7 de octubre de 2018

6°B1 Fragmento Madame Bovary (Emma y Rodolphe)


                              MADAME BOVARY. fragmento capítulo 9 Libro II

Rodolfo y Ernma siguieron así el lindero del bosque. Ella se volvía de vez en cuando a fin de evitar su mirada, y entonces no veía más que los troncos de los abetos alineados, cuya suce­sión continuada le aturdía un poco. Los caballos resoplaban. El cuero de las sillas crujía.
En el momento en que entraron en el bosque salió el sol.
‑¡Dios nos protege! ‑dijo Rodolfo.
‑¿Usted cree? ‑dijo ella.
‑¡Avancemos!, ¡avancemos! ‑replicó él.
Chasqueó la lengua. Los dos animales corrían. Largos helechos a orilla del camino prendían en el estribo de Emma. Ro­dolfo, sin pararse, se inclinaba y los retiraba al mismo tiempo. Otras veces, para apartar las ramas, pasaba cerca de ella, y Emma sentía su rodilla rozarle la pierna. El cielo se había vuelto azul. No se movía una hoja. Había grandes espacios lle­nos de brezos completamente floridos, y mantos de violetas al­ternaban con el revoltijo de los árboles, que eran grises, leona­dos o dorados, según la diversidad de los follajes. A menudo se oía bajo los matorrales deslizarse un leve batir de alas, o bien el graznido ronco y suave de los cuervos, que levantaban el vuelo entre los robles. Se apearon. Rodolfo ató los caballos. Ella iba delante, sobre el musgo, entre las rodadas.
Pero su vestido demasiado largo la estorbaba aunque lo lle­vaba levantado por la cola, y Rodolfo, caminando detrás de ella, contemplaba entre aquella tela negra y la botina negra, la delicadeza de su media blanca, que le parecía algo de su desnu­dez. Emma se paró.
‑Estoy cansada ‑dijo.
‑¡Vamos, siga intentando! ‑repuso él‑. ¡Ánimo!
Después, cien pasos más adelante, se paró de nuevo; y a tra­vés de su velo, que desde su sombrero de hombre bajaba obli­cuamente sobre sus caderas, se distinguía su cara en una trans­parencia azulada, como si nadara bajo olas de azul.
‑¿Pero adónde vamos?
Él no contestó nada. Ella respiraba de una forma entrecor­tada. Rodolfo miraba alrededor de él y se mordía el bigote.
Llegaron a un sitio más despejado donde habían hecho cor­tas de árboles. Se sentaron sobre un tronco, y Rodolfo empezó a hablarle de su amor.
No la asustó nada al principio con cumplidos. Estuvo tran­quilo, serio, melancólico.
Emma le escuchaba con la cabeza baja, mientras que con la punta de su pie removía unas virutas en el suelo.
Pero en esta frase:
‑¿Acaso nuestros destinos no son ya comunes?
‑¡Pues no! ‑respondió ella‑. Usted lo sabe bien. Es im­posible.
Emma se levantó para marchar. Él la cogió por la muñeca. Ella se paró. Después, habiéndole contemplado unos minutos con ojos enamorados y completamente húmedos, le dijo viva­mente:
‑¡Vaya!, no hablemos más de esto... ¿dónde están los caba­llos? ¡Volvámonos!
Él tuvo un gesto de cólera y de fastidio. Ella repitió:
‑¿Dónde están los caballos?, ¿dónde están los caballos?
Entonces Rodolfo, con una extraña sonrisa y con la mirada fija, los dientes apretados, se adelantó abriendo los brazos. Ella retrocedió temblando. Balbuceaba:
‑¡Oh! ¡Usted me da miedo! ¡Me hace daño! Vámonos.
Y él se volvió enseguida respetuoso, acariciador, tímido.
‑Ya que no hay más remedio ‑replicó él, cambiando de talante.
Emma le ofreció su brazo. Dieron vuelta. Él decía:
‑¿Qué le pasaba? ¿Por qué? No la he entendido. Usted se equivoca conmigo sin duda. Usted está en mi alma como una madona sobre un pedestal, en un lugar elevado, sólido a inma­culado. Pero la necesito para vivir. ¡Necesito sus ojos, su voz, su pensamiento! ¡Sea mi amiga, mi hermana, mi ángel!
Y alargaba el brazo y le estrechaba la cintura. Ella trataba débilmente de desprenderse. Él la retenía así, caminando.
Pero oyeron los dos caballos que ramoneaban el follaje.
‑¡Oh!, un poco más ‑dijo Rodolfo‑. ¡No nos vayamos!, ¡quédese!
La llevó más lejos, alrededor de un pequeño estanque, don­de las lentejas de agua formaban una capa verde sobre las on­das. Unos nenúfares marchitos se mantenían inmóviles entre los juncos. Al ruido de sus pasos en la hierba, unas ranas salta­ban para esconderse.
‑Hago mal, hago mal ‑decía ella‑. Soy una loca hacién­dole caso.
‑¿Por qué?... ¡Emma! ¡Emma!
‑¡Oh, Rodolfo!... ‑dijo lentamente la joven mujer apoyán­dose en su hombro.
La tela de su vestido se prendía en el terciopelo de la levita de Rodolfo; inclinó hacia atrás su blanco cuello, que dilataba con un suspiro; y desfallecida, deshecha en llanto, con un largo estremecimiento y tapándose la cara, se entregó.
Caían las sombras de la tarde, el sol horizontal que pasaba entre las ramas le deslumbraba los ojos. Por un lado y por otro, en torno a ella, en las hojas o en el suelo, temblaban unas manchas luminosas, como si unos colibríes al volar hubiesen esparcido sus plumas. El silencio era total; algo suave parecía salir de los árboles; Emma se sentía el corazón, cuyos latidos recomenzaban, y la sangre que corría por su carne como un río de leche. Entonces oyó a lo lejos, más a11á del bosque, so­bre las otras colinas, un grito vago y prolongado, una voz que se perdía y ella la escuchaba en silencio, mezclándose como una música a las últimas vibraciones de sus nervios alterados. Rodolfo, con el cigarro entre los dientes, recomponía con su navaja una de las riendas que se había roto.
Regresaron a Yonville por el mismo camino, volvieron a ver sobre el barro las huellas de sus caballos, unas al lado de las otras, y los mismos matorrales, las mismas piedras en la hierba. Nada había cambiado en torno a ellos; y sin embargo, para ella había ocurrido algo más importante que si las monta­ñas se hubiesen desplazado. Rodolfo de vez en cuando se incli­naba y le tomaba la mano para besársela.
¡Estaba encantadora a caballo! Erguida, con su talle fino, la rodilla doblada sobre las crines del animal y ligeramente colo­reada por el aire libre sobre el fondo rojizo de la tarde.
Al entrar en Yonville caracoleó sobre el pavimento.
Desde las ventanas la miraban.
Su marido en la cena le encontró buen aspecto; pero ella pa­reció no oírlo cuando le preguntó sobre su paseo; y siguió con el codo al borde de su plato, entre las dos velas encendidas.
‑¡Emma! ‑dijo él.
‑¿Qué?
‑Bueno, he pasado esta tarde por casa del señor Alexan­dre; tiene una vieja potranca todavía muy buena, con una pe­queña herida en la rodilla solamente, y que nos dejarían, estoy seguro, por unos cien escudos...
Y añadió:
‑Incluso pensando que te gustaría, la he apalabrado..., la he comprado... ¿He hecho bien? ¡Dímelo!
Ella movió la cabeza en señal de asentimiento; luego, un cuarto de hora después:
Sales esta noche? ‑preguntó ella.
‑Sí, ¿por qué?
‑¡Oh!, nada, nada, querido.
Y cuando quedó libre de Carlos, Emma subió a encerrarse en su habitación. Al principio sintió como un mareo; veía los árboles, los caminos, las cunetas, a Rodolfo, y se sentía todavía estrechada entre sus brazos, mientras que se estremecía el fo­llaje y silbaban los juncos.
Pero al verse en el espejo se asustó de su cara. Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros ni tan profundos. Algo sutil esparcido sobre su persona la transfiguraba.
Se repetía: «¡Tengo un amante!, ¡un amante!», deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado.
Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éx­tasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a to lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas.
Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella ve­nía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud, contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además, Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo sa­boreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin turbación alguna.
El día siguiente pasó en una calma nueva. Se hicieron jura­mentos. Ella le contó sus tristezas. Rodolfo le interrumpía con sus besos; y ella le contemplaba con los párpados entornados, le pedía que siguiera llamándola por su nombre y que repitiera que la amaba. Esto era en el bosque, como la víspera, en una cabaña de almadreñeros. Sus paredes eran de paja y el tejado era tan bajo que había que agacharse. Estaban sentados, uno junto al otro, en un lecho de hojas secas.
A partir de aquel día se escribieron regularmente todas las tardes. Emma llevaba su carta al fondo de la huerta, cerca del río, en una grieta de la terraza. Rodolfo iba a buscarla a11í y co­locaba otra, que ella tildaba siempre de muy corta.
Una mañana en que Carlos había salido antes del amanecer, a Emma se le antojó ver a Rodolfo al instante. Se podía llegar pronto a la Huchette, permanecer a11í una hora y estar de vuel­ta en Yonville cuando todo el mundo estuviese aún durmien­do. Esta idea la hizo jadear de ansia, y pronto se encontró en medio de la pradera, donde caminaba a pasos rápidos sin mirar hacia atrás.
Empezaba a apuntar el día. Emma, de lejos, reconoció la casa de su amante, cuyas dos veletas en cola de milano se re­cortaban en negro sobre el pálido crepúsculo.
Pasado el corral de la granja había un cuerpo de edificio que debía de ser el palacio. Ella entró como si las paredes, al acer­carse ella, se hubieran separado por sí solas. Una gran escalera recta subía hacia el corredor. Emma giró el pestillo de una puerta, y de pronto, en el fondo de la habitación, vio a un hombre que dormía. Era Rodolfo. Ella lanzó un grito.
‑¡Tú aquí! ¡Tú aqul! ‑repetía él‑. ¿Cómo has hecho para venir?... ¡Ah!, ¡tu vestido está mojado!
‑¡Te quiero! ‑respondió ella pasándole los brazos alrede­dor del cuello.
Como esta primera audacia le había salido bien, ahora cada vez que Carlos salía temprano, Emma se vestía deprisa y baja­ba de puntillas la escalera que llevaba hasta la orilla del agua.
Pero cuando la pasarela de las vacas estaba levantada, había que seguir las paredes que se extendían a lo largo del río; la orilla era resbaladiza; ella, para no caer, se agarraba con la mano a los matojos de alhelíes marchitos. Después atravesaba los terrenos labrados donde se hundía, se tambaleaba y se le enredaban sus finas botas. Su pañoleta, atada a la cabeza, se agitaba al viento en los pastizales; tenía miedo a los bueyes, echaba a correr; llegaba sin aliento, con las mejillas rosadas y exhalando un fresco perfume de savia, de verdor y de aire li­bre. Rodolfo a aquella hora aún estaba durmiendo. Era como una mañana de primavera que entraba en su habitación.
Las cortinas amarillas a lo largo de las ventanas dejaban pa­sar suavemente una pesada luz dorada. Emma caminaba a tientas, abriendo y cerrando los ojos, mientras que las gotas de rocío prendidas en su pelo hacían como una aureola de topa­cios alrededor de su cara. Rodolfo, riendo, la atraía hacia él y la estrechaba contra su pecho.
Después, ella examinaba el piso, abría los cajones de los muebles, se peinaba con el peine de Rodolfo y se miraba en el espejo de afeitarse. A veces, incluso, metía entre sus dientes el tubo de una gran pipa que estaba sobre la mesa de noche, en­tre limones y terrones de azúcar, al lado de una botella de agua.
Necesitaban un buen cuarto de hora para despedirse. En­tonces Emma lloraba; hubiera querido no abandonar nunca a Rodolfo. Algo más fuerte que ella la empujaba hacia él, de tal modo que un día, viéndola aparecer de improviso, él frunció el ceño como alguien que está contrariado.
‑¿Qué tienes? ‑dijo ella‑. ¿Estás malo? ¡Háblame!
Por fin, él declaró, en tono serio, que sus visitas iban siendo imprudentes y que ella se comprometía.

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