dividido para mí en tres partes: una en la que yo, el esclavo, vivía bajo unas leyes que sólo habían sido inventadas para mí y que además, sin saber por qué, nunca podía cumplir del todo; después, otro mundo que estaba a infinita distancia del mío, un mundo en el que vivías tú, ocupado en gobernar, en im­partir órdenes y en irritarte por su incumplimiento, y final­mente un tercer mundo en el que vivía feliz el resto de la gen­te, sin ordenar ni obedecer. Yo vivía en perpetua ignominia: o bien obedecía tus órdenes, y eso era ignominia, pues tales órdenes sólo tenían vigencia para mí; o me rebelaba, y tam­bién era ignominia, pues cómo podía yo rebelarme contra ti; o bien no podía obedecer, por no tener, por ejemplo, tu fuer­za, ni tu apetito ni tu habilidad, y tú sin embargo me lo pedías como lo más natural; ésa era, por supuesto, la mayor igno­minia. De este género eran, no las reflexiones, sino los senti­mientos de aquel niño

«Con ésa no se puede hablar, enseguida le salta a uno a la cara», sueles decir tú; pero en realidad no es ella la que salta; tú confundes la cosa con la persona; es la cosa la que te salta a la vista, y tú te formas un juicio al momento sin escuchar a la persona; lo que se pueda aducir después, a ti sólo te puede irritar más, nunca convencerte. Lo único que sale entonces de tu boca es: «Haz lo que quieras; por mí, tienes toda la li­bertad; eres mayor de edad; no tengo por qué darte conse­jos», y todo ello con ese tono, ronco y terrible, de la cólera y del más absoluto rechazo, un tono que si hoy me produce menos temblor que en la infancia es sólo porque el exclusivo sentimiento de culpabilidad del niño ha sido parcialmente sustituido por la clara visión de nuestro mutuo desvali­miento.
La imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia, en el fondo muy natural: perdí la facultad de hablar. Seguramente tampoco habría sido nunca un gran orador, pero el lenguaje fluido habitual de los hombres lo habría dominado. Tú, sin embargo, me negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: «¡No contestes!» y aquella mano levan­tada a la vez me han acompañado desde siempre.


Los insultos los reforzabas con amenazas, y eso sí que ya me concernía directamente. Para mí era horrible por ejem­plo la siguiente: «Voy a despedazarte como a un pez», aun­que yo sabía que eso no iba seguido de nada malo (cuando era muy pequeño, sin embargo, no lo sabía), pero encajaba casi plenamente con la idea que yo tenía de tu poder el que también fueses capaz de eso. También era horrible cuando corrías dando voces en torno a la mesa para agarrarle a uno, por lo visto no querías hacerlo, pero fingías quererlo y la ma­dre, por fin, parecía salvarlo a uno. A aquel niño le parecía que, una vez más, había conservado la vida gracias a tu cle­mencia y que el hecho de seguir vivo era un inmerecido re­galo tuyo. Aquí hay que situar también tus amenazas por las consecuencias de mi desobediencia. Cuando yo empezaba a hacer algo que no te gustaba y tú me amenazabas con el fra­caso, mi respeto a tu opinión era tan grande que ese fracaso, aunque tal vez viniese más tarde, ya era inevitable. Perdí la confianza en lo que hacía. Era inseguro, dubitativo. Cuantos más años iba teniendo, tanto mayor era el material que tú podías presentarme como prueba de mi nulidad; poco a poco empezaste a tener realmente razón, en cierto sentido. Otra vez me guardo de afirmar que yo haya llegado a ser así únicamente por ti; tú sólo reforzaste lo que había, pero lo re­forzaste mucho, por ser tan poderoso conmigo y por emplear todo tu poder en ello.



Más certero has sido con tu aversión a mi quehacer litera­rio y a todo lo relacionado con él, y que tú ignorabas. En este punto me había alejado un tanto de ti, efectivamente, y por mis propios medios, aunque eso recordase un poco al gusa­no que, aplastado por detrás de un pisotón, se libera con la parte delantera y repta hacia un lado. Me encontraba hasta cierto punto a salvo, pude respirar hondo; la aversión que, naturalmente, sentiste de inmediato por mi actividad litera­ria, en este caso, excepcionalmente, me resultó agradable. Aunque mi vanidad, mi amor propio se resentían ante la acogida, célebre entre nosotros, que reservabas a mis libros: «¡Déjalo encima de la mesilla de noche!» (casi siempre esta­bas jugando a las cartas cuando llegaba un libro), en el fondo me encontraba a gusto así, no sólo por malicia y rebeldía, no sólo porque me alegraba ver confirmado una vez más lo que yo pensaba sobre nuestra relación, sino también porque esa fórmula, pura y simplemente, me sonaba a una especie de: «¡Ahora eres libre!» Era un engaño, por supuesto, no era li­bre o, en el caso más favorable, todavía no lo era. Lo que yo escribía trataba de ti, sólo me lamentaba allí de lo que no po­día lamentarme reclinado en tu pecho. Era una despedida de ti expresamente demorada, despedida a la que tú me habías obligado, pero que iba en la dirección marcada por mí. ¡Pero qué poca cosa era todo eso! Sólo vale la pena hablar de ello porque ha ocurrido en mi vida -en otro lugar no se la perci­biría en absoluto-, y también porque dominó mi vida, en la infancia como presentimiento, luego como esperanza, y des­pués muchas veces como desesperación, dictándome -si se quiere, otra vez adoptando tu figura- mis pocas y pequeñas decisiones.


En esa situación, pues, se me dio libertad para escoger profesión. ¿Pero estaba yo capacitado a esas alturas para ha­cer uso de tal libertad? ¿Tenía aún la suficiente confianza en mí mismo para llegar a tener una verdadera profesión? La opinión que tenía de mí dependía de ti mucho más que de ninguna otra cosa, de un éxito exterior por ejemplo. Eso era un estímulo que duraba un instante, y fuera de eso, nada; pero en el otro lado, tu peso empujaba cada vez con más fuerza hacia abajo. Nunca aprobaré el primer grado de la es­cuela elemental, pensaba yo, pero aprobé, hasta me dieron un premio; pero el examen de ingreso en el instituto, ése no lo pasaré, pero lo pasé; pero ahora me suspenden seguro en primero de bachillerato, no, no me suspendieron, y así fui aprobando un curso tras otro. Aquello, sin embargo, no me infundía la menor seguridad, al contrario, siempre estaba convencido -y el rechazo que se veía en tu cara era prueba suficiente de ello- de que cuanto más fuese consiguiendo, tanto peor iba a resultar todo al final. Muchas veces veía yo mentalmente aquel horrible claustro de profesores (el insti­tuto es sólo el ejemplo más placativo, pero en torno a mí la situación era semejante) que, cuando yo había aprobado primero, o sea en segundo, y cuando había aprobado segun­do, o sea en tercero, y así sucesivamente, se reunían para de­liberar sobre aquel caso singular que clamaba al cielo, y ave­riguar cómo yo, el más inepto y en cualquier caso el más ignorante, había logrado llegar solapadamente hasta aquel curso, el cual, puesta ya en mí la atención de todos, lógica­mente me vomitaría al momento, para alegría de todos los justos liberados de aquella pesadilla. Vivir con tales ideas no es fácil para un niño. En esas condiciones, ¿qué me importa­ban las clases? ¿Quién era capaz de hacerme sentir un míni­mo de interés por nada? Las clases me interesaban -y no sólo las clases sino todo lo que me rodeaba en aquellos años de­cisivos- más o menos como le pueden interesar a un estafa­dor de banco, que todavía está en su puesto y tiembla de que le descubran, las pequeñas operaciones bancarias que tiene que seguir realizando a diario en su calidad de empleado del banco. Tan pequeño, tan lejano era todo en comparación con lo esencial. Todo siguió así hasta el examen de reválida, que ése sí que, en parte, lo aprobé de modo fraudulento, y luego todo había acabado, yo era libre. Si a pesar de los límites que impone el instituto, sólo me había ocupado de mí mismo, cuánto más ahora que tenía libertad. Es decir, verda­dera libertad para elegir oficio no la había para mí, yo sabía que, en comparación con lo esencial, todo me iba a ser tan indiferente como las asignaturas que estudié en el instituto, así que se trataba de encontrar un oficio que, sin herir dema­siado mi vanidad, me permitiese sobre todo seguir teniendo esa indiferencia. Así pues, fue obvio que estudiara derecho. Pequeños intentos en dirección contraria, dictados por la vanidad, por una esperanza absurda, como dos semanas es­tudiando química, seis meses de filología germánica, sólo confirmaron aquella convicción fundamental. De modo que estudié derecho. Eso significaba que durante los meses ante­riores a los exámenes finales, aparte de maltratar poderosa­mente mis nervios, me alimenté espiritualmente de serrín, masticado además previamente por miles de bocas. Pero en un cierto sentido aquello me gustaba, como me gustó antes en un cierto sentido el instituto y después la oficina, pues todo eso se acordaba perfectamente con mi situación. En cualquier caso, en ese punto yo mostré una asombrosa clarividencia, ya de niño tuve claros presentimientos en lo relativo a carrera y profesión. De allí yo no esperaba la salvación, hacía tiempo que había renunciado a encontrarla por aquel camino.



Sobre Carta al padre:

Carta la padre es un texto autobiográfico escrito en forma de carta por parte del autor a su padre Hermann en 1919; según el amigo del autor Max Bood Kafka entregó a su madre dicho texto para ser entregado a su destinatario pero su madre se la devolvió a su hijo
La carta original comprendía 103 páginas que el autor corrigió recurrentes veces tardando dos semanas en redactarla. Escrita en puño y letra del autor luego fue escrita a máquina y entrega a una amiga del escritor, pero nunca llegó a su destinatario. Si bien la intención de Kafka era que su amigo quemara su obra tras su muerte esta obra fue publicada en forma póstuma en el año 1952


1.

25 de agosto de 2015

4° Texto para complementar las Coplas de Manrique.


 JAIME SABINES. Poeta mexicano 1926-1999
Algo sobre la muerte del Mayor Sabines:
 
          Mi padre nació, creo, en una ciudad que se llama Sacbin, cerca de Beirut. Un pueblo pequeño. De allí viene el apellido Sabines, que lo castellanizaron, pero hasta la fecha sólo he encontrado Sacbin en algunos mapas.
          Eran tres hermanos Sabines, como fuimos también nosotros. De niños vinieron del Líbano a Cuba. En el trayecto tuvieron una aventura en la isla Martinica. Mi hermano Jorge la ha contado. Acabando mi padre y sus hermanos de abandonar la isla, el volcán hizo erupción y arrasó toda la ciudad. Jorge la contó así: "En 1902 mi padre estaba en América. Lo acompañab~n sus dos hermanos. Iban a reunirse con sus padres, quienes habían emigrado a Cuba. Por algún motivo el barco en el que viajaba mi padre se detuvo en la isla Martinica y aquellos niños perdieron la embarcación. Para sobrevivir tuvieron que pedir limosna, luego fueron ayudados por una mujer francesa, que les dio ropa y alimento, hasta que mis abuelos les mandaron dinero para embarcarse nuevamente. Mi padre, que gustaba de contar aventuras, solía narrarnos que cuando partió de Martinica, desde el mar vio cómo el volcán hacía erupción. En pocos minutos parte de la población quedó sepultada bajo la lava ante sus ojos".
           Después se fueron a radicar a Cuba pero el Viejo huyó de la casa teniendo doce años de edad. A mí me decía que había participado a principios de siglo en la excavación del canal de Panamá, donde murieron infinidad de obreros. Quizá era cierto o quizá puro cuento.
Después de Cuba vino a México y se metió en la revolución mexicana. Hasta lo hicieron preso en Yucatán e iban a matarlo, como mataron al general que era su jefe (no recuerdo su nombre). Lo confirmable, lo cierto, porque hay fotografías y todo, es que en 1914 llegó a Chiapas con grado de capitán del ejército. En 1914 llegó con la División del general Jesús Agustín Castro. La División 21 era carrancista. En Chiapas no había habido revolución. Entonces los carrancistas llegaron y empezaron a liberar a los indios de las fincas. Proliferaba el caciquismo. Entonces los finqueros hicieron la contrarrevolución. Eso fue lo que hubo en Chiapas. Lo que se llamó el movimiento mapachista. Ese pleito con los carrancistas duró muchos años. Por cierto, mi abuela no
podía ver en un principio a mi padre, porque ella era hacendada. Tenía fincas en el Valle de Cintalapa, pensaba que cómo iba a ser posible que su hija Luz se casara con aquel carrancista.
Es una historia muy bonita cómo el Viejo conoce a mi madre.
 

Algo sobre el poema:
       En el año de 1961, en mayo, después de un viaje a Chiapas, el Viejo empezó a esputar sangre. Lo llevamos al hospital y se le descubrió en un pulmón un tumor canceroso del tamaño de una
bola de billar. El 15 de junio le hicieron una operación de caballo. Escribí el poema a medida que descubrimos que mi padre estaba enfermo, que se vio que tenía un cáncer pulmonar, que
fue operado e internado en un hospital, que le dieron radiaciones. Creíamos que se había salvado. Lo llevamos a Acapulco pensando que estaba sano pero en una alberca descubrimos que tenía ganglios subclaviculares y ya lo trajimos a México para morirse. A medida que existía la amenaza tremenda de la muerte, contra la que no se puede hacer nada, fue empezándose a hacer el poema. En los primeros versos se habla del pasillo del sanatorio silencioso donde hay una enfermera vestida de ángel, y va siguiendo el proceso de la enfermedad hasta el momento de su muerte. Entonces empiezan las letanías, todo aquello que era angustia y tortura mental, impotencia ante la muerte. Todo fue siguiendo una secuencia lógica. El Viejo murió el 30 de octubre y lo enterramos el 31. Viene luego una especie de letanía que fue inspirada por unos obreros de la fábrica que teníamos los tres hermanos Sabines y que en la noche del velorio, en la funeraria
Gayosso, se pusieron a rezar, a rezar en voz alta. Eso me impresionó mucho y fue cuando a los pocos días yo escribí eso de: "No podrás morir, no podrás morir, no podrás morir..."
      
       Seguí escribiendo hasta los primeros días de diciembre y terminé la primera parte. Casi todo el final de ésta fue escrita en sonetos. Recurrí a esta forma para concretar mi emoción, como
para contenerla en un vaso, porque de lo contrario no hubiera podido escribir nada, sobre todo aquellos primeros días cuando yo sentía su muerte como mi muerte. León Felipe me dijo que lo
destantearon y que le había asombrado que yo pusiera los sonetos. Me preguntó por qué. "Sencillamente porque allí estaban. Son como un vaso que hay que llenar. La forma ya está hecha y como mis impulsos se aglomeraban, eran una cosa tremenda, había que vaciarlos en un molde que ya existía. No están escritos a la manera tradicional. Rompo el ritmo de algunos versos pero está hecho a propósito para no caer en una poesía muy manoseada."

        En diciembre de 1961, al terminar lo que es la primera parte, yo creí que era ya el poema. Me dije: "Ya no vuelvo a hablar más de la muerte, ya chole con la muerte. Basta. No vuelvo a escribir
más sobre este tema". Me irritaba pensar que debía seguir hablando de la muerte.

        Los tres años siguientes escribía, escribía, escribía y todo era un fracaso. Estaba pendiente algo. Un día, en casa del pintor Alberto Gironella, amigo mío en esa época, estábamos tomando
unos tragos y me regaló un libro, un tomote grande, sobre la muerte en la literatura española en los siglos de oro. Hablamos acerca de la muerte, y yo le dije lo que me había pasado, que desde hacía tres años, luego de la muerte de mi padre, no había podido volver a escribir ninguna otra cosa. Alberto me dijo que eso le había pasado en su pintura muchas veces pero que lo mejor era meterse al tema de la muerte aunque irrite y duela. Y pensé que tenía razón. Y empecé a escribir la segunda parte del poema: "Mientras los niños crecen y las horas nos hablan,/ tú,
silenciosamente, lentamente te apagas"
. Y la escribí en veinte días.

        La muerte ha sido una presencia constante en mi poesía. Ya lo digo en un poema: "¿Quién me untó la muerte en la planta de los pies el día de mi nacimiento?" Y es que mi vida ha estado
marcada por la muerte. Pero desde la muerte de mi hijo Jaime a los veintidós años no he querido hablar más. Dejémosla allí, no hablemos de ella, que se olvide de mí por mucho tiempo.



FRAGMENTOS  DE "ALGO SOBRE LA MUERTE DEL MAYOR SABINES"

 Primera parte

1.

 Déjame reposar,
aflojar los músculos del corazón
y poner a dormitar el alma
para poder hablar,
para poder recordar estos días,
los más largos del tiempo.

Convalecemos de la angustia apenas
y estamos débiles, asustadizos,
despertando dos o tres veces de nuestro escaso sueño
para verte en la noche y saber que respiras.
Necesitamos despertar para estar más despiertos
en esta pesadilla llena de gentes y de ruidos.

Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas,
por eso es que este hachazo nos sacude.
Nunca frente a tu muerte nos paramos
a pensar en la muerte,
ni te hemos visto nunca sino como la fuerza y la alegría.
No lo sabemos bien, pero de pronto llega
un incesante aviso,
una escapada espada de la boca de Dios
que cae y cae y cae lentamente.
y he aquí que temblamos de miedo,
que nos ahoga el llanto contenido,
que nos aprieta la garganta el miedo.
Nos echamos a andar y no paramos
de andar jamás, después de medianoche,
en ese pasillo del sanatorio silencioso
donde hay una enfermera despierta de ángel.
Esperar que murieras era morir despacio,
estar goteando del tubo de la muerte,
morir poco, a pedazos.

No ha habido hora más larga que cuando no dormías,
ni túnel más espeso de horror y de miseria
que el que llenaban tus lamentos,
tu pobre cuerpo herido.




5. 
De las nueve de la noche en adelante
viendo la televisión y conversando
estoy esperando la muerte de mi padre.
Desde hace tres meses, esperando.
En el trabajo y en la borrachera,
en la cama sin nadie y en el cuarto de niños,
en su dolor tan lleno y derramado,
su no dormir, su queja y su protesta,
en el tanque de oxígeno y las muelas
del día que amanece, buscando la esperanza.
Mirando su cadáver en los huesos
que es ahora mi padre,
e introduciendo agujas en las escasas venas,
tratando de meterle la vida, de soplarle
              en la boca del aire...

(Me avergüenzo de mí hasta los pelos
por tratar de escribir estas cosas.
¡Maldito el que crea que esto es un poema!)

Quiero decir que no soy enfermero,
padrote de la muerte,
orador de panteones, alcahuete,
pinche de Dios, sacerdote de las penas.
Quiero decir que a mí me sobra el aire...

9
Te fuiste no sé a dónde.
Te espera tu cuarto.
Mi mamá, Juan y Jorge
te estamos esperando.
Nos han dado abrazos
de condolencia, y recibimos
cartas, telegramas, noticias
de que te enterramos,
pero tu nieta más pequeña
te busca en el cuarto,
y todos, sin decirlo,
te estamos esperando.






4° Textos para complementar el soneto estudiado de Góngora " Mientras por competir con tu cabello"


Alumnos de 4°:
Después de estudiado el soneto de Góngora "Mientras por competir con tu cabello" donde hemos trabajado el tema del tiempo, les ofrezco dos textos de autores contemporáneos para observar cómo el mismo tema es tratado en diferentes eṕocas.

  "EL OTOÑO DE LAS ROSAS"
Estás ya con quien quieres. Ríete y goza. Ama.
Y enciéndete en la noche que ahora empieza,
y entre tantos amigos (y conmigo)
abre los grandes ojos a la vida
con la avidez preciosa de tus años.
La noche, larga, ha de acabar al alba,
y vendrán escuadrones de espías con la luz,
se borrarán los astros, y también el recuerdo,
y la alegría acabará en su nada.

Mas, aunque así suceda, enciéndete en la noche,
pues detrás del olvido puede que ella renazca,
y la recobres pura, y aumentada en belleza,
si en ella, por azar, que ya será elección,
sellas la vida en lo mejor que tuvo,
cuando la noche humana se acabe ya del todo,
y venga esa otra luz, rencorosa y extraña,
que antes que tú conozcas, yo ya habré conocido.
 Francisco Brines
(El otoño de las rosas, 1986)


COLLIGE , VIRGO, ROSAS
Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana.
Córtalas a destajo, desaforadamente,
sin pararte a pensar si son malas o buenas.
Que no quede ni una. Púlele los rosales
que encuentres a tu paso y deja las espinas
para tus compañeras de colegio. Disfruta
de la luz y del oro mientras puedas y rinde
tu belleza a ese dios rechoncho y melancólico
que va por los jardines instilando veneno.
Goza labios y lengua, machácate de gusto
con quien se deje y no permitas que el otoño
te pille con la piel reseca y sin un hombre
(por lo menos) comiéndote las hechuras del alma.
Y que la negra muerte te quite lo bailado.

                                                                                       Luis Alberto de Cuenca
(Por fuertes y fronteras, 1996)



24 de agosto de 2015

6°AÑO. Aproximación al concepto del género "drama"

 

APROXIMACIÓN AL GÉNERO "DRAMA"

La teoría de los géneros literarios sigue siendo una de las cuestiones y objetos de atención fundamentales para la teoría de la literatura.


No cabe duda que, en algún momento, los géneros fueron entendidos y explicados como instituciones fijas y cerradas, regidas por leyes inamovibles, en virtud de las cuales la creación individual (la obra artística) era sometida a un juicio tan severo como infundado. Por fortuna, la práctica literaria más avanzada inutilizó pronto esta concepción poética de suerte que los códigos de los preceptistas eran desmentidos por la realidad: unos géneros caían en el olvido, nacían otros nuevos y los subsistentes experimentaban incesantes variaciones.

Quien quiera que se interesa por la teoría de los géneros, debe tener cuidado de no confundir las diferencias distintivas entre la teoría clásica y la moderna . . .

La primera es reguladora y preceptiva, no sólo cree que en género difiere de otro sino que éstos deben mantenerse separados, sin permitir que se mezclen.; esto fue un verdadero principio estético que iba implícito. La teoría moderna es descriptiva. Ni limita el número de géneros posibles ni prescribe reglas a los autores. Supone que los géneros tradicionales deben “mezclarse” y producir un nuevo género.  Considera que éstos pueden constituirse sobre la base de la inclusividad o riqueza  así como sobre la de la pureza.

TEORÌA CLÀSICA DE LOS GÈNEROS


  • Lìrica

  • Èpica

  • Dramática.

TEXTO LITERARIO                                                          TEXTO ESPECTACULAR


Hegel  asigna a la representación y al espectáculo  en el género dramático una función considerable distinguiendo tres modos de poesía dramática:

Poesía dramática donde lo predominantes es el texto literario y separar sus obras de la ejecución teatral.
Arte teatral en que se incluyen elementos como la declamación, fisonomía y dicción.

Representación que emplea todos los medios escénicos: puesta en escena, mímica, dicción.

                                                                                       

CONCEPTO DE DRAMA
Designa un género determinado que tiene, como la tragedia un conflicto efectivo y doloroso, ambientado sin embargo en el mundo de la realidad, con personajes menos grandiosos que los héroes trágicos y más cercanos a la humanidad corriente Se encuentra en un lugar intermedio entre la tragedia y comedia (sin llegar a ser tragicomedia)  con tendencia a tratar argumentos de carácter burgués y sentimental”.


TIPOS DE DRAMA
Drama barroco
Drama neoclásico
Drama romántico
Drama burgués :  Presenta conflictos de carácter individual o social en relación con los nuevos problemas en los tiempos moderno. Opta por la escritura en prosa y es representativo del siglo XIX  :     IBSEN

                                       ¿Cómo llegamos al género drama?       

TRAGEDIA                                                                       
Formas primitivas: ditirambos e himnos
  • Clásica
  • Romántica
  • Moderna  
       
COMEDIA        
  • Cómica (burlesca, farsa, entremés, sainte)
  • Seria      (costumbrista, intriga, alta comedia?



                                                                  TRAGICOMEDIA  

                                                                    DRAMA   

  • Rural
  • Épico
  • Social
  • Poético
  • Histórico
  • Burgués           
 Conceptos extraídos de "La teoría de los géneros literarios" Antonio García Berrio.

21 de agosto de 2015

4°7. Distribución de grupos para trabajo sobre Lazarillo de Tormes


DISTRIBUCIÓN DE GRUPOS PARA TAREA GRUPAL SOBRE LAZARILLO DE TORMES 
Fecha aproximada: martes 8 de setiembre


La novela se propone ser leída en forma individual y en forma completa para luego abordar cada grupo el tratado correspondiente.

Tratado 1
Camila Mocchi
Micaela Martínez
Dahiana Borré
Mijahil Madrid
Lucas Ibarrola

Tratado 2. 
Juan Quintana
Brian Brajús 

Tratado 3.
Tamara González
Candela Quintana.
Candela Moranzoni
Oriana Lucarelli
Diana Ghezzi
Sol Olmedo

Tratado 5.
Pamela Sanchez.
Julio Gogna
Belén Maresky
Cinthia Perez

Tratado 6
Sofía Chipolini
Malena Purstcher
Fausto Delgado
Martín Capuano.

Tratado 7
Manuel Orgoroso
Diana Quiroga
Milagrs Harispe
Agustina Durand.

6°año. Eugene O Neill. "Antes del desayuno". Información de autor y obra.


INTRODUCCIÒN A EUGENE O´NEILL



Jorge Albistur en un capítulo de su libro “Literatura del siglo XX” dedica al teatro algunas consideraciones muy interesantes. Señala que todos sabemos que desde los tiempos de los griegos la pieza teatral fue un asunto prioritario de las poéticas, siempre se creyó que eran posible discernir ciertas reglas que limitasen su libertad. Quizás por haber crecido en vecindad con las preceptivas, el teatro estuvo siempre en el centro de las polémicas, y bastaría revisar los siglos clásicos en Francia y España para apreciar la magnitud de estas controversias. En el siglo actual, se rinde culto a la libertad. Ya no se discute si debe respetarse la unidad de lugar, ni la de tiempo, pero sí se pone en tela de juicio otro aspecto más significativo: el concepto mismo de la acción dramática.
El teatro ha desarrollado durante los últimos años del siglo XX un gran desarrollo y una clara competencia entre el cine y la televisión.
El autor cita las diferentes concepciones teatrales que representan el amplísimo espectro en cuanto al teatro de nuestro siglo: el teatro realista , el teatro no ilusionista, el teatro dentro del teatro, el expresionismo, el teatro poético o simbólico , el teatro existencialista y el teatro del absurdo
Sería interesante que el alumno realizara un breve recorrido por estas diferentes concepciones teatrales, como la extensión del proyecto no lo permite se sugiere abordar el libro citado anteriormente Jorge Albistur: Literatura del siglo XX:.
En cuanto a la ubicación del autor en el panorama del teatro norteamericano, se señala que extraña división entre la recepción del público y la de la crítica, esta última se ha divorciado del gusto de los espectadores y considera a los dramaturgos más aclamados como taquilleros que sacrifican temas y formas al interés comercial. Es así que en el caso de muchos críticos la figura de Eugene O¨Neill (1888 1953) casi no aparece.
Si es cierto que es el teatro comercial el que retrata costumbres sociales y la protesta contra el orden social y contra la condiciòn humana es una de las características del nuevo drama norteamericano. En el caso de O¨Neill es lo que primero aflora en cada una de sus obras y en todas las èpocas, la de los dramas marinos, los dramas sobrenaturalistas y los simbolistas. Técnica y temáticamente el autor está próximo a sus colegas europeos. El dramaturgo francés jean Tardiue revitalizará a fines del 40, el drama en un solo acto, como lo hará el autor en varias de sus obras, entre ellas la que proponemos “Antes del desayuno”.
Según Wellwarth dicha estructura “ha sido siempre una especie de cenicienta teatral” ,después del “entremés”del siglo XVII su período más popular fue el siglo XIX en que todas las representaciones iban precedidas de una pieza de un solo acto y a menudo seguida de otras. Generalmente se trataba de comedias. Nadie las tomaba en serio, ni los empresarios, ni los intérpretes, ni el público, ni desde luego los autores que solìan estar muy mal pagos. Se daba por sentado que el prólogo no tenía otro objeto que proporcionar a los concurrentes celebres la satisfacciòn de causar expectación con su entrada sin perderse parte de la atracción principal.
En cuanto a su concepción teatral se reconócela autor como un expresionista “el drama expresionista notablemente rico aunque fugaz irradio estìmulos fuera de Europa especialmente absorbidos por O¨Neill.” Es así que Rodolfo Modern cita algunos rasgos del expresionismo presente en la obra de este autor norteamericano:
Personas que actúan en función de “Tipos”.
Acción sintética y tensa.
Abundancia de monólogos.
Escenografìa expresionista apoyando la acción dramática.
Presencia de elementos líricas (misterio, musicalidad)
Resurrección de los viejo unido con la renovación.
Retorno del género religioso.
Empleo de pantomimas y marionetas, farsa y grotesco.
Técnica de sucesión de cuadros y escenas.

El autor ataca en su obra “una conciencia fosilizada, muerta en realidad y la autocontemplaciòn de una burguesìa superficial. La gran tragedia que los personajes expresan reside precisamente en que la adopción del idealismo predicado conduce irremediablemente a la desesperación a la locura, e inclusive a la acción criminal. Es éste el padecimiento de los personajes o¨neillianos.
Según Jorge Albistur entre las corrientes menos dóciles a concebir al teatro como espejo de la vida se cita al expresionismo, lejos del realismo esta modalidad supuso una estilización de la realidad, es decir su representación con arreglo a un determinado patrón artístico. Y así como en otras tendencias se tiende a embellecer todo aquì todo conduce hacia un feísmo. La exageración, la caricatura, lo que deforma a la figura original, todo esto surge como consecuencia de la gran crisis alemana en la primera postguerra.






APROXIMACIÒN A “ANTES DEL DESAYUNO”



La obra está estructurada en un solo acto conformado por un largo monólogo. Mrs. Rowland habla y no para de hablar, poniéndonos al tanto de su situación personal y conyugal, de las acciones desventuradas de su marido, de la precaria economía familiar, de la historia de su marido, de la infidelidad actual que ha descubierto. Estos serian los cinco núcleos temáticos sobre los que giran sus parlamentos. Señala un crítico que es en, “Antes del Desayuno”, donde O' Neill resuelve magistralmente la cuestión del interlocutor al poner a una mujer que interpela a su marido al que cree semidormido en la cama. Cuando finalmente descubre la sábana, se da cuenta de que ha estado discutiendo con un muerto.
El parlamento tiene un doble destinatario: el público por poner el acento sobre el texto y no sobre la puesta, el lector y el marido personaje que duerme en la habitación contigua y que no habla jamás, los únicos sonidos que nos llegan de él son los gemidos finales.


ANTES DEL DESAYUNO.


Escenario: una pequeña habitación que sirve a un tiempo de cocina y de comedor en un departamento de la calle Christopher, en Nueva York. A foro, una puerta que lleva al vestíbulo. A la izquierda de la puerta, una pileta y una cocina de gas de dos mecheros Mas allá de la cocina y hacia la pared de la izquierda, un armario de madera para platos, etc. A la izquierda, dos ventanas que dan sobre una escalera de emergencia, donde varias plantas en sus tiestos agonizan en el abandono. Delante de las ventanas, una mesa cubierta con un hule. Dos sillas con asiento de caña junto a la mesa. Otra contra la pared, a la derecha de la puerta de foro. En la pared de la derecha, foro, una puerta que lleva a una puerta a una alcoba. Más adelante diversas prendas de vestir de hombre y de mujer penden de unas clavijas. Desde el rincón de la izquierda, foro, hasta la pared de la derecha, primer término, hay tendida una cuerda con ropa.
Son aproximadamente las ocho y media de la mañana de un día hermoso y lleno de sol, a comienzos del otoño.
La señora Rowland viene de la alcoba, bostezando, dando aún los últimos toques a un desaliñado tocado, insertando horquillas en su cabello, recogido en pardusca masa en lo alto de su cabeza redonda .Es de mediana estatura y propensa gordura sin líneas, acentuada por su vestido azul, deformado, humilde y raído. Su rostro es impersonal, de facciones pequeñas y regulares y ojos extrañamente azules. En sus ojos, su nariz y su boca débil y rencorosa, hay una expresión atormentada. Tiene poco más de veinte años pero parece mucho mayor.
Llega al centro de la habitación y bosteza, desperezándose. Sus soñolientos se pasean absortos por todo lo que la rodea, con la irritación propia de aquel para quien un largo sueño no ha significado un largo descanso. Va con aire cansado hacia la ropa que cuelga a la derecha y descuelga un delantal. Se lo ciñe a la cintura, dejando escapar un “maldito sea” cuando el nudo no obedece a sus torpes dedos. Por fin consigue atarlo y va lentamente hacia la cocina de gas y enciende uno de los mecheros. Llena la cafetera en la pileta y la pone sobre la llama. Luego se desploma en una silla que está junto a la mesa y se pone una mano sobre la frente, como si le doliera la cabeza. De pronto su rostro se ilumina, como si recordara algo y mira el armario de los platos; luego dirige una penetrante mirada hacia la puerta del dormitorio y escucha atentamente durante unos instantes.
SRA ROWLAND (en voz baja). -¡Alfred! ¡Alfred! (del cuarto contiguo no llega respuesta alguna y la señora Rowland prosigue con tono desconfiado, alzando la voz) No tienes que fingir que estás dormido. (De la alcoba no llega la menor respuesta y la señora Rowland, tranquilizada, se levanta y va cautelosamente hacia el armario. Abre con lentitud una de las puertas, cuidando mucho de no hacer ruido, y saca de su escondite, detrás de los platos una botella de ginebra Gordon y un vaso. Al hacerlo mueve el plato de arriba que tintinea levemente. Al oír esto, la señora Rowland sufre un sobresalto culpable y mira con malhumorado desafío la puerta del cuarto contiguo .Con la voz trémula: )
-¡Alfred!
(Después de una pausa, durante la cual trata de percibir algún sonido, toma el vaso y se sirve una buena cantidad de ginebra y lo apura; luego, precipitadamente, repone la botella y el vaso en su escondite. Cierra el armario con el mismo cuidado con que lo ha abierto y con un gran suspiro de alivio se deja caer nuevamente en su silla. La gran dosis de alcohol le ha causado un efecto casi inmediato. Sus facciones se vuelven más animadas, parece cobrar energías y mira la puerta de la alcoba con una sonrisa dura y negativa. Sus ojos pasean una rápida mirada por la habitación y se posan, sobre un saco y un chaleco de hombre que penden a la derecha. Se encamina cautelosamente hacia la puerta abierta, y se detiene allí , sin que la vea el que está dentro, y escucha, tratando de sorprender algún movimiento)
(Llamando, casi en un susurro.) ¡Alfred!
(Nuevamente no hay respuesta. Con ágil movimiento, la señora Rowland, descuelga el saco y el chaleco y vuelve con ellos a su silla. Se sienta y saca los diversos objetos que contiene cada bolsillo, pero los reintegra rápidamente a su sitio. Por fin, en el bolsillo interior del chaleco encuentra una carta)


(Mirando la letra, se dice lentamente) Lo sabía.
(Abre la carta y la lee. En el primer momento, su expresión revela odio e ira, pero a medida que avanza en la lectura hasta acabarla se trueca en triunfante malignidad. Durante un instante queda muy pensativa. Luego vuelve a poner la carta en el bolsillo del chaleco, y cuidando aún de no despertar al durmiente, cuelga nuevamente las prendas en la misma clavija, va hacia la puerta de la alcoba y atisba)
(Con voz sonora y chillona) ¡Alfred! (Más fuerte) ¡Alfred!
(Del cuarto contiguo llega un gemido ahogado que se confunde con un bostezo.) ¿No te parece que ya se hora de levantarse? (Volviéndose y regresando a su silla) Ya sé que eres lo suficientemente haragán para pasarte la vida en la cama. (Se sienta, mira por la ventana y dice con irritación:) ¿Qué hora será? Ya no podemos saberlo desde que empeñaste estúpidamente tu reloj. Era el último objeto de valor que teníamos, y lo sabias. Sólo has pensado en empeñar, empeñar, empeñar… Cualquier cosa con tal de alejar la hora de buscar empleo, cualquier cosa con tal de no trabajar como un hombre. (Golpea el suelo con el pie nervosamente, mordiéndose los labios) (Después de una breve pausa) ¡Alfred! Levántate… ¿Me oyes? Quiero hacer esa cama antes de salir. Estoy harta de que esto esté en desorden por tu culpa. (Con cierta vengativa satisfacción) Y por cierto que no podremos quedarnos mucho tiempo aquí, a menos que consigas dinero en alguna parte. Dios sabe que yo hago lo mío – y más aún yendo a coser a domicilio todos los días, mientras tú hacer el caballero y holgazaneas por las tabernas con ese hato de inútiles artistas Square.
(Breve pausa, durante la cual la señora Rowland, juega nerviosamente con una taza un platito que están sobre la mesa)
¿Y dónde conseguirás dinero, quisiera saber yo? En esta semana tenemos que pagar el alquiler, y ya saber cómo es el dueño de casa. No nos dejará vivir aquí un solo minuto más si no lo pagamos puntualmente. Dices que no puedes conseguir trabajo. Eso es mentira, y tú lo sabes. Nunca lo buscaste, siquiera. Te pasas los días vagabundeando por ahí, escribiendo poemas y cuentos estúpidos que nadie quiere comprar… Y me explico que no quieren comprarlos. Pero advierto que yo siempre puedo conseguir trabajo y lo consigo; y sólo eso nos salva de morirnos de hambre.
(Se levanta y va hacia la cocina, mira la cafetera para ver si el agua hierve y vuelve y se sienta)
Hoy tendrás que conseguir dinero en alguna parte. Yo no puedo hacerlo todo y no lo haré. Tienes que recobrar el sentido común. Tienes que pedirlo, mendigarlo, o robarlo donde sea. (Con desdeñosa risa)
Pero… ¿dónde, quisiera yo saber? Eres demasiado orgulloso para mendigar y has pedido ya todos los préstamos posibles, y no tienes valor para robar.
(Después de una pausa, levantándose irritada.) ¡Por amor de Dios! ¿No te has levantado todavía? Es muy propio de ti eso de volverte a dormir, o de fingirlo. (Va hacia la puerta del dormitorio y atisba.) ¡Ah, te has levantado! Bueno, ya era hora. No tienes por qué mirarme así. Tus desplantes no me engañan, ya. Te conozco demasiado… mejor de lo que supones…a ti a tus andanzas. (Alejándose de la puerta, con tono significativo) Conozco un montón de cosas, querido. Ahora, no te preocupes de lo que sé. Te lo diré antes de irme, no te aflijas. (Va hacia el centro del aposento y se detiene allí, frunciendo el ceño)
(Con tono irritado) ¡Hum! ¡Supongo que más vale preparar el desayuno… y no porque haya mucho que preparar (Con tono de interrogación) Salvo que tengas algún dinero…(Hace una pausa esperando una respuesta del cuarto contiguo, que no llega) ¡Qué pregunta estúpida! (Con dura risita) A estas horas, yo debiera conocerte mejor ya. Cuando te fuiste anoche malhumorado, me imaginé qué pasaría. No se te puede tener la menor confianza. ¡En lindo estado viniste a casa! Nuestra riña sólo te sirvió de pretexto para mostrarte bestial. ¿De qué te valió empeñar el reloj si sólo querías el dinero para derrocharlo en whisky?
(Va hacia el armario y saca platos, tazas, escètera, mientras habla)
¡Apresúrate! Últimamente, gracias a ti, no tarde mucho en preparar el desayuno. Esta mañana sólo tenemos pan, manteca y café: y ni siquiera tendrías eso si yo no me estropeare los dedos cosiendo.
El pan está duro. Supongo que te gustará. Tú no te mereces nada mejor, pero no veo por qué he de sufrir yo. (Yendo hacia la cocina de gas) El café estará dentro de un momento y no esperes que te lo sirva.

(Repentinamente, con violenta ira) ¿Qué diablos estás haciendo ahora? (Va hacia la puerta y atisba) Buenos, por lo menos estás casi vestido. Creí que te habías metido en la cama de nuevo. Eso sería muy propio de ti. ¡Qué aspecto horrible tienes esta mañana! ¡Aféitate, por amor de Dios! Pareces un vagabundo. Por algo nadie quiere darte un empleo. No los culpo…Tu aspecto no es medianamente decente (Va hacia la cocina de gas) Aquí hay mucha agua caliente. No tienes la menor excusa. (Toma un tazón y vierte en él un poco de agua de la cafetera.) Toma.
(Él tiende la mano en procura del tazón. Se ve una mano sensible, de dedos finos que tiembla, y parte del agua se derrama sobre el piso)
(La señora Rowland, con tono insultante) ¡Mira cómo te tiembla la mano! Mas vale que abandones la bebida. No puedes soportarla. Los hombres como tú son los mejores candidatos al delírium tremens. ¡Eso sería la gota que hace desbordar el vaso! (Mirando el piso) Mira como has dejado el piso… hay colillas y cenizas en toda la habitación. ¿Por qué no los tiraste sobre un plato? No, no serías lo bastante considerado para hacerlo. Nunca piensas en mí. Tú no tienes que barrer la habitación, y eso es todo lo que te importa.
(Toma la escoba y comienza a barrer malignamente, levantando una nube de polvo. De las habitaciones interiores llega el rumor de una navaja de afeitar que afilan.)
(Barriendo) ¡Apresúrate! Ya debe ser casi la hora de que me vaya. Si llegara tarde, me expondría a perder mi empleo y entonces ya no te podría seguir manteniendo. (Y al ocurrírsele algo más, agrega sarcásticamente) Y entonces, tendrías que trabajar o hacer alguna cosa horrible de esa especie (Barriendo debajo de la mesa). Lo que quiero saber es si buscarás hoy trabajo o no. Sabes que tu familia no nos seguirá ayudando. También ellos ya están hartos de ti. (Después de barrer en silencio durante unos instantes) Estoy cansada de toda esta vida. Ganas me dan de irme de casa, pero soy demasiado orgullosa para permitir que te sepan un fracasado… a ti, el hijo único del millonario Rowland, el egresado de Harvard, el poeta, el hombre notable del pueblo… ¡Bah! (Con amargura) No serían muchas las que me envidiarían mi hombre notable si supieran la verdad. Me gustaría saber una cosa… ¿Qué ha sido nuestro matrimonio? Aún antes de que tu padre millonario muriera debiéndole dinero a todo el mundo, nunca derrochaste un solo minuto con tu esposa. Supongo que a tu entender, yo debía darme por satisfecha con tu honorable actitud al casarte conmigo…después de haberme puesto en dificultades. Yo te avergonzaba ante tus refinados amigos porque mi padre sólo es un almacenero, eso es lo cierto. Por lo menos es un hombre honrado y tú no podrías decir lo mismo del tuyo. (Sigue barriendo enérgicamente hacia la puerta. Se apoya sobre su escoba por un momento)
Suponías que todos creerían que te habías visto obligado a casarte conmigo y te compadecerían… ¿verdad? No vacilaste mucho para decirme que me querías y para hacerme creer en tus mentiras antes de que sucediera aquello… ¿no es eso? Me hiciste suponer que no querías que tu padre me sobornara, como trató de hacerlo. Pero ya sé a qué atenerme. Por algo he vivido tanto tiempo contigo. (Sombriamente) Es una suerte que nuestro pobre hijo naciera muerto, después de todo. ¡Qué padre hubieras sido! (Permanece en silencio, y cavilando hoscamente durante un instante, luego prosigue con una serie de salvaje alegría)
Pero no soy la única que tiene que agradecerte su desdicha. Hay, por lo menos otra, y ésa no puede tener esperanzas de casarse contigo ahora. (Asoma la cabeza al cuarto contiguo) ¿.Qué me dices de Helen? (Retrocede del vano de la puerta con un sobresalto, algo asustada)
¡No me mires así! Sí, he leído esa carta. ¿Y qué? Tenía derecho a leerla. Soy tu esposa. Y sé todo lo que hay que saber, de modo que no me mientas: No tienes por qué mirarme así. Ya no podrás intimidarme con esos aires de hombre superior. Si no fuese por mí, te irías sin desayunarte esta mañana (Vuelva a dejar la escoba en el rincón y dice, con tono gimoteante:) Nunca me agradeciste en lo más mínimo lo que he hecho. (Va hacia la cocina de gas y echa el café en la cafetera) El café está listo. No te esperaré. (Vuelve a sentarse)
(Después de una pausa, llevándose la mano a la cabeza, malhumorada) ¡Cómo me duele la cabeza esta mañana! Es una vergüenza que deba irme a trabajar todo el día en una habitación asfixiante, en este estado. Y no iría si fueras un hombre. Debiera ser yo quien pasara el día tendida en la cama, y no tú. Bien sabes lo enferma que he estado en este último año; y sin embargo cuando tomo alguna pequeñez para levantarme el ánimo, me lo echas en cara. Ni siquiera quisiste dejarme tomar ese tónico que compré en la farmacia. (Con risa cruel) Sé que te alegraría verme muerta y que no te estorbara; entonces podrías correr detrás de esas muchachas estúpidas que te creen maravilloso e incomprendido… Esa Helen y las demás.(Del cuarto contiguo llega una agua exclamación de dolor)
(Con satisfacción) ¡Claro! ¡Ya sabía yo que te cortarías! Eso te servirá de lección. Bien sabes que no debes pasarte las noches vagabundeando por ahí y bebiendo, con tus nervios en tan deplorables condiciones (Va hacia la puerta y se asoma a la otra habitación)
¿Por qué estás tan pálido? ¿Por qué te mirar así, fijamente, en el espejo? ¡Por amor de Dios! ¡Quítate esa sangre de la cara! (Con un escalofrío) Es horrible. (Con tono de alivio) Bueno, ya estás mejor. Nunca he podido soportar el espectáculo de la sangre (Se aparta un poco de la puerta) Más vale que renuncies a afeitarte solo y vayas a una peluquería. Tu mano tiembla horriblemente. ¿Por qué me miras así? (Se aleja de la puerta) ¿Todavía estás furioso conmigo a causa de esa carta? (Desafiante) Pues yo tenía derecho a leerla. Soy tu esposa. (Va hacia la silla y vuelve a sentarse. Después de una pausa) Hace tiempo que estoy enterada deque tienes una aventura. Tus débiles pretextos de que te pasabas el tiempo en la biblioteca no me engañaron. Y después de todo… ¿quién es esa Helen? ¿Una de esas artistas? ¿O también escribe poemas? A juzgar por tu carta lo parece. Apostaría a que te dijo que tus cosas eran lo mejor que se había escrito en el mundo, y que te lo creíste como un imbécil. ¿Es joven y linda? También yo era joven y linda cuando me engañaste con tu palabrería poética; pero la vida contigo la consume pronto a cualquiera. ¡Las que he pasado!
(Va hacia la cocina de gas y retira el café) El desayuno está listo. (Con una mirada de desdén) ¡El desayuno! (Se sirve una taza de café y deja la cafetera sobre la mesa) Se te enfriará el café. ¿Qué estás haciendo? ¿Afeitándote, todavía? ¡Por amor de Dios! Más vale que renuncies a eso. Una de estas mañanas te harás un buen tajo. (Se corta pan y lo hunta con manteca. Durante los párrafos siguientes, come y bebe su café)
Tendré que irme corriendo, apenas concluya de comer. Uno de nosotros tiene que trabajar (Irritada) ¿Vas a buscar trabajo hoy o no? Seguramente, alguno de tus refinados amigos te ayudaría si te creyera realmente tan talentoso. Pero supongo que todos ellos prefieren oírte hablar. (Se queda sentada en silencio, durante un minuto).
Lo siento por esa Helen, sea quien sea. ¿No tienes ninguna consideración por los demás? ¿Qué dirá su familia? Veo que ella la menciona en su carta. ¿Qué hará? ¿Alumbrar al niño… o ir a ver a uno de esos médicos? Linda situación, hay que confesarlo. ¿Dónde conseguiría el dinero? (Espera una respuesta a esta andanada de preguntas)
Hum…No me digas nada sobre ésa… ¿verdad? ¡Tanto me da! Después de todo, no lo lamento por ella… Sabía que estaba haciendo. A juzgar por su carta, no es una colegiala como lo era yo. ¿Sabe que estás casado? Claro que debe saberlo. Todos tus amigos están enterados de tu infortunado matrimonio. Sé que te compadecerán, pero no conocen mi versión del asunto. Hablarían de otro modo si la conociesen.
(Está demasiado ocupada comiendo para seguir hablando, durante un segundo o dos)
Esa Helen debe ser una buena pieza, si sabe que eres casado. ¿Qué esperaba? ¿Qué yo te concediera el divorcio y te dejara casarte con ella? ¿Cree que soy lo bastante chiflada para eso…después de todas las que me hiciste pasar? ¡Por cierto que no! Y tú no podrías conseguir el divorcio de mí y bien lo sabes. Nadie podrá decir jamás que yo he hecho algo malo. (Apura el resto de su café)
Ella merece sufrir, es todo lo que puedo decirte. Te diré lo que pienso: creo que tu Helen no pasa de ser una vulgar trotacalles. Esa es mi opinión. (Del cuarto contiguo llega un sofocado gemido).
¿Has vuelto a cortarte? Bien merecido lo tienes (Se levanta y se quita el delantal) Bueno, tengo que irme sin demora. (Malhumorada) ¡Vaya una vida la que llevo! No soportaré por más tiempo tu haraganería. (Oye algo y hace una pausa, escuchando atentamente) ¡Eso es! ¡Has volcado toda el agua! No digas que no. La oigo gotear por el piso (Una vaga aprensión aparece en su rostro) ¡Alfred! ¿Por qué no me contestas?
(Va lentamente hacia la otra habitación. Se oye caer una silla y algo se desploma pesadamente en el suelo. La señora Rowland se detiene, temblando de pánico y exclama:
¡Alfred! ¡Alfred! ¡Contéstame! ¿Qué has hecho caer? ¿Estás borracho todavía? (Incapaz de soportar la tensión ni por un momento más, se lanza hacia la puerta del dormitorio)
¡Alfred!
(Se detiene en el umbral, mirando el suelo del cuarto interior, transfigurada de horror. Luego lanza un salvaje alarido y corre hacia la otra puerta, hace girar la llave y la abre frenéticamente de par en par. Y se precipita al vestíbulo gritando como una loca)
TELÓN.

EUGENE O´NEILL