26 de agosto de 2015

6°año. Fragmentos de "Carta al padre" Kafka para trabajo en clase


CURSO LITERATURA 6°AÑO
Fragmentos de “Carta al padre” Franz Kafka 1919


Querido padre:
Hace poco tiempo me preguntaste por qué te tengo tanto miedo. Como siempre, no supe qué contestar, en parte por ese miedo que me provocas, y en parte porque son demasiados los detalles que lo fundamentan, muchos más de los que podría expresar cuando hablo.
Sé que este intento de contestarte por escrito resultará muy incompleto.


He sido un niño miedoso; sin embargo, también era segu­ramente testarudo, como son los niños; es probable que también me malcriara mi madre, pero no puedo creer que fue­se especialmente indócil, no puedo creer que una palabra amable, un silencioso coger-de-la-mano, una mirada bon­dadosa, no hubiese conseguido de mí lo que se hubiese que­rido. Es verdad que tú, en el fondo, eres un hombre blando y bondadoso (lo que viene a continuación no será una contra­dicción, sólo hablo del efecto que tu persona hacía en aquel niño), pero no todos los niños tienen la constancia y la va­lentía de escarbar hasta dar con la bondad. Tú sólo puedes tratar a un niño de la manera como estás hecho tú mismo, con fuerza, ruido e iracundia, lo que en este caso te pareció además muy adecuado, porque querías hacer de mí un chi­co fuerte y valeroso.
Tus métodos de educación de los primeros años, hoy, na­turalmente, no los puedo describir por recuerdo directo, pero me los imagino deduciéndolos de los años posteriores y por tu manera de tratar a Felix1. Hay que tener además en cuenta, como agravante, que tú eras entonces más joven, y por tanto más vivo, impetuoso, espontáneo, más despreocu­pado aún que hoy y que además estabas completamente ata­do a la tienda y, todo lo más, aparecías ante mi vista una vez al día, haciendo por eso una impresión tanto más fuerte en mí, una impresión que prácticamente nunca quedó reduci­da a mera costumbre.
Sólo tengo recuerdo directo de un incidente de los prime­ros años. Quizás lo recuerdes tú también. Una noche no pa­raba yo de lloriquear pidiendo agua, seguro que no por sed, sino probablemente para fastidiar, en parte, y en parte para entretenerme. Después que no sirvieron de nada varias re­cias amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste al balcón y me dejaste allí un rato solo, en camisa y con la puerta cerra­da. No quiero decir que estuviese mal hecho, tal vez no hubo entonces realmente otra manera de lograr el descanso noc­turno, pero con ello quiero caracterizar tus métodos de edu­cación y su efecto en mí. En aquella ocasión, seguro que fui obediente después, pero quedé dañado por dentro. Lo para mí natural de aquel absurdo pedir-agua y lo inusitado y ho­rrible del ser-llevado-fuera, yo, dado mi carácter, nunca pude combinarlo bien. Todavía años después sufría pensan­do angustiado que aquel hombre gigantesco, mi padre, la úl­tima instancia, pudiese venir casi sin motivo y llevarme de la cama al balcón, y que yo, por tanto, no era absolutamente nada para él.


En aquella época -y en aquella época en todo momento- ­hubiera necesitado el estímulo. ¡Si ya estaba yo aplastado por tu mera corporeidad! Me acuerdo, por ejemplo, de cómo muchas veces nos desvestíamos juntos en una cabina. Yo flaco, enclenque, esmirriado, tú fuerte, alto, ancho. Ya en la cabina, mi aspecto me parecía lastimoso, y no sólo delante de ti, sino del mundo entero, pues tú eras para mí la medida de todas las cosas. Pero cuando salíamos de la cabina delante de la gente, yo de tu mano, un pequeño esqueleto, inseguro, descalzo sobre las planchas de madera, con miedo al agua, incapaz de imitar los movimientos natatorios que tú, con buena intención pero en realidad para mi gran oprobio, me enseñabas todo el tiempo, entonces estaba completamente desesperado y todas mis malas experiencias en todos los te­rrenos venían a coincidir maravillosamente en tales mo­mentos. Cuando más a gusto me encontraba, era si alguna vez tú te desvestías primero y yo podía quedarme solo en la cabina y aplazar el oprobio de la aparición pública hasta que tú venías por fin a ver qué pasaba y me sacabas de allí. Te es­taba agradecido porque tú no parecías notar mi angustia, y también estaba orgulloso del cuerpo de mi padre. Por cier­to, esa diferencia entre nosotros sigue existiendo hoy de un modo muy similar.
En esa misma proporción estaba tu superioridad espiri­tual. Tú habías llegado tan lejos debido única y exclusiva­mente a tu propio esfuerzo, por consiguiente tenías ilimita­da confianza en tu opinión. Eso para mí, de niño, ni siquiera era tan fascinante como lo fue más tarde para el adolescen­te. Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión era acertada, cualquier otra era absurda, exaltada, de locos, anormal. Y tu confianza en ti mismo era tan grande que no necesitabas ser consecuente para tener siempre razón. Tam­bién podía suceder que no tuvieses opinión respecto a un tema y, en tal caso, todas las opiniones posibles a ese respec­to eran, sin excepción, erróneas.

Por ello el mundo quedó dividido para mí en tres partes: una en la que yo, el esclavo, vivía bajo unas leyes que sólo habían sido inventadas para mí y que además, sin saber por qué, nunca podía cumplir del todo; después, otro mundo que estaba a infinita distancia del mío, un mundo en el que vivías tú, ocupado en gobernar, en im­partir órdenes y en irritarte por su incumplimiento, y final­mente un tercer mundo en el que vivía feliz el resto de la gen­te, sin ordenar ni obedecer. Yo vivía en perpetua ignominia: o bien obedecía tus órdenes, y eso era ignominia, pues tales órdenes sólo tenían vigencia para mí; o me rebelaba, y tam­bién era ignominia, pues cómo podía yo rebelarme contra ti; o bien no podía obedecer, por no tener, por ejemplo, tu fuer­za, ni tu apetito ni tu habilidad, y tú sin embargo me lo pedías como lo más natural; ésa era, por supuesto, la mayor igno­minia. De este género eran, no las reflexiones, sino los senti­mientos de aquel niño

«Con ésa no se puede hablar, enseguida le salta a uno a la cara», sueles decir tú; pero en realidad no es ella la que salta; tú confundes la cosa con la persona; es la cosa la que te salta a la vista, y tú te formas un juicio al momento sin escuchar a la persona; lo que se pueda aducir después, a ti sólo te puede irritar más, nunca convencerte. Lo único que sale entonces de tu boca es: «Haz lo que quieras; por mí, tienes toda la li­bertad; eres mayor de edad; no tengo por qué darte conse­jos», y todo ello con ese tono, ronco y terrible, de la cólera y del más absoluto rechazo, un tono que si hoy me produce menos temblor que en la infancia es sólo porque el exclusivo sentimiento de culpabilidad del niño ha sido parcialmente sustituido por la clara visión de nuestro mutuo desvali­miento.
La imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia, en el fondo muy natural: perdí la facultad de hablar. Seguramente tampoco habría sido nunca un gran orador, pero el lenguaje fluido habitual de los hombres lo habría dominado. Tú, sin embargo, me negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: «¡No contestes!» y aquella mano levan­tada a la vez me han acompañado desde siempre.


Los insultos los reforzabas con amenazas, y eso sí que ya me concernía directamente. Para mí era horrible por ejem­plo la siguiente: «Voy a despedazarte como a un pez», aun­que yo sabía que eso no iba seguido de nada malo (cuando era muy pequeño, sin embargo, no lo sabía), pero encajaba casi plenamente con la idea que yo tenía de tu poder el que también fueses capaz de eso. También era horrible cuando corrías dando voces en torno a la mesa para agarrarle a uno, por lo visto no querías hacerlo, pero fingías quererlo y la ma­dre, por fin, parecía salvarlo a uno. A aquel niño le parecía que, una vez más, había conservado la vida gracias a tu cle­mencia y que el hecho de seguir vivo era un inmerecido re­galo tuyo. Aquí hay que situar también tus amenazas por las consecuencias de mi desobediencia. Cuando yo empezaba a hacer algo que no te gustaba y tú me amenazabas con el fra­caso, mi respeto a tu opinión era tan grande que ese fracaso, aunque tal vez viniese más tarde, ya era inevitable. Perdí la confianza en lo que hacía. Era inseguro, dubitativo. Cuantos más años iba teniendo, tanto mayor era el material que tú podías presentarme como prueba de mi nulidad; poco a poco empezaste a tener realmente razón, en cierto sentido. Otra vez me guardo de afirmar que yo haya llegado a ser así únicamente por ti; tú sólo reforzaste lo que había, pero lo re­forzaste mucho, por ser tan poderoso conmigo y por emplear todo tu poder en ello.



Más certero has sido con tu aversión a mi quehacer litera­rio y a todo lo relacionado con él, y que tú ignorabas. En este punto me había alejado un tanto de ti, efectivamente, y por mis propios medios, aunque eso recordase un poco al gusa­no que, aplastado por detrás de un pisotón, se libera con la parte delantera y repta hacia un lado. Me encontraba hasta cierto punto a salvo, pude respirar hondo; la aversión que, naturalmente, sentiste de inmediato por mi actividad litera­ria, en este caso, excepcionalmente, me resultó agradable. Aunque mi vanidad, mi amor propio se resentían ante la acogida, célebre entre nosotros, que reservabas a mis libros: «¡Déjalo encima de la mesilla de noche!» (casi siempre esta­bas jugando a las cartas cuando llegaba un libro), en el fondo me encontraba a gusto así, no sólo por malicia y rebeldía, no sólo porque me alegraba ver confirmado una vez más lo que yo pensaba sobre nuestra relación, sino también porque esa fórmula, pura y simplemente, me sonaba a una especie de: «¡Ahora eres libre!» Era un engaño, por supuesto, no era li­bre o, en el caso más favorable, todavía no lo era. Lo que yo escribía trataba de ti, sólo me lamentaba allí de lo que no po­día lamentarme reclinado en tu pecho. Era una despedida de ti expresamente demorada, despedida a la que tú me habías obligado, pero que iba en la dirección marcada por mí. ¡Pero qué poca cosa era todo eso! Sólo vale la pena hablar de ello porque ha ocurrido en mi vida -en otro lugar no se la perci­biría en absoluto-, y también porque dominó mi vida, en la infancia como presentimiento, luego como esperanza, y des­pués muchas veces como desesperación, dictándome -si se quiere, otra vez adoptando tu figura- mis pocas y pequeñas decisiones.


En esa situación, pues, se me dio libertad para escoger profesión. ¿Pero estaba yo capacitado a esas alturas para ha­cer uso de tal libertad? ¿Tenía aún la suficiente confianza en mí mismo para llegar a tener una verdadera profesión? La opinión que tenía de mí dependía de ti mucho más que de ninguna otra cosa, de un éxito exterior por ejemplo. Eso era un estímulo que duraba un instante, y fuera de eso, nada; pero en el otro lado, tu peso empujaba cada vez con más fuerza hacia abajo. Nunca aprobaré el primer grado de la es­cuela elemental, pensaba yo, pero aprobé, hasta me dieron un premio; pero el examen de ingreso en el instituto, ése no lo pasaré, pero lo pasé; pero ahora me suspenden seguro en primero de bachillerato, no, no me suspendieron, y así fui aprobando un curso tras otro. Aquello, sin embargo, no me infundía la menor seguridad, al contrario, siempre estaba convencido -y el rechazo que se veía en tu cara era prueba suficiente de ello- de que cuanto más fuese consiguiendo, tanto peor iba a resultar todo al final. Muchas veces veía yo mentalmente aquel horrible claustro de profesores (el insti­tuto es sólo el ejemplo más placativo, pero en torno a mí la situación era semejante) que, cuando yo había aprobado primero, o sea en segundo, y cuando había aprobado segun­do, o sea en tercero, y así sucesivamente, se reunían para de­liberar sobre aquel caso singular que clamaba al cielo, y ave­riguar cómo yo, el más inepto y en cualquier caso el más ignorante, había logrado llegar solapadamente hasta aquel curso, el cual, puesta ya en mí la atención de todos, lógica­mente me vomitaría al momento, para alegría de todos los justos liberados de aquella pesadilla. Vivir con tales ideas no es fácil para un niño. En esas condiciones, ¿qué me importa­ban las clases? ¿Quién era capaz de hacerme sentir un míni­mo de interés por nada? Las clases me interesaban -y no sólo las clases sino todo lo que me rodeaba en aquellos años de­cisivos- más o menos como le pueden interesar a un estafa­dor de banco, que todavía está en su puesto y tiembla de que le descubran, las pequeñas operaciones bancarias que tiene que seguir realizando a diario en su calidad de empleado del banco. Tan pequeño, tan lejano era todo en comparación con lo esencial. Todo siguió así hasta el examen de reválida, que ése sí que, en parte, lo aprobé de modo fraudulento, y luego todo había acabado, yo era libre. Si a pesar de los límites que impone el instituto, sólo me había ocupado de mí mismo, cuánto más ahora que tenía libertad. Es decir, verda­dera libertad para elegir oficio no la había para mí, yo sabía que, en comparación con lo esencial, todo me iba a ser tan indiferente como las asignaturas que estudié en el instituto, así que se trataba de encontrar un oficio que, sin herir dema­siado mi vanidad, me permitiese sobre todo seguir teniendo esa indiferencia. Así pues, fue obvio que estudiara derecho. Pequeños intentos en dirección contraria, dictados por la vanidad, por una esperanza absurda, como dos semanas es­tudiando química, seis meses de filología germánica, sólo confirmaron aquella convicción fundamental. De modo que estudié derecho. Eso significaba que durante los meses ante­riores a los exámenes finales, aparte de maltratar poderosa­mente mis nervios, me alimenté espiritualmente de serrín, masticado además previamente por miles de bocas. Pero en un cierto sentido aquello me gustaba, como me gustó antes en un cierto sentido el instituto y después la oficina, pues todo eso se acordaba perfectamente con mi situación. En cualquier caso, en ese punto yo mostré una asombrosa clarividencia, ya de niño tuve claros presentimientos en lo relativo a carrera y profesión. De allí yo no esperaba la salvación, hacía tiempo que había renunciado a encontrarla por aquel camino.



Sobre Carta al padre:

Carta la padre es un texto autobiográfico escrito en forma de carta por parte del autor a su padre Hermann en 1919; según el amigo del autor Max Bood Kafka entregó a su madre dicho texto para ser entregado a su destinatario pero su madre se la devolvió a su hijo
La carta original comprendía 103 páginas que el autor corrigió recurrentes veces tardando dos semanas en redactarla. Escrita en puño y letra del autor luego fue escrita a máquina y entrega a una amiga del escritor, pero nunca llegó a su destinatario. Si bien la intención de Kafka era que su amigo quemara su obra tras su muerte esta obra fue publicada en forma póstuma en el año 1952


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