Llevábamos ya dos meses casados cuando me fue dado el observar que mi madre
seguía usando de las mismas mañas y de iguales malas artes que antes de que me
tuvieran encerrado. Me quemaba la sangre con su ademán, siempre huraño y como
despegado, con su conversación hiriente y siempre intencionada, con el tonillo de voz
que usaba para hablarme, en falsete y tan fingido como toda ella. A mi mujer, aunque
transigía con ella, ¡qué remedio la quedaba!, no la podía ver ni en pintura, y tan poco
disimulaba su malquerer que la Esperanza, un día que estaba ya demasiado cargada,
me planteó la cuestión en unas formas que pude ver que no otro arreglo sino el poner
la tierra por en medio podría llegar a tener. La tierra por en medio se dice cuando dos
se separan a dos pueblos distantes, pero, bien mirado, también se podría decir cuando
entre el terreno en donde uno pisa y el otro duerme hay veinte pies de altura...
Muchas vueltas me dio en la cabeza la idea de la emigración; pensaba en La Coruña,
o en Madrid, o bien más cerca, hacia la capital, pero el caso es que -¡quién sabe si por
cobardía, por falta de decisión!- la cosa la fui aplazando, aplazando, hasta que cuando
me lancé a viajar, con nadie que no fuese con mis mismas carnes, o con mi mismo
recuerdo, hubiera querido poner la tierra por en medio... La tierra que no fue bastante
grande para huir de mi culpa... La tierra que no tuvo largura ni anchura suficiente para
hacerse la mudó ante el clamor de mi propia conciencia...
Quería poner tierra entre mi sombra y yo, entre mi nombre y mi recuerdo y yo,
entre mis mismos cueros y mí mismo, este mí mismo del que, de quitarle la sombra y
el recuerdo, los nombres y los cueros, tan poco quedaría.
Hay ocasiones en las que más vale borrarse como un muerto, desaparecer de
repente como tragado por la tierra, deshilarse en el aire como el copo de humo.
Ocasiones que no se consiguen, pero que de conseguirse nos transformarían en
ángeles, evitarían el que siguiéramos enfangados en el crimen y el pecado, nos
liberarían de este lastre de carne contaminada del que, se lo aseguro, no volveríamos
a acordarnos para nada -tal horror le tomamos- de no ser que constantemente alguien
se encarga de que no nos olvidemos de él, alguien se preocupa de aventar sus escorias
para herirnos los olfatos del alma. ¡Nada hiede tanto ni tan mal como la lepra que lo
malo pasado deja por la conciencia, como el dolor de no salir del mal pudriéndonos ese
osario de esperanzas muertas, al poco de nacer, que -¡desde hace tanto tiempo ya!-
nuestra triste vida es!
La idea de la muerte llega siempre con paso de lobo, con andares de culebra, como
todas las peores imaginaciones. Nunca de repente llegan las ideas que nos trastornan;
lo repentino ahoga unos momentos, pero nos deja, al marchar, largos años de vida por
delante. Los pensamientos que nos enloquecen con la peor de las locuras, la de la
tristeza, siempre llegan poco a poco y como sin sentir, como sin sentir invade la niebla
los campos, o la tisis los pechos. Avanza, fatal, incansable, pero lenta, despaciosa,
regular como el pulso. Hoy no la notamos; a lo mejor mañana tampoco, ni pasado
mañana, ni en un mes entero. Pero pasa ese mes y empezamos a sentir amarga la
comida, como doloroso el recordar; ya estamos picados. Al correr de los días y las
noches nos vamos volviendo huraños, solitarios; en nuestra cabeza se cuecen las
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