17 de marzo de 2020

El problema final. De: Las memorias de Sherlock Holmes

Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


El problema final (1893)
(“The Adventure of the Final Problem”)
Originalmente publicado, simultáneamente, el 26 de noviembre de 1893, en
Detroit Sunday News-TribuneThe Courier-Journal, Louisville; The Sun, Nueva York,
The Philadelphia Inquirer;
re-impreso en The Strand Magazine (diciembre 1893);
The Memoirs of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1893, 279 págs.)


      Con el corazón apesadumbrado, cojo mi pluma para escribir estas líneas en las que dejo constancia por última vez de los singulares dones que distinguían a mi amigo, el señor Sherlock Holmes. De modo incoherente, y veo al profundizar en ello que inadecuado, he intentado narrar las extrañas experiencias que viví en su compañía, desde que el azar nos unió en la etapa de Estudio en escarlata hasta el momento de su intervención en el caso de «El tratado naval», que tuvo el indiscutible efecto de evitar un serio conflicto internacional. Mi intención era detener allí estas memorias y no hacer referencia alguna a aquel suceso que dejó en mi vida un vacío tan grande que no ha bastado el transcurso de dos años para colmarlo. Pero las recientes cartas en las que el coronel James Moriarty defiende la memoria de su hermano me obligan a exponer ante el público los hechos exactamente como sucedieron. Solo yo conozco enteramente la verdad y me alegra que haya llegado el momento en que nada justifique ocultarla por más tiempo. Que yo sepa, solo han aparecido tres menciones en la prensa: la que publicó el Journal de Genéve, el 6 de mayo de 1891, la noticia difundida por Reuters en los periódicos ingleses el 7 de mayo, y por último las recientes cartas a las que me he referido. La primera y la segunda eran extremadamente concisas, mientras que las cartas son, como voy a demostrar, una completa mixtificación de los hechos. Me corresponde, pues, a mí contar por primera vez lo que ocurrió entre el profesor Moriarty y el señor Sherlock Holmes.
       Debe recordarse que, después de mi matrimonio y de haber abierto mi consulta médica privada, la estrecha relación que habíamos mantenido Sherlock Holmes y yo se vio en cierto modo alterada. Él seguía recurriendo de vez en cuando a mí, cuando necesitaba que alguien le acompañara en sus investigaciones, pero estas ocasiones se hicieron cada vez más raras, hasta llegar al punto de que en el año 1890 solo hubo tres casos de los que guardo notas. En el invierno de aquel año y en los comienzos de la primavera de 1891, leí en la prensa que el Gobierno francés le había confiado un asunto de gran importancia, y recibí dos notas de Holmes, fechadas en Narbonne y Nimes, de las que deduje que su estancia en Francia iba a ser prolongada. Me sorprendió, por lo tanto, verle aparecer en mi consultorio la noche del 24 de abril. Parecía más pálido y delgado que de costumbre.
       —Sí, últimamente he maltratado un poco mi salud —reconoció, respondiendo más a mi mirada que a mis palabras—. He pasado una temporada un poco tensa. ¿Le importa que cierre las contraventanas?
       La única luz de la habitación procedía de la lámpara situada sobre la mesa en la que yo había estado leyendo. Holmes caminó, pegado a las paredes, hasta las ventanas, cerró las contraventanas y echó el pestillo.
       —¿Tiene miedo de algo? —le pregunté.
       —Pues sí.
       —¿De qué?
       —De las pistolas.
       —Mi querido Holmes, ¿qué quiere decir con esto?
       —Creo que me conoce lo bastante, Watson, para saber que no soy en absoluto una persona pusilánime. Pero sería una estupidez más que un acto de valor negarse a admitir que nos acecha un peligro. ¿Podría darme una cerilla?
       Aspiró el humo de su cigarrillo como si agradeciera su efecto relajante.
       —Debo disculparme por comparecer a estas horas —dijo—, y además tengo que pedirle que sea esta vez tan poco convencional como para permitir que yo salga de su casa saltando el muro posterior de su jardín.
       —Pero ¿qué significa todo esto?
       Extendió una mano y vi, a la luz de la lámpara, que tenía dos nudillos heridos y ensangrentados.
       —Como ve, no se trata de una nadería —me dijo con una sonrisa—. Al contrario, es algo lo bastante serio como para que a uno le lesionen la mano. ¿Está en casa la señora Watson?
       —No. Está fuera de Londres visitando a unos amigos.
       —¡Ajá! ¿Está usted solo?
       —Sí.
       —En tal caso me será más fácil pedirle que se venga conmigo una semana al continente.
       —¿Dónde?
       —A cualquier parte. Da lo mismo.
       Había algo muy raro en todo aquello. No era normal que Holmes se tomara sin más unas vacaciones, y algo en su rostro pálido y fatigado me decía que estaba sometido a una fuerte tensión nerviosa. Leyó la pregunta en mis ojos y, juntando las yemas de los dedos y apoyando los codos en las rodillas, me explicó cuál era la situación.
       —Es posible que no haya oído hablar nunca del profesor Moriarty —dijo.
       —Nunca.
       —¡Ahí radica lo genial y extraordinario del caso! —exclamó—. Este hombre contamina toda la ciudad y nadie ha oído hablar de él. Esto lo sitúa en la cima de los anales del crimen. Le aseguro, Watson, y hablo con toda seriedad, que, si pudiera derrotarle y liberar de él a la sociedad, consideraría que ha llegado a la culminación de mi propia carrera y estaría dispuesto a iniciar una vida más tranquila. Entre nosotros, los recientes casos en los que he prestado mis servicios a la familia real de Escandinavia y a la República Francesa me han dejado en situación de poder llevar una vida apacible y centrar mi atención en las investigaciones químicas. Pero no podría descansar, Watson, no podría quedarme tranquilamente sentado, sabiendo que un hombre como el profesor Moriarty anda suelto por las calles de Londres.
       —¿Qué es lo que ha hecho, pues?
       —Su carrera ha sido extraordinaria. Procede de buena familia y recibió una esmerada educación. La naturaleza le ha dotado además de unas excepcionales facultades para las matemáticas. A los veintiún años escribió un tratado sobre el teorema binomial, que causó sensación en Europa. Gracias a esto, obtuvo una cátedra de matemáticas en una de nuestras pequeñas universidades y todo parecía indicar que le aguardaba una brillante carrera. Pero Moriarty tiene unas tendencias hereditarias extremadamente diabólicas. Corre por sus venas un instinto criminal que, en lugar de atenuarse, aumentó y se hizo infinitamente más peligroso por sus notables facultades mentales. Empezaron a correr sombríos rumores acerca de él por la universidad, y por último tuvo que dimitir de la cátedra y venirse a Londres, donde logró un puesto de tutor en el ejército. Esto es por todos conocido, pero lo que voy a contarle ahora lo he descubierto yo.
       »Como bien sabe, Watson, nadie conoce el mundo criminal de Londres mejor que yo. Durante años he sido consciente de que existe un poder oculto detrás del malhechor, un poder organizado que se interpone en el camino de la ley y que ampara al delincuente. Una y otra vez, en los casos más variados, como la falsificación, el robo o el asesinato, he sentido la presencia de esta fuerza, y he adivinado sus efectos en muchos de los crímenes sin resolver en los que no he sido personalmente consultado. Durante años intenté atravesar el velo que la envolvía, y por fin llegó el momento en que encontré el hilo y lo seguí hasta que me llevó, a través de mil recovecos, hasta el exprofesor Moriarty, el famoso matemático.
       »Es el Napoleón del crimen, Watson. Es el organizador de la mitad de los hechos delictivos que tienen lugar en esta gran ciudad. Es un genio, un filósofo, un pensador abstracto. Tiene un cerebro de primera. Permanece inmóvil, como una araña en el centro de su tela, pero esta tiene mil hilos y los conoce perfectamente todos. Él no hace apenas nada. Solo planea. Pero sus agentes son muchos y están bien organizados. Si hay un delito que llevar a cabo, un documento que robar, una casa que desvalijar, un hombre que eliminar, se recurre al profesor, y el asunto se planifica y se ejecuta. Tal vez atrapen al ejecutante, y en este caso se encuentra el dinero para su fianza o para su defensa. Pero nunca se atrapa al poder central que ha utilizado al agente, ni siquiera se llega a sospechar su existencia. Esta es la organización que he descubierto, Watson, y he consagrado toda mi energía a desenmascararla y destruirla.
       »Pero el profesor está rodeado de unas medidas de seguridad tan inteligentes que, hiciera lo que hiciera, parecía imposible obtener las pruebas necesarias para conseguir su condena. Usted conoce mis facultades, querido Watson, pero al cabo de tres meses me he visto obligado a reconocer que me enfrento a un contrincante dotado de una inteligencia igual a la mía. Mi horror por sus crímenes se funde con mi admiración por su talento. Pero por fin ha cometido un error, un error muy pequeño, pero mayor de lo que se podía permitir teniéndome a mí tras sus pasos. Ha llegado mi oportunidad, y, partiendo de este punto, he tejido mi red alrededor de él y lo tengo ahora todo a punto para cerrarla. En un plazo de tres días, es decir el próximo lunes, el profesor y los principales miembros de su banda estarán en manos de la policía. Seguirá el mayor juicio criminal del siglo, la aclaración de más de cuarenta misterios, y la horca para muchos de estos delincuentes. Pero, si actuamos prematuramente, pueden escapársenos entre los dedos, incluso en el último instante.
       »Si hubiese podido conseguir todo esto sin que llegara a conocimiento del profesor Moriarty, todo hubiese marchado sobre ruedas. Pero es demasiado astuto. Ha seguido cada paso que yo daba para tejer las redes a su alrededor. Una y otra vez ha intentado escapar, y una y otra vez le he ganado la partida. Le aseguro, amigo mío, que si se escribiera un informe detallado de este silencioso duelo, podría considerarse el trabajo más brillante de la literatura detectivesca. Nunca había llegado yo a tal altura, y nunca me había dado la réplica a tal altura mi contrincante. Él es certero en sus golpes, y yo lo soy, si cabe, todavía más. Esta mañana he dado los últimos pasos, y solo necesitaba tres días para cerrar el caso. Pero estaba sentado en mi habitación, reflexionando sobre todo esto, cuando se ha abierto la puerta y ha aparecido ante mí el profesor Moriarty en persona.
       »Tengo los nervios bastante templados, Watson. Pero debo confesar que sufrí un sobresalto cuando vi al hombre que tanto lugar ha ocupado en mis pensamientos en el umbral de mi casa. Su aspecto me era casi familiar. Es extremadamente alto y delgado; tiene la frente abombada y blanca, y los ojos muy hundidos. Bien afeitado, pálido y de aspecto ascético, conserva en sus rasgos cierto aire de catedrático. Tiene los hombros caídos por el mucho estudio y echa la cabeza hacia delante, haciéndola oscilar lentamente de un lado a otro como si se tratara de un reptil. Me observó con gran curiosidad y con el ceño fruncido.
       »—Tiene usted menos desarrollo frontal de lo que esperaba —dijo al fin—. Acariciar con el dedo el gatillo de un arma de fuego cargada metida en el bolsillo del batín es una costumbre peligrosa.
       »La verdad es que, cuando él entró, advertí de inmediato que mi persona corría un gran peligro. A él no le quedaba otra escapatoria que silenciar mi lengua. Cogí precipitadamente el revólver y me lo metí en el bolsillo, y ahora le estaba apuntando a través de la tela. Al oír su comentario, saqué el arma y la deposité sobre la mesa. Él seguía sonriendo y parpadeando, pero había algo en sus ojos que hizo que me alegrara de tener el revólver tan a mano.
       »—Evidentemente usted no me conoce —dijo.
       »—Todo lo contrario —repuse—. Evidentemente le conozco muy bien. Le ruego que tome asiento. Puedo dedicarle cinco minutos de mi tiempo, si tiene usted algo que decirme.
       »—Todo lo que tengo que decirle ya le ha pasado a usted antes por la mente.
       »—En tal caso, tal vez mi respuesta haya pasado ya también por la suya —repliqué.
       »—¿Se mantiene en sus trece?
       »—Por supuesto.
       »Se llevó la mano al bolsillo y yo cogí la pistola de la mesa. Pero sacó simplemente una agenda donde había anotadas algunas fechas.
       »—Usted se cruzó en mi camino el cuatro de enero —dijo—. El veintitrés me causó serias molestias, a mediados de febrero me ocasionó un grave trastorno, a finales de marzo obstaculizó seriamente mis planes, y ahora, a finales de abril, su continua persecución me ha puesto en una posición tan difícil que corro grave riesgo de perder mi libertad. La situación es insostenible.
       »—¿Tiene usted alguna sugerencia? —inquirí.
       »—Debe usted abandonar, señor Holmes —contestó, balanceando la cabeza como un reptil—. De veras, debe hacerlo, ¿sabe?
       »—A partir del lunes —le respondí.
       »—¡No me salga con esas! —dijo—. Estoy seguro de que un hombre de su inteligencia comprenderá que esta historia solo puede tener un final. Es necesario que usted abandone. Ha manipulado la situación de tal modo que únicamente me ha dejado una salida. Ha sido para mí un placer intelectual verle librar esta batalla y le aseguro, sin faltar a la verdad, que me dolería verme obligado a adoptar una medida extrema. Sonría usted si quiere, pero le aseguro que lo lamentaría de veras.
       »—El peligro forma parte de mi trabajo —observé.
       »—No se trata de un peligro. Se trata de una destrucción inevitable. Usted se ha cruzado en el camino, no de un solo individuo, sino de una organización muy poderosa, cuyo alcance, a pesar de su inteligencia, es incapaz de imaginar. Debe quitarse de en medio, señor Holmes, o será pisoteado.
       »—Mucho me temo —dije, mientras me ponía en pie— que el placer de esta entrevista me ha hecho olvidar que hay asuntos importantes que me esperan.
       »Él se levantó también y me miró en silencio, sacudiendo tristemente la cabeza.
       »—Bien, bien… —dijo al fin—. Es una pena, pero he hecho cuanto he podido. Conozco todos los movimientos de su juego. No puede hacer usted nada antes del lunes. Ha sido un duelo entre nosotros dos, señor Holmes. Usted espera llevarme al banquillo de los acusados. Yo le aseguro que nunca me llevará allí. Usted espera derrotarme. Yo le aseguro que no me derrotará nunca. Y, si es usted lo bastante inteligente para destruirme, le aseguro que yo podré hacer lo mismo con usted.
       »—Me halaga usted mucho, señor Moriarty. Deje que le devuelva yo el cumplido diciéndole que, si estuviera seguro de lo primero, aceptaría gustoso, por el bien de la comunidad, lo segundo.
       »—Puedo prometerle una de las dos cosas, pero no la otra —gruñó.
       »Volvió hacia mí su encorvada espalda y se marchó, sin dejar de observarlo todo y de parpadear.
       »Esta fue mi singular entrevista con el profesor Moriarty. Confieso que me dejó una sensación muy desagradable. Su modo de hablar, suave y conciso, logra impresionar más que cualquier bravuconada. Seguramente usted se preguntará: ¿por qué no recurrir a la policía? La razón es que estoy convencido de que el golpe final lo darían sus agentes. Tengo pruebas concluyentes de que sería así.
       —¿Ha sufrido ya algún ataque por parte de ellos?
       —Amigo mío, el profesor Moriarty no es hombre que deje crecer la hierba bajo sus pies. Al mediodía salí a resolver unos asuntos en Oxford Street. Al llegar al cruce de Bentinck Street con Welbeck Street, un carromato tirado por dos caballos giró de repente y se abalanzó como un rayo sobre mí. Salté a la acera y me salvé por una fracción de segundo. El vehículo huyó por Marylebone Lane y desapareció. Tras esto, no volví a bajar de la acera, Watson, pero, mientras caminaba por Vere Street, cayó un ladrillo desde el tejado de una de las casas y se hizo trizas junto a mis pies. Llamé a la policía e hice que examinaran el lugar. Había un montón de tejas y de ladrillos en el tejado, para llevar a cabo unas reparaciones, y dijeron que seguramente lo derrumbó el viento. Por supuesto yo no creí esta versión, pero carecía de pruebas. Después cogí un coche y fui a pasar el día a la casa de mi hermano en Pall Mall. Ahora he venido a visitarle a usted, y de camino hacia aquí me ha agredido un rufián provisto de una porra. He logrado derribarlo y la policía lo ha detenido, pero le aseguro con toda certeza que jamás encontrará conexión alguna entre el caballero contra cuyos dientes me he hecho polvo los nudillos y el retirado profesor de matemáticas, que, me atrevería a decir, está resolviendo fórmulas en una pizarra a diez millas de aquí. Ahora entenderá usted por qué razón lo primero que hice al entrar fue cerrar las contraventanas y por qué le he pedido permiso para salir por un lugar menos notorio que la puerta principal.
       A menudo había admirado el valor de mi amigo, pero nunca tanto como en aquellos momentos, cuando estaba sentado allí, tratando una serie de incidentes que tenían que haber hecho forzosamente que aquel día fuera terrorífico para él.
       —¿Pasará aquí la noche? —le pregunté.
       —No, amigo mío, podría ser un huésped peligroso. Ya he hecho mis planes y todo saldrá bien. Las cosas están lo bastante avanzadas para poder seguir adelante sin mi intervención en lo relativo al arresto, pero mi presencia es imprescindible para conseguir la condena. Por lo tanto, no puedo hacer obviamente otra cosa que desaparecer durante los pocos días que quedan hasta que pueda entrar la policía en acción. Y sería un placer para mí que usted pudiera acompañarme al continente.
       —Mi consulta tiene pocos pacientes en este momento —dije—, y mi vecino médico puede sustituirme. Me encantará ir con usted.
       —¿Y salir mañana por la mañana?
       —Si es conveniente, sí.
       —Sí. Es muy conveniente. Estas son sus instrucciones y le ruego, querido amigo, que las obedezca al pie de la letra, pues se está jugando ahora una partida en la que usted y yo nos enfrentamos al canalla más listo y al sindicato criminal más poderoso de Europa. ¡Escuche bien! Esta tarde enviará por un mensajero de confianza el equipaje que desee llevar consigo, sin ninguna etiqueta, a la estación Victoria. Por la mañana mande a buscar un coche de punto, dando orden de que no cojan el primero ni el segundo que llegue. Suba a él y diríjase al lado de Lowther Arcade que da al Strand, entregando la dirección escrita al cochero y pidiéndole que no la tire. Tenga el importe a punto, y en el preciso instante en que el coche se detenga, precipítese por Lowther Arcade, calculando el tiempo justo para llegar al otro extremo a las nueve y cuarto. Encontrará una berlina esperándole junto a la acera, conducida por un tipo que llevará un grueso abrigo negro con el cuello ribeteado de rojo. Súbase a ella y llegará a la estación Victoria a tiempo para coger el Continental Express.
       —¿Dónde le encontraré a usted?
       —En la estación. Tenemos reservado el segundo compartimiento de primera clase empezando por la cabeza del tren.
       —Este es, pues, nuestro lugar de encuentro.
       —Sí.
       En vano le rogué que se quedara a pasar la noche en mi casa. Temía evidentemente acarrear problemas al hogar bajo cuyo techo se refugiara, y ese fue el motivo que le obligó a marcharse. Con unas palabras apresuradas sobre nuestros planes del día siguiente, se puso en pie, salió conmigo al jardín, saltó el muro que da a Mortimer Street, llamó inmediatamente a un coche y poco después le oí alejarse en él.
       Por la mañana, seguí las instrucciones de Holmes al pie de la letra. Mandé a buscar un carruaje, tomando las precauciones precisas para evitar que fuese uno que hubiesen preparado de antemano, y después del desayuno me dirigí a Lowther Arcade, que recorrí a toda la velocidad que me permitían las piernas. Me esperaba una berlina con un corpulento conductor envuelto en un abrigo oscuro. En cuanto estuve dentro, fustigó al caballo y salimos hacia la estación Victoria. Cuando me apeé, hizo dar media vuelta al caballo y se alejó deprisa, sin dirigirme siquiera una mirada.
       Hasta aquí todo iba bien. El equipaje estaba allí, y no tuve dificultad alguna en encontrar el compartimiento, menos todavía por ser el único del tren con un rótulo de «reservado». Ahora mi único temor era que Holmes no apareciese. En el reloj de la estación solo faltaban siete minutos para la hora de salida. Busqué en vano la enjuta figura de mi amigo entre los grupos de viajeros. No había ni rastro de él. Pasé unos minutos ayudando a un venerable sacerdote italiano que, con un inglés chapurreado, intentaba explicarle al maletero que su equipaje debía facturarse vía París. Tras echar otro vistazo, regresé a mi compartimiento, donde me encontré con que el maletero, a pesar del rótulo, había instalado al anciano sacerdote italiano como compañero de viaje. Fue inútil intentar explicarle que su presencia allí constituía una intrusión, porque mi italiano era todavía más rudimentario que su inglés. Me resigné, pues, y seguí buscando ansiosamente a mi amigo con la mirada. Me sobrecogió un escalofrío al pensar que su ausencia podía deberse a que le había sucedido algo malo durante la noche. Habían cerrado las puertas y sonaba el silbido del tren, cuando…
       —Querido Watson —dijo una voz—, ni siquiera se ha dignado darme los buenos días.
       Me giré estupefacto. El anciano sacerdote volvió el rostro hacia mí. En un instante se borraron las arrugas, la nariz se alejó del mentón, el labio inferior retrocedió y la boca dejó de temblar, los ojos apagados recuperaron su brillo y la encogida figura se irguió. Un momento después, todo el cuerpo se contrajo de nuevo, y Holmes desapareció tan aprisa como había aparecido.
       —¡Cielo Santo! ¡Qué susto me ha dado!
       —Aún es necesario tomar todo tipo de precauciones —cuchicheó—. Tengo motivos para creer que nos siguen de cerca. ¡Ah! ¡Ahí tenemos a Moriarty en persona!
       Mientras Holmes decía estas palabras, el tren había empezado a moverse. Miré hacia atrás y vi a un hombre alto que se abría paso a violentos empujones entre la multitud y que agitaba la mano como si quisiera que detuvieran el tren. Pero era demasiado tarde, porque este iba tomando velocidad e instantes después salía de la estación.
       —A pesar de todas las precauciones que hemos tomado, ya ve que nos ha ido de un pelo —dijo Holmes, riendo.
       Se levantó, se quitó la sotana negra y el sombrero que le habían servido de disfraz y los guardó en una bolsa de mano.
       —¿Ha leído la prensa de la mañana, Watson?
       —No.
       —¿No sabe nada, pues, de lo ocurrido en Baker Street?
       —¿Baker Street?
       —Han prendido fuego a nuestras habitaciones. Sin grandes daños.
       —¡Dios mío, Holmes, esto es intolerable!
       —Debieron perder completamente mi pista después de que arrestaran al matón. De lo contrario, no habrían supuesto que yo regresaba a mi casa. Tomaron, evidentemente, la precaución de vigilarle a usted, y es esto lo que ha traído a Moriarty a la estación Victoria. ¿Ha cometido algún error mientras venía?
       —He hecho exactamente lo que usted me dijo.
       —¿Encontró la berlina?
       —Sí, me estaba esperando.
       —¿Reconoció al cochero?
       —No.
       —Era mi hermano Mycroft. En casos como este es una ventaja poder actuar sin recurrir a mercenarios. Pero ahora tenemos que planear lo que haremos con Moriarty.
       —Como viajamos en un tren expreso que tiene conexión horaria con el barco, creo que nos hemos librado de él.
       —Amigo mío, veo que usted no captó el alcance de mis palabras cuando dije que este hombre está al mismo nivel intelectual que yo. No supondrá usted que, si fuese yo el perseguidor, me daría por vencido ante un obstáculo tan nimio. ¿Por qué tiene, pues, tan baja opinión de él?
       —¿Qué cree que va a hacer?
       —Lo mismo que haría yo.
       —Y ¿qué haría usted?
       —Conseguir un tren privado.
       —Es demasiado tarde.
       —En absoluto. Nuestro tren se detiene en Canterbury, y el barco sale siempre con al menos quince minutos de retraso. Nos alcanzará allí.
       —Se diría que somos nosotros los criminales. Hagamos que lo arresten en cuanto llegue.
       —Sería echar por la borda tres meses de trabajo. Pescaríamos el pez gordo, pero los pequeños se escabullirían por todos los agujeros de la red. El lunes los tendremos a todos. No, no podemos ni plantearnos arrestarle ahora.
       —¿Entonces?
       —Nos apearemos en Canterbury.
       —¿Y después?
       —Tendremos que viajar en tren hasta Newhaven y cruzar desde allí a Dieppe. Moriarty hará lo que haría yo. Seguirá viaje hasta París, localizará nuestras maletas y esperará dos días en el depósito de equipajes. Entretanto, nosotros compraremos un par de bolsas de viaje, apoyaremos la economía de los países donde pasemos adquiriendo todo lo que nos haga falta, y llegaremos tranquilamente a Suiza vía Luxemburgo y Basilea.
       Bajamos en Canterbury y tuvimos que esperar una hora para coger un tren a Newhaven.
       Yo estaba mirando compungido el vagón de equipajes, que se alejaba rápidamente con todas mis pertenencias, cuando Holmes me tiró de la manga y señaló las vías.
       —Ya lo ve… —dijo.
       A lo lejos, de los bosques de Kentish ascendía una delgada columna de humo. Un instante después, una máquina de tren que arrastraba un único vagón tomaba a toda velocidad la curva de entrada a la estación. Casi no nos dio tiempo a escondernos tras un montón de maletas antes de que cruzara traqueteando y rugiendo ante nosotros y nos lanzara en pleno rostro una bocanada de aire caliente.
       —Ahí va —dijo Holmes, mientras veíamos que el único vagón se ladeaba y se zarandeaba al pasar por las agujas—. Como puede ver, la inteligencia de nuestro amigo tiene sus límites. Hubiera sido un golpe genial deducir lo que yo deduciría y actuar en consecuencia.
       —Y ¿qué habría hecho, caso de habernos alcanzado?
       —No cabe la menor duda de que hubiera intentado asesinarme. Pero en este juego participamos dos. Lo que importa ahora es decidir si almorzamos aquí a una hora temprana o si corremos el riesgo de morir de inanición hasta poder comer en el restaurante de Newhaven.
       Aquella noche llegamos hasta Bruselas, donde pasamos dos días, y al tercer día estábamos en Estrasburgo. El lunes por la mañana Holmes telegrafió a la policía de Londres, y por la noche nos aguardaba ya una respuesta en el hotel. Holmes abrió el sobre y luego lanzó maldiciendo el papel a la chimenea.
       —¡Debía haberlo supuesto! —rezongó—. ¡Ha escapado!
       —¿Moriarty?
       —Han pillado a toda la banda menos a él. Se les ha escabullido. Al salir yo del país, no quedó nadie allí capaz de hacerle frente. Pero de veras pensé que les había puesto a este canalla en las manos. Lo mejor será que regrese usted a Inglaterra, Watson.
       —¿Por qué?
       —Porque ahora sería un compañero peligroso para usted. Este hombre lo ha perdido todo. Si vuelve a Londres está acabado. Si he interpretado correctamente su carácter, consagrará ahora todas sus energías a vengarse de mí. Eso afirmó en nuestra breve entrevista. Y creo que hablaba en serio. Le aconsejo de veras que regrese a su consultorio.
       No era un consejo que pudiera tener la más mínima posibilidad de éxito con un tipo como yo, que era a la vez un viejo combatiente y un viejo amigo. Estuvimos discutiendo la cuestión durante media hora en la salle-à-manger, y aquella misma noche reanudamos juntos el viaje y nos dirigimos a Ginebra.
       Pasamos una semana deliciosa merodeando por el valle del Ródano, y después, saliendo por Leuk, llegamos al puerto de montaña de Gemmi, aún cubierto de nieve, y luego, por Interlaken, hasta Meiringen. Fue un viaje encantador, con el delicado verde primaveral a nuestros pies y el virginal blanco invernal sobre nuestras cabezas. Pero yo me daba perfecta cuenta de que Holmes no olvidaba un solo instante la sombra que nos acechaba. Estuviéramos en los acogedores pueblos alpinos o en los solitarios puertos de montaña, yo advertía por las rápidas miradas escrutadoras que dirigía a los rostros de cuantos se cruzaban en nuestro camino su convicción de que no podíamos considerarnos en ninguna parte a salvo del peligro que nos amenazaba.
       Recuerdo que en cierta ocasión, mientras paseábamos por las melancólicas orillas del Daubensee, se desprendió un peñasco de la cresta de una montaña que quedaba a nuestra derecha, rodó ladera abajo y cayó con estrépito en el lago, justo a nuestra espalda. Un instante después, Holmes había escalado la cuesta y, de pie en la cima, escrutaba el paisaje en todas direcciones. En vano le aseguró nuestro guía que en aquel lugar el desprendimiento de piedras era bastante habitual en primavera. No dijo nada, pero me sonrió con el aire del hombre que acaba de comprobar que era cierto lo que había profetizado.
       Pero, a pesar de estar constantemente en guardia, no se deprimió en ningún momento. Al contrario, no recuerdo haberle visto nunca de tan buen humor. Se refirió una y otra vez al hecho de que, si tuviese la certeza de que la sociedad se libraba del profesor Moriarty, daría por felizmente concluida su carrera.
       —Creo poder afirmar, Watson, que mi vida no ha sido completamente inútil —comentó—. Si hoy se cerrara mi historial, sería capaz de examinarlo con ecuanimidad. El aire de Londres es más grato gracias a mí. En más de mil casos, no tengo conciencia de haber usado nunca mi capacidad al servicio del mal. Últimamente me tienta más examinar los problemas de la naturaleza que aquellos, más superficiales, de los que es responsable el artificioso estado de nuestra sociedad. Sus memorias alcanzarán su punto final, Watson, el día que corone mi carrera con la captura o la muerte del criminal más astuto y peligroso de Europa.
       Seré breve pero preciso en lo poco que queda por contar. No es un tema en el que me guste detenerme, pero soy consciente de que no debo omitir ningún detalle.
       Llegamos al pueblecito de Meiringen el 3 de mayo, y nos hospedamos en el Englischer Hof, regentado entonces por el viejo Peter Steiler. Nuestro hospedero era un hombre inteligente y hablaba perfectamente inglés, porque había trabajado tres años en el hotel Grosvenor de Londres como camarero. Siguiendo su consejo, salimos juntos el día 4 con la intención de cruzar las montañas y pasar la noche en la aldea de Rosenlaui. Nos dio instrucciones estrictas de no pasar junto a la catarata de Reichenbach, que queda a media altura de la colina, sin dar un pequeño rodeo para visitarla.
       Es, sin duda, un lugar aterrador. El torrente alimentado por las aguas del deshielo se precipita por un tremendo abismo, del que asciende el agua pulverizada que se asemeja a la humareda de una casa en llamas. El abismo en el que se precipita el río forma un cañón tremendo, flanqueado por rocas relucientes y negras como el carbón, que se va estrechando hasta constituir una espumosa fosa de profundidad incalculable, de la que el agua se desborda y salta con fuerza por encima de los dentados bordes. La enorme masa de agua que cae constantemente y la espesa nube de vapor que asciende incesante aturden con su estrépito y con su movimiento a quien las contempla. Nosotros permanecimos cerca del borde, observando el destello de las aguas al estrellarse contra las negras rocas y escuchando el alarido casi humano que ascendía del abismo con el agua vaporizada.
       El sendero trazaba un semicírculo para dar una vista completa de la catarata, pero terminaba bruscamente, y el viajero se veía obligado a retroceder sobre sus pasos. Dábamos, pues, media vuelta para regresar, cuando vimos que un joven suizo se acercaba corriendo con un carta en la mano. Iba dentro de un sobre del hotel que acabábamos de dejar y me la dirigía a mí el hospedero. Al parecer, a los pocos minutos de nuestra partida había llegado una señora inglesa en estado muy grave. Había pasado el invierno en Davos Platz y se disponía a reunirse con unos amigos suyos en Lucerna, cuando le sobrevino una repentina hemorragia. Creían que le quedaban solo unas horas de vida, pero sería un gran consuelo para ella ver a un médico inglés, de modo que, si yo quería regresar, etcétera. El bueno de Steiler me aseguraba en la posdata que consideraría que le hacía a él un gran favor, porque la mujer se negaba a que la atendiese un médico suizo, lo cual hacía recaer sobre él una enorme responsabilidad.
       Era difícil negarse a una petición de ese tipo. Me resultaba imposible negarme al ruego de una compatriota que agonizaba en tierras extrañas. Pero tenía reparos en abandonar a Holmes. Acordamos por fin que el joven mensajero suizo se quedaría con él como guía y acompañante mientras yo regresaba a Meiringen. Mi amigo me dijo que se quedaría un rato más en la cascada y que luego iría paseando por la colina hasta Rosenlaui, donde yo podría reunirme con él por la noche. Mientras me alejaba, vi a Holmes, con la espalda apoyada contra una roca y los brazos cruzados, observando el correr de las aguas. Era la última imagen que iba a tener de él.
       Cuando me hallaba cerca del final de la pendiente, volví la vista atrás. Era imposible, desde aquella posición, ver la catarata, pero sí podía ver la curva del sendero que conducía hasta ella. Recuerdo que un hombre caminaba apresuradamente por él. Pude distinguir su negra silueta dibujada contra el fondo verde.
       Tardé poco más de una hora en llegar a Meiringen. El viejo Steiler estaba de pie en el porche del hotel.
       —Bueno —le dije, acercándome presuroso—. Espero que la mujer no haya empeorado.
       Un gesto de extrañeza pasó por su cara, y me dio un vuelco el corazón al ver que parpadeaba sorprendido.
       —¿No ha escrito usted esto? —le pregunté, mientras me sacaba la carta del bolsillo—. ¿No hay una señora inglesa enferma en el hotel?
       —¡No, no la hay! —exclamó—. ¡Pero la carta viene en un sobre del hotel! Ah, debió escribirlo aquel inglés alto que llegó después de que ustedes se marcharan. Dijo que…
       Pero yo no esperé las explicaciones del hospedero. Corrí aterrado por las calles del pueblo, en dirección al sendero por el que acababa de bajar. El descenso me había llevado una hora. A pesar de todos mis esfuerzos, habían transcurrido otras dos cuando llegué de nuevo a la catarata de Reichenbach. En la roca donde había dejado a Holmes estaba todavía su bastón de montaña, pero de él no había rastro y fue inútil que le llamara a gritos. Obtuve por única respuesta el eco de mi propia voz al reverberar sucesivamente en los peñascos que me rodeaban. Fue ver aquel bastón lo que me dejó helado y enfermo. Probaba que Holmes no había ido a Rosenlaui. Se había quedado allí, en aquel sendero de tres pies de anchura, con un muro cortado a pico a sus espaldas y un abismo ante sus pies, hasta que le alcanzó su enemigo. También había desaparecido el joven suizo. Seguramente estaba pagado por Moriarty y había dejado solos a los dos hombres. Y después, ¿qué había sucedido? ¿Quién podría saber lo que había ocurrido después?
       Permanecí inmóvil un par de minutos para recuperarme, porque lo terrible del suceso me había anonadado. Después empecé a pensar en los métodos de Holmes, e intenté ponerlos en práctica para esclarecer la tragedia. ¡Resultó, por desdicha, muy fácil! Nosotros dos no habíamos llegado, mientras hablábamos, hasta el final del sendero, y el bastón indicaba el punto en que nos habíamos detenido. La humedad que despide la nube de vapor mantiene siempre blando el suelo negruzco y hasta un pájaro dejaría huellas en él. Había dos líneas de huellas claramente perceptibles en el sendero, las dos alejándose de mí. No había ninguna de regreso. A pocas yardas del final, el suelo estaba pisoteado y embarrado, y las cañas y helechos de alrededor habían sido arrancados o destrozados. Me tumbé boca abajo y miré hacia el fondo; las minúsculas partículas de agua pulverizada saltaban a mi alrededor. Había ido oscureciendo y solo podía distinguir, aquí y allá, el brillo de la humedad en las negras paredes y, muy abajo, al final del cañón, el resplandor de las aguas revueltas. Grité, pero solo llegó hasta mí el rugido casi humano de la cascada.
       Pero yo iba a recibir, a pesar de todo, unas últimas palabras de despedida de mi amigo y compañero. Como he dicho, su bastón había quedado apoyado en una roca que sobresalía junto al camino. Vi brillar algo sobre ella, alargué la mano y encontré la pitillera de plata que Holmes llevaba siempre consigo. Al cogerla, cayó al suelo ondeando un trozo de papel que había debajo. Lo desdoblé y vi que se trataba de tres hojas arrancadas de su bloc de notas, y dirigidas a mí. Era característico de mi amigo que la dirección estuviera tan clara y la letra fuera tan segura y precisa como si las hubiese escrito sentado en su despacho. Decían así:

    Mi querido Watson:
     Escribo estas pocas líneas por cortesía del señor Moriarty, que me espera para que entablemos la discusión final sobre las cuestiones que median entre nosotros. Me ha hecho un esbozo de los métodos de que se ha valido para esquivar a la policía inglesa y para mantenerse informado de nuestros movimientos. Esto confirma, desde luego, la elevada opinión que yo me había formado de su inteligencia. Me alegra pensar que podré liberar a la sociedad de los efectos que pudiera causar su presencia, aunque mucho me temo que hay que pagar un elevado precio y que esto apenará a mis amigos y especialmente a usted, querido Watson. De todos modos, ya le expliqué que mi carrera había alcanzado su cenit y que no podía imaginar para ella mejor final que este. De hecho, para serle sincero, yo estaba seguro de que la carta de Meiringen era falsa, y permití que usted se marchara porque preveía que iba a suceder algo así. Dígale al inspector Paterson que los documentos que necesita para la condena de la banda están en la carpeta M, dentro de un sobre azul y marcados con el nombre «Moriarty». Antes de salir de Inglaterra resolví todos mis asuntos y dejé los documentos relativos a mi herencia a mi hermano Mycroft. Le ruego transmita mis saludos a la señora Watson. Sinceramente suyo para siempre, querido amigo,
SHERLOCK HOLMES
       Bastarán unas palabras para redactar lo poco que aún queda por contar. Un examen realizado por expertos apenas si deja dudas de que la pelea entre aquellos dos hombres terminó, como solo podía terminar dada la situación, con la caída de ambos al abismo, abrazados el uno al otro. Resultaba inútil cualquier intento por recuperar los cadáveres y allí, en lo más hondo de aquella espantosa caldera de aguas revueltas y espuma efervescente, quedarán para siempre sepultados el más peligroso de los criminales y el más distinguido paladín de la justicia que haya tenido nuestra generación. Nada se supo del paradero del joven suizo, y no cabe duda de que era uno de los numerosos cómplices de Moriarty. En cuanto a la banda, el público recordará para siempre el modo en que las pruebas que Holmes había acumulado demostraron por completo la culpabilidad de todos sus miembros, y con cuánto peso cayó sobre ellos la mano de mi amigo, aún después de muerto. Pocos detalles salieron a la luz durante el proceso acerca de su terrible jefe y, si yo hoy me he visto obligado a exponer detalladamente su carrera, se debe a los individuos insensatos que han intentado reivindicar su memoria mediante ataques a aquel a quien siempre consideraré el mejor y más inteligente de los hombres que me ha sido dado conocer.

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