Camilo José Cela
La familia de Pascual Duarte
Camilo José Cela (1916), uno de los escritores españoles
fundamentales del siglo XX, es autor de una extensa obra literaria,
que va del cuento, la poesía y los libros de viajes al ensayo, las
memorias, los artículos periodísticos, el cuento y la novela. Miembro
de la Real Academia Española de la Lengua, recibió en 1989 el
Premio Nobel de Literatura. Entre sus novelas destacan La familia
de Pascual Duarte, La colmena (publicada por El Mundo en la
colección Millenium I), Mazurca para dos muertos y Viaje a La Alcarria.
La familia de Pascual Duarte, publicada en 1942 e inscrita en el
llamado «tremendismo» literario, es la primera novela de Cela y la que inicia su
reconocimiento por parte de la crítica y el público. El novelista ofrece en estas
páginas la transcripción de las memorias de Pascual Duarte, un asesino que
espera la ejecución en la cárcel de Badajoz, avisando de que es « un modelo de
conductas», pero « un modelo para huirlo».
El famoso comienzo de estas memorias -«Yo, señor, no soy malo, aunque no
me faltarían motivos para serlo»- señala ya la congoja de un hombre que puede
ser tomado como una hiena o como un manso cordero, «acorralado y asustado
por la vida». Sucesivas desgracias van rompiendo el equilibrio de Pascual: la
muerte del padre por rabia, la del hermano tonto al ahogarse en una tinaja de
aceite, la del segundo hijo por un «mal aire traidor». Entonces, una extraña sed de
sangre le impulsa en los momentos más desafortunados a matar a quien le hace daño, ya sea animal o
persona. Una y otra vez parece que el destino le fuerza a actuar bárbaramente, olvidando con su terrible
fatalismo que había nacido para «rosa en un estercolero».
Esperando la muerte, junto con el frío ejercicio de la memoria que registra crímenes, injurias y huidas, le
invade a Pascual Duarte un rudo arrepentimiento, más intuitivo que racional, que no deja de ser sincero a
pesar de su ambigüedad. Terrible en su tremendismo, exacta en desvelar un alma desgraciada, la novela se
abre paso entre la sombría dureza de la vida, lacónica, impactante.
Prólogo
El famoso manuscrito autógrafo de La familia de Pascual Duarte fije fechado por
su autor el siete de enero de 1942, y en otro texto aparecido en la revista Bibliofilia
en marzo de 1951, «Andanzas europeas y americanas de Pascual Duarte y su
familia», Camilo José Cela nos proporciona un nuevo dato de primera mano:
«Pascual Duarte nació, para mí que soy su padre, el 28 de diciembre de 1942, día
de los Santos Inocentes, en un garaje que hay en la calle de Alenza, número 20, ya
casi al final y que se llama Continental-Auto. Esto de Continental-Auto es una línea
de autobuses que hace el servicio de Madrid a Burgos y de Burgos a Madrid,
llevando y trayendo viajeros, equipajes y paquetes». En la ciudad castellana
imprimía, efectivamente, la Editorial Aldecoa, la única que se animó a la empresa
después de varios intentos fallidos por parte del joven novelista ante otros editores,
los cuales perdieron así la ocasión de publicar la novela inaugural de la literatura
española posterior a la guerra civil.
Celebraremos pronto, pues, los primeros sesenta años de vida en la estampa de
esta novela que adquirió desde el mismo instante de su edición príncipe el rango de
hito histórico-literario alcanzable por contados textos narrativos, poéticos o teatrales.
Ciertamente, al margen de sus valores intrínsecos, de prosa y estructura, que son
muchos, se trata de una obra excepcional por lo que significa en la trayectoria de su
autor y en la literatura española escindida por la profunda trinchera de la guerra
civil y los exilios exteriores o interiores, los agostamientos, las sobrevaloraciones
oportunistas y los desconciertos posteriores.
Para Camilo José Cela representó entonces el paso de la poesía a la narrativa, y
su primer libro editado. El escritor, nacido en Iria-Flavia en 1916, había comenzado
a velar sus armas literarias en el Madrid de la inmediata preguerra como poeta
atento a las incitaciones surrealistas, que con tanta garra y originalidad había
vertido en Pisando la dudosa luz del día, un poemario inédito hasta 1945.
Cela se estrena, pues, cambiando de género, y con La familia de Pascual Duarte
obtiene el éxito de quien llega y besa el santo, avalado por la opinión de tan ilustre
patriarca de la novelística española como era Pío Baroja, quien, por cierto, no había
accedido a apadrinar la obra, desconcertado por su poética y revulsiva violencia:
«No, mire, si usted quiere que lo lleven a la cárcel vaya solo, que para eso es joven.
Yo no le prologo el libro».
En cuanto al papel de La familia de Pascual Duarte en el curso de la narrativa
española contemporánea, la opinión de los historiadores de la literatura es
coincidente. Marca la superación efectiva del hiato originado por la guerra, de cuyas
causas y consecuencias inmediatas -el enrarecido clima de convivencia incivil- se
convierte, por cierto, en pertinente metáfora, pero aporta también el enraizamiento
del débil tronco del realismo español posterior a Baraja -uno de los maestros
escogidos por Cela, junto a Quevedo y Valle-Inclán- en el inagotable hontanar de la
picaresca del siglo de oro, época literaria en cuyo conocimiento el autor había
profundizado durante su etapa formativa.
La familia de Pascual Duarte inaugura de hecho una vigorosa forma de realismo
existencial, más vitalista que filosófico, estéticamente matizado por un
expresionismo muy hispánico, que, además de ofrecer un cabal contrapunto a
L’Etranger de Albert Camus, impresa en el mismo año 1942, encuentra enseguida
eco y apoyo en otras de nuestras plumas más jóvenes.
Pero no menos admirable es que La familia de Pascual Duarte se resistiese a
verse convertida en mero monumento inerte, que ostenta desdeñoso su esencia
intemporal fosilizada (por así decirlo), y siga viva no solo para los lectores
españoles, que acaban de elegirla entre las diez mejores escritas en castellano
durante el siglo XX, sino para los de muchas otras lenguas. Cuando en 1968
Fernando Huarte Morton elaboró una primera bibliografía de sus ediciones y
traducciones fueron cincuenta y siete las referencias registradas. Veinticuatro años
después, su «recuento del cincuentenario (1942-1992)» aportaba ya doscientas
papeletas, de entre las cuales ochenta y cinco pertenecían a versiones a lenguas
muy diversas, entre ellas el chino, el hindi, el romanó, el serbocroata, el turco, el
hebreo, el japonés, el euskera, el esperanto, el gallego, el lituano o el latín, que
hacen de ella la novela española más traducida, junto a El Quijote. Se confirma así,
con la terquedad de los datos bibliográficos, una evidencia: que la novela de aquel
joven poeta prácticamente inédito que era Camilo José Cela en 1942 ya ha sentado
sus reales en ese territorio privilegiado de la literatura, en el único ámbito que, como
quería el Premio Nobel T. S. Eliot, vence las limitaciones humanas del espacio y el
tiempo.
La familia de Pascual Duarte significó, pues, el do de pecho precoz de un escritor
que probablemente había cambiado el rumbo de su creación a consecuencia de la
guerra civil, y que desde entonces situaría en el meollo de toda su literatura el
desgarrado carpetovetonismo de su obra primera. En el fondo se trata de una
búsqueda de la autenticidad. Cela, que alguna vez ha prometido desarrollar la tesis
de que un hombre sano no tiene ideas, para hallar lo esencial de las personas y
ponerlo en el centro de su literatura, prescinde de todos los perifollos y disfraces
culturales o sociales que pueden ocultarlo, y al término de su poda se encuentra con
lo escatológico, lo ruin, lo elemental, pero también con el sorprendente e inagotable
filón de los valores descarnadamente humanos.
En el origen de esta actitud, que en su pluma adquiere desde La familia de Pascual
Duarte matices estéticos singulares e irrepetibles, está el perspectivismo de Ortega,
que el mozo Camilo José, tísico convaleciente, leyó desde el alfa hasta el omega. El
filósofo había escrito en las páginas preliminares de El Espectador algo que nuestro
Nobel siempre ha tenido en cuenta: «Situado en el Escorial, claro que toma para mí
el mundo un semblante carpetovetónico». Mas Cela no es un pensador, sino antes
que otra cosa, y desde su primera juventud, todo un artista de la palabra. Así, aquel
desvelamiento de la esencia humana coincide, por su afán de ignorar lo superfluo,
con la búsqueda de la pureza del instrumento verbal que él siempre intenta, e
invariablemente consigue desde, precisamente, La familia de Pascual Duarte, la
historia de un criminal inocente contada por él mismo con las palabras justas, las
más verosímiles y convincentes, las más emocionadoras también. Por eso se ha
dicho de Cela que es un lírico disfrazado de humorista. Para el poeta los temas
posibles son pocos, continuamente reiterados. Y cuando a Cela se le preguntó sobre
la fórmula del humorista respondió así: «Escepticismo, siempre. Y crueldad y
caridad a teclas alternas». Fórmula que está en este párrafo de la dedicatoria a su
libro Tobogán de hambrientos: .Bienaventurados los Juan Lanas, los cabestros, los
que lloran como Magdalenas, los incomprendidos, los miserables, los tontos del
pueblo, los cagones, los presos: en el Evangelio de San Mateo se les consuela a
todos». Pascual Duarte, Pascualillo como le llamó su última víctima, el Conde de
Torremejía, en el trance de su asesinato, fue el primero de estos bienaventurados, y
sin duda seguirá siendo el más famoso de todos ellos.
Dedico esta edición a mis enemigos,
que tanto me han ayudado en mi carrera
Nota del transcriptor
Me parece que ha llegado la ocasión de dar a la imprenta las memorias de
Pascual Duarte. Haberlas dado antes hubiera sido quizás un poco precipitado; no
quise acelerarme en su preparación, porque todas las cosas quieren su tiempo,
incluso la corrección de la errada ortografía de un manuscrito, y porque a nada
bueno ha de concluir una labor trazada, como quien dice, a uña de caballo.
Haberlas dado después, no hubiera tenido, para mí, ninguna justificación; las cosas
deben ser mostradas una vez acabadas.
Encontradas, las páginas que a continuación transcribo, por mí y a mediados del
año 39, en una farmacia de Almendralejo -donde Dios sabe qué ignoradas manos
las depositaron- me he ido entreteniendo, desde entonces acá, en irlas traduciendo
y ordenando, ya que el manuscrito -en parte debido a la mala letra y en parte
también a que las cuartillas me las encontré sin numerar y no muy ordenadas-, era
punto menos que ilegible.
Quiero dejar bien patente desde el primer momento, que en la obra que hoy
presento al curioso lector no me pertenece sino la transcripción; no he corregido ni
añadido ni una tilde, porque he querido respetar el relato hasta en su estilo. He
preferido, en algunos pasajes demasiado crudos de la obra, usar de la tijera y
cortar por lo sano; el procedimiento priva, evidentemente, al lector de conocer
algunos pequeños detalles -que nada pierde con ignorar-; pero presenta, en cambio,
la ventaja de evitar el que recaiga la vista en intimidades incluso repugnantes,
sobre las que -repito- me pareció más conveniente la poda que el pulido.
El personaje, a mi modo de ver, y quizá por lo único que lo saco a la luz, es un
modelo de conductas; un modelo no para imitarlo, sino para huirlo; un modelo ante
el cual toda actitud de duda sobra; un modelo ante el que no cabe sino decir:
-¿Ves lo que hace? Pues hace lo contrario de lo que debiera.
Pero dejemos que hable Pascual Duarte, que es quien tiene cosas interesantes que
contarnos.
Carta anunciando el envío del original
Señor don Joaquín Barrera López.
Mérida.
Muy señor mío:
Usted me dispensará de que le envíe este largo relato en compañía de esta carta,
también larga para lo que es, pero como resulta que de los amigos de don Jesús
González de la Riva (que Dios haya perdonado, como a buen seguro él me perdonó a
mí) es usted el único del que guardo memoria de las señas, a usted quiero dirigirlo por
librarme de su compañía, que me quema sólo de pensar que haya podido escribirlo, y
para evitar el que lo tire en un momento de tristeza, de los que Dios quiere darme
muchos por estas fechas, y prive de esa manera a algunos de aprender lo que yo no
he sabido hasta que ha sido ya demasiado tarde.
Voy a explicarme un poco. Como desgraciadamente no se me oculta que mi
recuerdo más ha de tener de maldito que de cosa alguna, y como quiero descargar, en
lo que pueda, mi conciencia con esta pública confesión, que no es poca penitencia, es
por lo que me he inclinado a relatar algo de lo que me acuerdo de mi vida. Nunca fue
la memoria mi punto fuerte, y sé que es muy probable que me haya olvidado de
muchas cosas incluso interesantes, pero a pesar de ello me he metido a contar aquella
parte que no quiso borrárseme de la cabeza y que la mano no se resistió a trazar sobre
el papel, porque otra parte hubo que al intentar contarla sentía tan grandes arcadas en
el alma que preferí callármela y ahora olvidarla. Al empezar a escribir esta especie de
memorias me daba buena cuenta de que algo habría en mi vida -mi muerte, que Dios
quiera abreviar- que en modo alguno podría yo contar; mucho me dio que cavilar este
asuntillo y, por la poca vida que me queda, podría jurarle que en más de una ocasión
pensé desfallecer cuando la inteligencia no me esclarecía dónde debía poner punto
final. Pensé que lo mejor sería empezar y dejar el desenlace para cuando Dios quisiera
dejarme de la mano, y así lo hice; hoy, que parece que ya estoy aburrido de todos los
cientos de hojas que llené con mi palabrería, suspendo definitivamente el seguir
escribiendo para dejar a su imaginación la reconstrucción de lo que me quede todavía
de vida, reconstrucción que no ha de serle difícil, porque, a más de ser poco
seguramente, entre estas cuatro paredes no creo que grandes nuevas cosas me hayan
de suceder.
Me atosigaba, al empezar a redactar lo que le envío, la idea de que por aquellas
fechas ya alguien sabía si había de llegar al fin de mi relato, o dónde habría de cortar
si el tiempo que he gastado hubiera ido mal medido y esa seguridad de que mis actos
habían de ser, a la fuerza, trazados sobre surcos ya previstos, era algo que me sacaba
de quicio. Hoy, más cerca ya de la otra vida, estoy más resignado. Que Dios se haya
dignado darme su perdón.
Noto cierto descanso después de haber relatado todo lo que pasé, y hay momentos
en que hasta la conciencia quiere remorderme menos.
Confío en que usted sabrá entender lo que mejor no le digo, porque mejor no
sabría. Pesaroso estoy ahora de haber equivocado mi camino, pero ya ni pido perdón
en esta vida. ¿Para qué? Tal vez sea mejor que hagan conmigo lo que está dispuesto,
porque es más que probable que si no lo hicieran volviera a las andadas. No quiero
pedir el indulto, porque es demasiado lo malo que la vida me enseñó y mucha mi
flaqueza para resistir al instinto. Hágase lo que está escrito en el libro de los Cielos.
Reciba, señor don Joaquín, con este paquete de papel escrito, mi disculpa por
haberme dirigido a usted, y acoja este ruego de perdón que le envía, como si fuera el
mismo don Jesús, su humilde servidor.
Pascual Duarte
Cárcel de Badajoz, 15 de febrero de 1937.
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