LA VIDA DEL LAZARILLO DE TORMES: DE SUS FORTUNAS Y
ADVERSIDADES.
ANÓNIMO. 1554.
Prólogo
Yo por bien tengo que
cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas, vengan a noticia de
muchos y no se entierren en la sepultura del olvido, pues podría ser que alguno
que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite.
Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga
alguna cosa buena; mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno
no come, otro se pierde por ello. Y así vemos cosas tenidas en poco de algunos,
que de otros no lo son. Y esto para que ninguna cosa se debería romper ni echar
a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente
siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de ella algún fruto. Porque, si así no
fuese, muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y
quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y
lean sus obras y, si hay de qué, se las alaben. Y, a este propósito, dice
Tulio: «La honra cría las artes».
¿Quién piensa que el
soldado que es primero del escala tiene más aborrecido el vivir? No por cierto;
mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro; y así en las artes y
letras es lo mismo. Predica muy bien el presentado y es hombre que desea mucho
el provecho de las ánimas; mas pregunten a su merced si le pesa cuando le
dicen: «¡Oh, qué maravillosamente lo ha hecho vuestra reverencia!». Justó muy
ruinmente el señor don Fulano, y dio el sayete de armas al truhán, porque le
loaba de haber llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad?
Y todo va de esta
manera: que, confesando yo no ser más santo que mis vecinos, de esta nonada,
que en este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen
con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre
con tantas fortunas, peligros y adversidades.
Suplico a Vuestra
Merced reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico si su
poder y deseo se conformaran. Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y
relate el caso muy por extenso, parecióme no tomarle por el medio, sino del
principio, porque se tenga entera noticia de mi persona, y también porque
consideren los que heredaron nobles estados cuán poco se les debe, pues Fortuna
fue con ellos parcial, y cuánto más hicieron los que, siéndoles contraria, con
fuerza y maña remando, salieron a buen puerto.
Pues sepa Vuestra
Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé
González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi
nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre; y
fue de esta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una
molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más
de quince años; y, estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí,
tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido
en el río.
Pues siendo yo niño
de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales
de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y
padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el
Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada
contra moros, entre los cuales fue mi padre (que a la sazón estaba desterrado
por el desastre ya dicho), con cargo de acemilero de un caballero que allá fue.
Y con su señor, como leal criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como
sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno
de ellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una casilla y metióse a guisar
de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos
del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las
caballerizas.
Ella y un hombre
moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas
veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba
a la puerta en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo, al principio
de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que
tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo
bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que
nos calentábamos.
De manera que,
continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy
bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el
negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y
a mí blancos y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y, señalando con
el dedo, decía:
Yo, aunque bien
mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: «¡Cuántos debe
de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!».
Quiso nuestra fortuna
que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo,
y, hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para las
bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas
y sábanas de los caballos hacía perdidas; y, cuando otra cosa no tenía, las
bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi
hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de
los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando
a un pobre esclavo el amor le animaba a esto.
Y probósele cuanto
digo, y aún más; porque a mí con amenazas me preguntaban, y, como niño,
respondía y descubría cuanto sabía con miedo: hasta ciertas herraduras que por
mandado de mi madre a un herrero vendí.
Al triste de mi
padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre
el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho comendador no entrase ni
al lastimado Zaide en la suya acogiese.
Por no echar la soga
tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia. Y, por evitar
peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente
vivían en el mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se
acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen
mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me
mandaban.
En este tiempo vino a
posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestrarle, me
pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole cómo era hijo de un buen
hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que
ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me
tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano. Él respondió que así lo haría
y que me recibía, no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y
adestrar a mi nuevo y viejo amo.
Como estuvimos en
Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su
contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver
a mi madre, y, ambos llorando, me dio su bendición y dijo:
-Hijo, ya sé que no
te veré más. Procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo
te he puesto; válete por ti.
Salimos de Salamanca,
y, llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que
casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y,
allí puesto, me dijo:
Yo simplemente
llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra,
afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más
de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:
Parecióme que en
aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño, dormido estaba. Dije
entre mí: «Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo
soy, y pensar cómo me sepa valer».
Comenzamos nuestro
camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza. Y, como me viese de buen
ingenio, holgábase mucho y decía:
Y fue así, que,
después de Dios, éste me dio la vida, y, siendo ciego, me alumbró y adestró en
la carrera de vivir.
Huelgo de contar a
Vuestra Merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres
subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.
Pues, tornando al
bueno de mi ciego y contando sus cosas, Vuestra Merced sepa que, desde que Dios
crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila:
ciento y tantas oraciones sabía de coro; un tono bajo, reposado y muy sonable,
que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que, con
muy buen continente, ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca
ni ojos, como otros suelen hacer.
Allende de esto,
tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones
para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían; para las que
estaban de parto; para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen
bien. Echaba pronósticos a las preñadas si traían hijo o hija. Pues en caso de
medicina decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas, desmayos, males
de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le
decía:
Con esto andábase
todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decía creían. De
éstas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un
mes que cien ciegos en un año.
Mas también quiero
que sepa Vuestra Merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan
avariento ni mezquino hombre no vi; tanto, que me mataba a mí de hambre, y así
no me demediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi sutileza y buenas mañas
no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas, con todo su
saber y aviso, le contaminaba de tal suerte que siempre, o las más veces, me
cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales
contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.
Él traía el pan y
todas las otras cosas en un fardel de lienzo, que por la boca se cerraba con
una argolla de hierro y su candado y llave; y al meter de todas las cosas y
sacallas, era con tanta vigilancia y tan por contadero, que no bastara todo el
mundo a hacerle menos una migaja. Mas yo tomaba aquella lacería que él me daba,
la cual en menos de dos bocados era despachada. Después que cerraba el candado
y se descuidaba, pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco
de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba a coser,
sangraba el avariento fardel, sacando, no por tasa pan, más buenos pedazos,
torreznos y longaniza. Y así, buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la
chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba.
Todo lo que podía
sisar y hurtar traía en medias blancas, y, cuando le mandaban rezar y le daban
blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella,
cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que, por presto que
él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio.
Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era
blanca entera, y decía:
-¿Qué diablo es esto,
que, después que conmigo estás, no me dan sino medias blancas, y de antes una
blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha.
También él abreviaba
el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que, en
yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por cabo del capuz. Yo así lo hacía.
Luego él tornaba a dar voces diciendo:
Usaba poner cabe sí
un jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy de presto le asía y daba un par
de besos callados y tornábale a su lugar. Mas duróme poco, que en los tragos
conocía la falta, y, por reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el
jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así
trajese a sí como yo con una paja larga de centeno que para aquel menester
tenía hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino, lo
dejaba a buenas noches. Mas, como fuese el traidor tan astuto, pienso que me
sintió, y dende en adelante mudó propósito y asentaba su jarro entre las
piernas y atapábale con la mano, y así bebía seguro.
Yo, como estaba hecho
al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba
ni valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sutil,
y, delicadamente, con una muy delgada tortilla de cera, taparlo; y, al tiempo
de comer, fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a
calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y, al calor de ella luego
derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en
la boca, la cual yo de tal manera ponía, que maldita la gota se perdía. Cuando
el pobreto iba a beber, no hallaba nada. Espantábase, maldecíase, daba al
diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.
Tantas vueltas y
tientos dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo
disimuló como si no lo hubiera sentido.
Y luego otro día,
teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando el daño que me estaba
aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía; estando recibiendo
aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los
ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora
tenía tiempo de tomar de mí venganza, y con toda su fuerza, alzando con dos
manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como
digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada de esto se
guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente
me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima.
Fue tal el
golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los
pedazos de él se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me
quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé.
Desde aquella hora
quise mal al mal ciego, y, aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que
se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los
pedazos del jarro me había hecho, y, sonriéndose, decía:
-¿Qué te parece
Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud -y otros donaires que a mi gusto
no lo eran.
Ya que estuve medio
bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que, a pocos golpes tales,
el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar de él; mas no lo hice tan
presto, por hacello más a mi salvo y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi
corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal
ciego dende allí adelante me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome
coscorrones y repelándome.
Y en esto yo siempre
le llevaba por los peores caminos, y adrede, por hacerle mal y daño; si había
piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto; que, aunque yo no iba por lo más
enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía.
Con esto, siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el
cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y, aunque yo
juraba no hacerlo con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me
aprovechaba ni me creía, mas tal era el sentido y el grandísimo entendimiento
del traidor.
Y porque vea Vuestra
Merced a cuánto se extendía el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de
muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su
gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de
Toledo, porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase
a este refrán: «Más da el duro que el desnudo». Y vinimos a este camino por los
mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde
no, a tercero día hacíamos San Juan.
Acaeció que, llegando
a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le
dio un racimo de ellas en limosna. Y como suelen ir los cestos maltratados, y
también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo
en la mano. Para echarlo en el fardel, tornábase mosto, y lo que a él se
llegaba. Acordó de hacer un banquete, así por no poder llevarlo, como por
contentarme, que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos
en un valladar y dijo:
-Agora quiero yo usar
contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas y que
hayas de él tanta parte como yo. Partillo hemos de esta manera: tú picarás una
vez y yo otra, con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo
haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño.
Hecho así el
concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el traidor mudó propósito, y
comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como
vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aún
pasaba adelante: dos a dos y tres a tres y como podía las comía. Acabado el
racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano, y, meneando la cabeza, dijo:
1A lo cual yo no
respondí. Yendo que íbamos así por debajo de unos soportales, en Escalona
adonde a la sazón estábamos, en casa de un zapatero había muchas sogas y otras
cosas que de esparto se hacen, y parte de ellas dieron a mi amo en la cabeza.
El cual, alzando la mano, tocó en ellas, y viendo lo que era díjome:
Yo,
que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era y, como no vi sino sogas y
cinchas, que no era cosa de comer, díjele:
Y así pasamos
adelante por el mismo portal y llegamos a un mesón, a la puerta del cual había
muchos cuernos en la pared, donde ataban los recueros sus bestias, y como iba
tentando si era allí el mesón adonde él rezaba cada día por la mesonera la
oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con un gran suspiro dijo:
-¡Oh,
mala cosa, peor que tienes la hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre
sobre cabeza ajena y de cuán pocos tenerte ni aun oír tu nombre por ninguna
vía!
Y
así pasamos adelante hasta la puerta del mesón, adonde pluguiere a Dios nunca
allá llegáramos, según lo que me sucedió en él.
Era
todo lo más que rezaba por mesoneras y por bodegoneras y turroneras y rameras y
así por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir oración.
Mas, por no ser
prolijo, dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este
mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y, con él, acabar.
Estábamos en
Escalona, villa del duque de ella, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza
que le asase. Ya que la longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó
un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome
el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al
ladrón, y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y
tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí. Y como al presente
nadie estuviese, sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso,
habiéndoseme puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente
sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el
temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el
dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador,
el cual, mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas
al fuego, queriendo asar al que, de ser cocido, por sus deméritos había
escapado. Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza y,
cuando vine, hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado
el nabo, al cual aún no había conocido por no haberlo tentado con la mano. Como
tomase las rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la
longaniza, hallóse en frío con el frío nabo. Alteróse y dijo:
-¡Lacerado de mí!
-dije yo-. ¿Si queréis a mí echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno
estaba ahí y por burlar haría esto.
Yo torné a jurar y
perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues
a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la
cabeza y llegóse a olerme. Y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco,
por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba,
asiéndome con las manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente
metía la nariz. La cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el
enojo, se había aumentado un palmo; con el pico de la cual me llegó a la
golilla.
Y con esto, y con el
gran miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no
había hecho asiento en el estómago; y lo más principal: con el destiento de la
cumplidísima nariz, medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y
fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su
dueño. De manera que, antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal
alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que
su nariz y la negra mal mascada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.
¡Oh gran Dios, quién
estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje
del perverso ciego, que, si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la
vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos
cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta. Y
esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego
a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra
vez, así de la del jarro como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la
risa de todos tan grande, que toda la gente que por la calle pasaba entraba a
ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire contaba el ciego mis hazañas,
que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que hacía
sinjusticia en no reírselas.
Y en cuanto esto
pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice, por que me
maldecía, y fue no dejalle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello,
que la mitad del camino estaba andado; que con sólo apretar los dientes se me
quedaran en casa, y, con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor
mi estómago que retuvo la longaniza, y, no pareciendo ellas, pudiera negar la
demanda. ¡Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así!
Hiciéronnos amigos la
mesonera y los que allí estaban, y, con el vino que para beber le había traído,
laváronme la cara y la garganta. Sobre lo cual discantaba el mal ciego
donaires, diciendo:
-Por verdad, más vino
me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año, que yo bebo en dos. A lo
menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te
engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.
Y reían mucho los que
me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió
mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda
debía tener espíritu de profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice,
aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel día me dijo salirme tan
verdadero como adelante Vuestra Merced oirá.
Visto esto y las
malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo dejalle, y,
como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me
hizo afirmélo más. Y fue así que luego otro día salimos por la villa a pedir
limosna, y había llovido mucho la noche antes; y porque el día también llovía,
y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no
nos mojamos, mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:
-Lázaro, esta agua es
muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada
con tiempo.
-Tío, el arroyo va
muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos más aína sin mojarnos,
porque se estrecha allí mucho y, saltando, pasaremos a pie enjuto.
-Discreto eres, por
esto te quiero bien; llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que
agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados.
Yo que vi el aparejo
a mi deseo, saquéle de bajo de los portales y llevélo derecho de un pilar o
poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban
saledizos de aquellas casas, y dígole:
Como llovía recio y
el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua, que
encima de nos caía, y, lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el
entendimiento (fue por darme de él venganza), creyóse de mí, y dijo:
Yo le puse bien
derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste, como
quien espera tope de toro, y díjele:
Aun apenas lo había
acabado de decir, cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su
fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y
da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran
calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.
Y dejéle en poder de
mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomo la puerta de la villa en los
pies de un trote, y, antes de que la noche viniese, di conmigo en Torrijos. No
supe más lo que Dios de él hizo ni curé de saberlo.
Otro día, no
pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda, adonde me
toparon mis pecados con un clérigo, que, llegando a pedir limosna, me preguntó
si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad; que, aunque maltratado,
mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una de ellas fue ésta.
Finalmente, el clérigo me recibió por suyo.
Escapé del trueno y
di en el relámpago, porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con
ser la misma avaricia, como he contado. No digo más, sino que toda la lacería
del mundo estaba encerrada en éste: no sé si de su cosecha era o lo había
anejado con el hábito de clerecía.
Él tenía un arcaz
viejo y cerrado con su llave, la cual traía atada con un agujeta del paletoque.
Y en viniendo el bodigo de la iglesia, por su mano era luego allí lanzado y
tornada a cerrar el arca. Y en toda la casa no había ninguna cosa de comer,
como suele estar en otras algún tocino colgado al humero, algún queso puesto en
alguna tabla o en el armario, algún canastillo con algunos pedazos de pan que
de la mesa sobran; que me parece a mí que, aunque de ello no me aprovechara,
con la vista de ello me consolara.
Solamente había una
horca de cebollas, y tras la llave, en una cámara en lo alto de la casa. De
éstas tenía yo de ración una para cada cuatro días, y, cuando le pedía la llave
para ir por ella, si alguno estaba presente, echaba mano al falsopeto y con
gran continencia la desataba y me la daba diciendo:
Como si debajo de
ella estuvieran todas las conservas de Valencia, con no haber en la dicha
cámara, como dije, maldita la otra cosa que las cebollas colgadas de un clavo.
Las cuales él tenía tan bien por cuenta, que, si por malos de mis pecados me
desmandara a más de mi tasa, me costara caro. Finalmente, yo me finaba de
hambre.
Pues ya que conmigo
tenía poca caridad, consigo usaba más. Cinco blancas de carne era su ordinario
para comer y cenar. Verdad es que partía conmigo del caldo, que de la carne
¡tan blanco el ojo!, sino un poco de pan, y ¡pluguiera a Dios que me demediara!
Los sábados cómense
en esta tierra cabezas de carnero, y enviábame por una, que costaba tres
maravedís. Aquélla le cocía, y comía los ojos y la lengua y el cogote y sesos y
la carne que en las quijadas tenía, y dábame todos los huesos roídos, y
dábamelos en el plato, diciendo:
A cabo de tres
semanas que estuve con él vine a tanta flaqueza, que no me podía tener en las
piernas de pura hambre. Vime claramente ir a la sepultura, si Dios y mi saber
no me remediaran. Para usar de mis mañas no tenía aparejo, por no tener en qué
dalle salto. Y, aunque algo hubiera, no podía cegalle, como hacía al que Dios
perdone (si de aquella calabazada feneció), que todavía, aunque astuto, con
faltalle aquel preciado sentido, no me sentía; mas estotro, ninguno hay que tan
aguda vista tuviese como él tenía.
Cuando al ofertorio
estábamos, ninguna blanca en la concha caía, que no era de él registrada: el un
ojo tenía en la gente y el otro en mis manos. Bailábanle los ojos en el casco
como si fueran de azogue. Cuantas blancas ofrecían tenía por cuenta, y, acabado
el ofrecer, luego me quitaba la concha y la ponía sobre el altar.
No era yo señor de
asirle una blanca todo el tiempo que con él viví, o, por mejor decir, morí. De
la taberna nunca le traje una blanca de vino; mas aquel poco que de la ofrenda
había metido en su arcaz compasaba de tal forma que le duraba toda la semana
-Mira, mozo, los
sacerdotes han de ser muy templados en su comer y beber, y por esto yo no me
desmando como otros.
Mas el lacerado
mentía falsamente, porque en cofradías y mortuorios que rezamos, a costa ajena
comía como lobo y bebía más que un saludador.
Y porque dije de
mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui enemigo de la naturaleza humana sino
entonces. Y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba y aun rogaba a
Dios que cada día matase el suyo. Y cuando dábamos sacramento a los enfermos,
especialmente la extremaunción, como manda el clérigo rezar a los que están
allí, yo cierto no era el postrero de la oración, y con todo mi corazón y buena
voluntad rogaba al Señor, no que le echase a la parte que más servido fuese,
como se suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo.
Y cuando alguno de
éstos escapaba, ¡Dios me lo perdone!, que mil veces le daba al diablo; y el que
se moría, otras tantas bendiciones llevaba de mí dichas. Porque en todo el
tiempo que allí estuve, que serían casi seis meses, solas veinte personas
fallecieron, y éstas bien creo que las maté yo, o, por mejor decir, murieron a
mi recuesta; porque, viendo el Señor mi rabiosa y continua muerte, pienso que
holgaba de matarlos por darme a mí vida. Mas de lo que al presente padecía,
remedio no hallaba; que, si el día que enterrábamos yo vivía, los días que no
había muerto, por quedar bien vezado de la hartura, tornando a mi cotidiana
hambre, más lo sentía. De manera que en nada hallaba descanso, salvo en la
muerte, que yo también para mí, como para los otros deseaba algunas veces; mas
no la veía, aunque estaba siempre en mí.
Pensé muchas veces
irme de aquel mezquino amo; mas por dos cosas lo dejaba: la primera, por no me
atrever a mis piernas, por temer de la flaqueza que de pura hambre me venía; y
la otra, consideraba y decía: «Yo he tenido dos amos: el primero traíame muerto
de hambre y, dejándole, topé con este otro, que me tiene ya con ella en la
sepultura; pues si de éste desisto y doy en otro más bajo, ¿qué será, sino
fenecer?». Con esto no me osaba menear, porque tenía por fe que todos los
grados había de hallar más ruines. Y a abajar otro punto, no sonara Lázaro ni
se oyera en el mundo.
Pues estando en tal
aflicción, cual plega al Señor librar de ella a todo fiel cristiano, y sin
saber darme consejo, viéndome ir de mal en peor, un día que el cuitado, ruin y
lacerado de mi amo había ido fuera del lugar, llegóse acaso a mi puerta un
calderero, el cual yo creo que fue ángel enviado a mí por la mano de Dios en
aquel hábito. Preguntóme si tenía algo que adobar.
-Tío, una llave de
este arcaz he perdido, y temo mi señor me azote. Por vuestra vida, veáis si en
ésas que traéis hay alguna que le haga, que yo os lo pagaré.
Comenzó a probar el
angélico calderero una y otra de un gran sartal que de ellas traía, y yo
ayudalle con mis flacas oraciones. Cuando no me cato, veo en figura de panes,
como dicen, la cara de Dios dentro del arcaz, y, abierto, díjele:
Él tomó un bodigo de
aquéllos, el que mejor le pareció, y, dándome mi llave, se fue muy contento,
dejándome más a mí.
Mas no toqué en nada
por el presente, porque no fuese la falta sentida, y, aun porque me vi de tanto
bien señor, parecióme que la hambre no se me osaba allegar. Vino el mísero de
mi amo, y quiso Dios no miró en la oblada que el ángel había llevado.
Y otro día, en
saliendo de casa, abro mi paraíso panal y tomo entre las manos y dientes un
bodigo y en dos credos le hice invisible, no olvidándoseme el arca abierta. Y
comienzo a barrer la casa con mucha alegría, pareciéndome con aquel remedio
remediar dende en adelante la triste vida. Y así estuve con ello aquel día y
otro gozoso; mas no estaba en mi dicha que me durase mucho aquel descanso,
porque luego, al tercero día, me vino la terciana derecha. Y fue que veo a
deshora al que me mataba de hambre sobre nuestro arcaz, volviendo y
revolviendo, contando y tornando a contar los panes. Yo disimulaba, y en mi
secreta oración y devociones y plegarias decía: «¡San Juan y ciégale!»
-Si no tuviera a tan
buen recaudo esta arca, yo dijera que me habían tomado de ella panes; pero de
hoy más, sólo por cerrar la puerta a la sospecha, quiero tener buena cuenta con
ellos: nueve quedan y un pedazo.
Parecióme con lo que
dijo pasarme el corazón con saeta de montero y comenzóme el estómago a escarbar
de hambre, viéndose puesto en la dieta pasada. Fue fuera de casa. Yo, por
consolarme, abro el arca y, como vi el pan, comencélo de adorar, no osando
recebillo. Contélos, si a dicha el lacerado se errara, y hallé su cuenta más
verdadera que yo quisiera. Lo más que yo pude hacer fue dar en ellos mil besos,
y, lo más delicado que yo pude, del partido partí un poco al pelo que él
estaba, y con aquél pasé aquel día, no tan alegre como el pasado.
Mas, como la hambre
creciese, mayormente que tenía el estómago hecho a más pan aquellos dos o tres
días ya dichos, moría mala muerte; tanto, que otra cosa no hacía, en viéndome
solo, sino abrir y cerrar el arca y contemplar en aquella cara de Dios, que así
dicen los niños. Mas el mismo Dios, que socorre a los afligidos, viéndome en
tal estrecho, trajo a mi memoria un pequeño remedio, que, considerando entre
mí, dije: «Este arquetón es viejo y grande y roto por algunas partes, aunque
pequeños agujeros. Puédese pensar que ratones, entrando en él, hacen daño a
este pan. Sacarlo entero no es cosa conveniente, porque verá la falta el que en
tanta me hace vivir. Esto bien se sufre».
Y comienzo a
desmigajar el pan sobre unos no muy costosos manteles que allí estaban, y tomo
uno y dejo otro, de manera que, en cada cual, de tres o cuatro desmigajé su
poco. Después, como quien toma gragea, lo comí y algo me consolé. Mas él, como
viniese a comer y abriese el arca, vio el mal pesar y sin duda creyó ser
ratones los que el daño habían hecho, porque estaba muy al propio contrahecho
de como ellos lo suelen hacer. Miró todo el arcaz de un cabo a otro y viole
ciertos agujeros por do sospechaba habían entrado. Llamóme, diciendo:
Pusímonos a comer, y
quiso Dios que aun en esto me fue bien: que me cupo más pan que la lacería que
me solía dar, porque rayó con un cuchillo todo lo que pensó ser ratonado,
diciendo:
Y así, aquel día,
añadiendo la ración del trabajo de mis manos, o de mis uñas por mejor decir,
acabamos de comer, aunque yo nunca empezaba.
Y luego me vino otro
sobresalto, que fue verle andar solícito quitando clavos de las paredes y
buscando tablillas, con las cuales clavó y cerró todos los agujeros de la vieja
arca.
«¡Oh Señor mío -dije
yo entonces-, a cuánta miseria y fortuna y desastres estamos puestos los
nacidos, y cuán poco duran los placeres de esta nuestra trabajosa vida! Heme
aquí, que pensaba con este pobre y triste remedio remediar y pasar mi lacería,
y estaba ya cuanto que alegre y de buena ventura. Mas no quiso mi desdicha,
despertando a este lacerado de mi amo y poniéndole más diligencia de la que él
de suyo se tenía (pues los míseros por la mayor parte nunca de aquélla
carecen), agora, cerrando los agujeros del arca, cerrase la puerta a mi consuelo
y la abriese a mis trabajos».
Así lamentaba yo, en
tanto que mi solícito carpintero, con muchos clavos y tablillas, dio fin a sus
obras, diciendo:
De que salió de su
casa, voy a ver la obra, y hallé que no dejó en la triste y vieja arca agujero
ni aun por donde le pudiese entrar un mosquito. Abro con mi desaprovechada
llave, sin esperanza de sacar provecho, y vi los dos o tres panes comenzados,
los que mi amo creyó ser ratonados, y de ellos todavía saqué alguna lacería,
tocándolos muy ligeramente, a uso de esgrimidor diestro. Como la necesidad sea
tan gran maestra, viéndome con tanta siempre, noche y día estaba pensando la
manera que tendría en sustentar el vivir. Y pienso, para hallar estos negros
remedios, que me era luz la hambre, pues dicen que el ingenio con ella se
avisa, y al contrario con la hartura, y así era por cierto en mí.
Pues estando una
noche desvelado en este pensamiento, pensando cómo me podría valer y
aprovecharme del arcaz, sentí que mi amo dormía, porque lo mostraba con roncar
y en unos resoplidos grandes que daba cuando estaba durmiendo. Levantéme muy
quedito, y, habiendo en el día pensado lo que había de hacer y dejado un
cuchillo viejo que por allí andaba en parte do le hallase, voyme al triste
arcaz, y, por do había mirado tener menos defensa, le acometí con el cuchillo,
que a manera de barreno de él usé. Y como la antiquísima arca, por ser de
tantos años, la hallase sin fuerza y corazón, antes muy blanda y carcomida,
luego se me rindió y consintió en su costado, por mi remedio, un buen agujero.
Esto hecho, abro muy paso la llagada arca, y, al tiento, del pan que hallé
partido, hice según de yuso está escrito. Y con aquello algún tanto consolado,
tornando a cerrar, me volví a mis pajas, en las cuales reposé y dormí un poco,
lo cual yo hacía mal, y echábalo al no comer. Y así sería, porque cierto, en
aquel tiempo, no me debían de quitar el sueño los cuidados del rey de Francia.
Otro día fue por el
señor mi amo visto el daño, así del pan como del agujero que yo había hecho, y
comenzó a dar a los diablos los ratones y decir:
Y sin duda debía de
decir verdad, porque, si casa había de haber en el reino justamente de ellos
privilegiada, aquélla de razón había de ser, porque no suelen morar donde no
hay qué comer. Torna a buscar clavos por la casa y por las paredes, y tablillas
a atapárselos. Venida la noche y su reposo, luego yo era puesto en pie con mi
aparejo y, cuantos él tapaba de día, destapaba yo de noche.
En tal manera fue y
tal prisa nos dimos, que sin duda por esto se debió decir: «donde una puerta se
cierra, otra se abre». Finalmente, parecíamos tener a destajo la tela de
Penélope, pues, cuanto él tejía de día rompía yo de noche. Ca en pocos días y
noches pusimos la pobre despensa de tal forma que, quien quisiera propiamente
de ella hablar, más corazas viejas de otro tiempo, que no arcaz, la llamara,
según la clavazón y tachuelas sobre sí tenía.
-Este arcaz está tan
maltratado y es de madera tan vieja y flaca, que no habrá ratón a quien se
defienda. Y va ya tal que, si andamos más con él, nos dejará sin guarda. Y aun
lo peor, que, aunque hace poca, todavía hará falta faltando, y me pondrá en
costa de tres o cuatro reales. El mejor remedio que hallo, pues el de hasta
aquí no aprovecha: armaré por de dentro a estos ratones malditos.
Luego buscó prestada
una ratonera, y con cortezas de queso que a los vecinos pedía, contino el gato
estaba armado dentro del arca. Lo cual era para mí singular auxilio, porque,
puesto caso que yo no había menester muchas salsas para comer, todavía me
holgaba con las cortezas del queso que de la ratonera sacaba, y sin esto no
perdonaba el ratonar del bodigo.
Como hallase el pan
ratonado y el queso comido y no cayese el ratón que lo comía, dábase al diablo,
preguntaba a los vecinos qué podría ser comer el queso y sacarlo de la ratonera
y no caer ni quedar dentro el ratón, y hallar caída la trampilla del gato.
Acordaron los vecinos
no ser el ratón el que este daño hacía, porque no fuera menos de haber caído
alguna vez. Díjole un vecino:
-En vuestra casa yo
me acuerdo que solía andar una culebra, y ésta debe de ser sin duda. Y lleva
razón, que como es larga, tiene lugar de tomar el cebo, y, aunque la coja la
trampilla encima, como no entre toda dentro, tórnase a salir.
Cuadró a todos lo que
aquél dijo y alteró mucho a mi amo, y dende en adelante no dormía tan a sueño
suelto, que cualquier gusano de la madera que de noche sonase, pensaba ser la
culebra que le roía el arca. Luego era puesto en pie, y con un garrote que a la
cabecera, desde que aquello le dijeron, ponía, daba en la pecadora del arca
grandes garrotazos, pensando espantar la culebra. A los vecinos despertaba con
el estruendo que hacía, y a mí no me dejaba dormir. Íbase a mis pajas y
trastornábalas, y a mí con ellas, pensando que se iba para mí y se envolvía en
mis pajas o en mi sayo; porque le decían que de noche acaecía a estos animales,
buscando calor, irse a las cunas donde están criaturas, y aún mordellas y
hacerles peligrar.
-¿Esta noche, mozo,
no sentiste nada? Pues tras la culebra anduve, y aun pienso se ha de ir para ti
a la cama, que son muy frías y buscan calor.
De esta manera andaba
tan elevado y levantado del sueño, que, mi fe, la culebra (o culebro por mejor
decir) no osaba roer de noche ni levantarse al arca; mas de día, mientras
estaba en la iglesia o por el lugar, hacía mis saltos. Los cuales daños viendo
él, y el poco remedio que les podía poner, andaba de noche, como digo, hecho
trasgo.
Yo hube miedo que con
aquellas diligencias no me topase con la llave, que debajo de las pajas tenía,
y parecióme lo más seguro metella de noche en la boca, porque ya, desde que
viví con el ciego, la tenía tan hecha bolsa que me acaeció tener en ella doce o
quince maravedís, todo en medias blancas, sin que me estorbase el comer, porque
de otra manera no era señor de una blanca que el maldito ciego no cayese con
ella, no dejando costura ni remiendo que no me buscaba muy a menudo.
Pues, así como digo,
metía cada noche la llave en la boca y dormía sin recelo que el brujo de mi amo
cayese con ella; mas cuando la desdicha ha de venir, por demás es diligencia.
Quisieron mis hados, o por mejor decir mis pecados, que, una noche que estaba
durmiendo, la llave se me puso en la boca, que abierta debía tener, de tal
manera y postura que el aire y resoplo, que yo durmiendo echaba, salía por lo
hueco de la llave, que de cañuto era, y silbaba, según mi desastre quiso, muy
recio, de tal manera que el sobresaltado de mi amo lo oyó, y creyó sin duda ser
el silbo de la culebra, y cierto lo debía parecer.
Levantóse muy paso
con su garrote en la mano, y, al tiento y sonido de la culebra, se llegó a mí
con mucha quietud, por no ser sentido de la culebra. Y, como cerca se vio,
pensó que allí en las pajas, do yo estaba echado, al calor mío se había venido.
Levantando bien el palo, pensando tenerla debajo y darle tal garrotazo que la
matase, con toda su fuerza me descargó en la cabeza un tan gran golpe que sin
ningún sentido y muy mal descalabrado me dejó.
Como sintió que me
había dado, según yo debía hacer gran sentimiento con el fiero golpe, contaba
él que se había llegado a mí y, dándome grandes voces, llamándome, procuró
recordarme. Mas, como me tocase con las manos, tentó la mucha sangre que se me
iba, y conoció el daño que me había hecho. Y con mucha prisa fue a buscar
lumbre y, llegando con ella, hallóme quejando, todavía con mi llave en la boca,
que nunca la desamparé, la mitad fuera, bien de aquella manera que debía estar
al tiempo que silbaba con ella.
Espantado el matador
de culebras qué podría ser aquella llave, miróla sacándomela del todo de la
boca, y vio lo que era, porque en las guardas nada de la suya diferenciaba. Fue
luego a proballa, y con ella probó el maleficio. Debió de decir el cruel
cazador: «El ratón y culebra que me daban guerra y me comían mi hacienda he
hallado».
De lo que sucedió en
aquellos tres días siguientes ninguna fe daré, porque los tuve en el vientre de
la ballena, mas, de cómo esto que he contado oí, después que en mí torné, decir
a mi amo, el cual a cuantos allí venían lo contaba por extenso.
A cabo de tres días
yo torné en mi sentido, y vime echado en mis pajas, la cabeza toda emplastada y
llena de aceites y ungüentos, y, espantado, dije:
A esta hora entró una
vieja que ensalmaba, y los vecinos. Y comiénzanme a quitar trapos de la cabeza
y curar el garrotazo. Y, como me hallaron vuelto en mi sentido, holgáronse
mucho y dijeron:
Ahí tornaron de nuevo
a contar mis cuitas y a reírlas, y yo, pecador, a llorarlas. Con todo esto,
diéronme de comer, que estaba transido de hambre, y apenas me pudieron
demediar. Y así, de poco en poco, a los quince días me levanté y estuve sin
peligro (mas no sin hambre) y medio sano.
Luego otro día que
fui levantado, el señor mi amo me tomó por la mano y sacóme la puerta fuera y,
puesto en la calle, díjome:
-Lázaro, de hoy más
eres tuyo y no mío. Busca amo y vete con Dios, que yo no quiero en mi compañía
tan diligente servidor. No es posible sino que hayas sido mozo de ciego.
Y santiguándose de
mí, como si yo estuviera endemoniado, tórnase a meter en casa y cierra su
puerta.
Tratado
tercero
Cómo Lázaro se asentó con un escudero y
de lo que le acaeció con él
De esta manera me fue
forzado sacar fuerzas de flaqueza, y poco a poco, con ayuda de las buenas
gentes, di conmigo en esta insigne ciudad de Toledo, adonde, con la merced de
Dios, dende a quince días se me cerró la herida. Y, mientras estaba malo, siempre
me daban alguna limosna; mas, después que estuve sano, todos me decían:
«¿Y adónde se hallará
ése -decía yo entre mí-, si Dios agora de nuevo, como crió el mundo, no le
criase?»
Andando así
discurriendo de puerta en puerta, con harto poco remedio, porque ya la caridad
se subió al cielo, topóme Dios con un escudero que iba por la calle, con
razonable vestido, bien peinado, su paso y compás en orden. Miróme, y yo a él,
y díjome:
-Pues vente tras mí
-me respondió-, que Dios te ha hecho merced en topar conmigo; alguna buena
oración rezaste hoy.
Y seguíle, dando
gracias a Dios por lo que le oí, y también que me parecía, según su hábito y continente,
ser el que yo había menester.
Era de mañana cuando
éste mi tercero amo topé, y llevóme tras sí gran parte de la ciudad. Pasábamos
por las plazas do se vendía pan y otras provisiones. Yo pensaba, y aun deseaba,
que allí me quería cargar de lo que se vendía, porque ésta era propia hora
cuando se suele proveer de lo necesario, mas muy a tendido paso pasaba por
estas cosas.
De esta manera
anduvimos hasta que dio las once. Entonces se entró en la iglesia mayor, y yo
tras él, y muy devotamente le vi oír misa y los otros oficios divinos, hasta
que todo fue acabado y la gente ida. Entonces salimos de la iglesia. A buen
paso tendido comenzamos a ir por una calle abajo. Yo iba el más alegre del
mundo en ver que no nos habíamos ocupado en buscar de comer. Bien consideré que
debía ser hombre, mi nuevo amo, que se proveía en junto, y que ya la comida
estaría a punto y tal como yo la deseaba y aun la había menester.
En este tiempo dio el
reloj la una después de mediodía, y llegamos a una casa, ante la cual mi amo se
paró, y yo con él, y, derribando el cabo de la capa sobre el lado izquierdo,
sacó una llave de la manga y abrió su puerta y entramos en casa, la cual tenía
la entrada oscura y lóbrega, de tal manera que parece que ponía temor a los que
en ella entraban, aunque dentro de ella estaba un patio pequeño y razonables
cámaras.
Desque fuimos
entrados, quita de sobre sí su capa y, preguntando si tenía las manos limpias,
la sacudimos y doblamos y, muy limpiamente soplando un poyo que allí estaba, la
puso en él. Y hecho esto, sentóse cabo de ella, preguntándome muy por extenso
de dónde era y cómo había venido a aquella ciudad. Y yo le di más larga cuenta
que quisiera, porque me parecía más conveniente hora de mandar poner la mesa y
escudillar la olla que de lo que me pedía. Con todo eso, yo le satisfice de mi
persona lo mejor que mentir supe, diciendo mis bienes y callando lo demás,
porque me parecía no ser para en cámara. Esto hecho, estuvo así un poco, y yo
luego vi mala señal por ser ya casi las dos y no verle más aliento de comer que
a un muerto. Después de esto, consideraba aquel tener cerrada la puerta con
llave ni sentir arriba ni abajo pasos de viva persona por la casa. Todo lo que
yo había visto eran paredes, sin ver en ella silleta, ni tajo, ni banco, ni
mesa, ni aun tal arcaz como el de marras. Finalmente, ella parecía casa
encantada. Estando así, díjome:
-Pues, aunque de
mañana, yo había almorzado, y, cuando así como algo, hágote saber que hasta la
noche me estoy así. Por eso, pásate como pudieres, que después cenaremos.
Vuestra Merced crea,
cuando esto le oí, que estuve en poco de caer de mi estado, no tanto de hambre
como por conocer de todo en todo la fortuna serme adversa. Allí se me
representaron de nuevo mis fatigas y torné a llorar mis trabajos; allí se me
vino a la memoria la consideración que hacía cuando me pensaba ir del clérigo,
diciendo que, aunque aquel era desventurado y mísero, por ventura toparía con
otro peor. Finalmente, allí lloré mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte
venidera. Y con todo disimulando lo mejor que pude, le dije:
-Señor, mozo soy que
no me fatigo mucho por comer, bendito Dios. De eso me podré yo alabar entre
todos mis iguales por de mejor garganta, y así fui yo loado de ella hasta hoy
día de los amos que yo he tenido.
-Virtud es ésa -dijo
él-, y por eso te querré yo más, porque el hartar es de los puercos y el comer
regladamente es de los hombres de bien.
«¡Bien te he
entendido! -dije yo entre mí-. ¡Maldita tanta medicina y bondad como aquestos
mis amos que yo hallo hallan en la hambre!»
Púseme a un cabo del
portal y saqué unos pedazos de pan del seno, que me habían quedado de los de
por Dios. Él, que vio esto, díjome:
Yo lleguéme a él y
mostréle el pan. Tomóme él un pedazo, de tres que eran, el mejor y más grande,
y díjome:
Y como le sentí de
qué pie cojeaba, dime prisa, porque le vi en disposición, si acababa antes que
yo, se comediría a ayudarme a lo que me quedase. Y con esto acabamos casi a
una. Y mi amo comenzó a sacudir con las manos unas pocas de migajas, y bien
menudas, que en los pechos se le habían quedado. Y entró en una camareta que
allí estaba, y sacó un jarro desbocado y no muy nuevo, y, desque hubo bebido,
convidóme con él. Yo, por hacer del continente, dije:
Así estuvimos hasta
la noche, hablando en cosas que me preguntaba, a las cuales yo le respondí lo
mejor que supe. En este tiempo metióme en la cámara donde estaba el jarro de
que bebimos, y díjome:
Púseme de un cabo y
él de otro, e hicimos la negra cama, en la cual no había mucho que hacer,
porque ella tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual estaba tendida la
ropa, que, por no estar muy continuada a lavarse, no parecía colchón, aunque
servía de él, con harta menos lana que era menester. Aquél tendimos, haciendo
cuenta de ablandalle, lo cual era imposible, porque de lo duro mal se puede
hacer blando. El diablo del enjalma maldita la cosa tenía dentro de sí, que,
puesto sobre el cañizo, todas las cañas se señalaban y parecían a lo proprio
entrecuesto de flaquísimo puerco. Y sobre aquel hambriento colchón, un alfamar
del mismo jaez, del cual el color yo no pude alcanzar.
-Lázaro, ya es tarde,
y de aquí a la plaza hay gran trecho. También en esta ciudad andan muchos
ladrones, que, siendo de noche, capean. Pasemos como podamos, y mañana, venido
el día, Dios hará merced; porque yo, por estar solo, no estoy proveído, antes he
comido estos días por allá fuera. Mas agora hacerlo hemos de otra manera.
-Señor, de mí -dije
yo- ninguna pena tenga Vuestra Merced, que bien sé pasar una noche y aún más,
si es menester, sin comer.
-Vivirás más y más
sano -me respondió-, porque, como decíamos hoy, no hay tal cosa en el mundo
para vivir mucho que comer poco.
«Si por esa vía es
-dije entre mí-, nunca yo moriré, que siempre he guardado esa regla por fuerza,
y aún espero, en mi desdicha, tenella toda mi vida».
Y acostóse en la
cama, poniendo por cabecera las calzas y el jubón, y mandóme echar a sus pies,
lo cual yo hice; mas, maldito el sueño que yo dormí, porque las cañas y mis
salidos huesos en toda la noche dejaron de rifar y encenderse; que con mis
trabajos, males y hambre, pienso que en mi cuerpo no había libra de carne, y
también, como aquel día no había comido casi nada, rabiaba de hambre, la cual
con el sueño no tenía amistad. Maldíjeme mil veces (Dios me lo perdone), y a mi
ruin fortuna, allí lo más de la noche, y lo peor, no osándome revolver por no
despertalle, pedí a Dios muchas veces la muerte.
La mañana venida,
levantámonos, y comienza a limpiar y sacudir sus calzas y jubón y sayo y capa.
¡Y yo que le servía de pelillo! Y vísteseme muy a su placer de espacio. Echéle
aguamanos, peinóse y púsose su espada en el talabarte, y, al tiempo que la
ponía, díjome:
-¡Oh, si supieses,
mozo, qué pieza es ésta! No hay marco de oro en el mundo por que yo la diese;
mas así, ninguna de cuantas Antonio hizo no acertó a ponelle los aceros tan
prestos como ésta los tiene.
Tornóla a meter y
ciñósela, y un sartal de cuentas gruesas del talabarte. Y con un paso sosegado
y el cuerpo derecho, haciendo con él y con la cabeza muy gentiles meneos,
echando el cabo de la capa sobre el hombro y a veces so el brazo, y poniendo la
mano derecha en el costado, salió por la puerta, diciendo:
-Lázaro, mira por la
casa en tanto que voy a oír misa, y haz la cama y ve por la vasija de agua al
río, que aquí bajo está, y cierra la puerta con llave, no nos hurten algo, y
ponla aquí al quicio porque, si yo viniere en tanto, pueda entrar.
Y súbese por la calle
arriba con tan gentil semblante y continente, que quien no le conociera pensara
ser muy cercano pariente al conde de Arcos, o, al menos, camarero que le daba
de vestir.
«¡Bendito seáis Vos,
Señor -quedé yo diciendo- que dais la enfermedad y ponéis el remedio! ¿Quién
encontrará a aquel mi señor que no piense, según el contento de sí lleva, haber
anoche bien cenado y dormido en buena cama, y, aunque agora es de mañana, no le
cuenten por muy bien almorzado? ¡Grandes secretos son, Señor, los que vos
hacéis y las gentes ignoran! ¿A quién no engañará aquella buena disposición y
razonable capa y sayo? ¿Y quién pensará que aquel gentil hombre se pasó ayer
todo el día sin comer con aquel mendrugo de pan que su criado Lázaro trajo un
día y una noche en el arca de su seno, do no se le podía pegar mucha limpieza,
y hoy, lavándose las manos y cara, a falta de paño de manos, se hacía servir de
la halda del sayo? Nadie por cierto lo sospechará. ¡Oh Señor, y cuántos de
aquéstos debéis Vos tener por el mundo derramados, que padecen por la negra que
llaman honra, lo que por Vos no sufrirán!»
Así estaba yo a la
puerta, mirando y considerando estas cosas y otras muchas, hasta que el señor
mi amo traspuso la larga y angosta calle. Y, como lo vi trasponer, tornéme a
entrar en casa y en un credo la anduve toda, alto y bajo, sin hacer represa, ni
hallar en qué. Hago la negra dura cama y tomo el jarro y doy conmigo en el río,
donde en una huerta vi a mi amo en gran recuesta con dos rebozadas mujeres, al
parecer de las que en aquel lugar no hacen falta, antes muchas tienen por
estilo de irse a las mañanicas del verano a refrescar y almorzar sin llevar
qué, por aquellas frescas riberas, con confianza que no ha de faltar quién se
lo dé, según las tienen puestas en esta costumbre aquellos hidalgos del lugar.
Y como digo, él
estaba entre ellas hecho un Macías, diciéndoles más dulzuras que Ovidio
escribió. Pero, como sintieron de él que estaba bien enternecido, no se les
hizo de vergüenza pedirle de almorzar con el acostumbrado pago.
Él, sintiéndose tan
frío de bolsa cuanto caliente del estómago, tomóle tal calofrío que le robó la
color del gesto, y comenzó a turbarse en la plática y a poner excusas no
válidas. Ellas, que debían ser bien instituidas, como le sintieron la
enfermedad, dejáronle para el que era.
Yo, que estaba
comiendo ciertos tronchos de berzas, con los cuales me desayuné, con mucha
diligencia, como mozo nuevo, sin ser visto de mi amo, torné a casa. De la cual
pensé barrer alguna parte, que era bien menester; mas no hallé con qué. Púseme
a pensar qué haría, y parecióme esperar a mi amo hasta que el día demediase, y
si viniese y por ventura trajese algo que comiésemos; mas en vano fue mi
experiencia.
Desque vi ser las dos
y no venía y la hambre me aquejaba, cierro mi puerta y pongo la llave do mandó,
y tórnome a mi menester. Con baja y enferma voz y inclinadas mis manos en los
senos, puesto Dios ante mis ojos y la lengua en su nombre, comienzo a pedir pan
por las puertas y casas más grandes que me parecía. Mas como yo este oficio le
hubiese mamado en la leche (quiero decir que con el gran maestro, el ciego, lo
aprendí), tan suficiente discípulo salí, que, aunque en este pueblo no había
caridad, ni el año fuese muy abundante, tan buena maña me di, que, antes que el
reloj diese las cuatro, ya yo tenía otras tantas libras de pan ensiladas en el cuerpo,
y más de otras dos en las mangas y senos. Volvíme a la posada y, al pasar por
la tripería, pedí a una de aquellas mujeres, y diome un pedazo de uña de vaca
con otras pocas de tripas cocidas.
Cuando llegué a casa,
ya el bueno de mi amo estaba en ella, doblada su capa y puesta en el poyo, y él
paseándose por el patio. Como entré, vínose para mí. Pensé que me quería reñir
por la tardanza; mas mejor lo hizo Dios. Preguntóme dó venía. Yo le dije:
-Señor, hasta que dio
las dos estuve aquí, y de que vi que Vuestra Merced no venía, fuime por esa
ciudad a encomendarme a las buenas gentes, y hanme dado esto que veis.
Mostréle el pan y las
tripas, que en un cabo de la halda traía, a lo cual él mostró buen semblante, y
dijo:
-Pues, esperado te he
a comer, y, de que vi que no viniste, comí. Mas tú haces como hombre de bien en
eso, que más vale pedillo por Dios que no hurtallo. Y así Él me ayude, como
ello me parece bien, y solamente te encomiendo no sepan que vives conmigo por
lo que toca a mi honra; aunque bien creo que será secreto, según lo poco que en
este pueblo soy conocido. ¡Nunca a él yo hubiera de venir!
-De eso pierda,
señor, cuidado -le dije yo-, que maldito aquel que ninguno tiene de pedirme esa
cuenta ni yo de dalla.
-Agora, pues, come,
pecador, que, si a Dios place, presto nos veremos sin necesidad; aunque te digo
que, después que en esta casa entré, nunca bien me ha ido. Debe ser de mal
suelo, que hay casas desdichadas y de mal pie, que a los que viven en ellas
pegan la desdicha. Ésta debe de ser, sin duda, de ellas; mas yo te prometo,
acabado el mes, no quede en ella, aunque me la den por mía.
Sentéme al cabo del
poyo y, porque no me tuviese por glotón, callé la merienda. Y comienzo a cenar
y morder en mis tripas y pan, y, disimuladamente, miraba al desventurado señor
mío, que no partía sus ojos de mis faldas, que aquella sazón servían de plato.
Tanta lástima haya Dios de mí, como yo había de él, porque sentí lo que sentía,
y muchas veces había por ello pasado y pasaba cada día. Pensaba si sería bien comedirme
a convidalle; mas, por haberme dicho que había comido, temíame no aceptaría el
convite. Finalmente yo deseaba que el pecador ayudase a su trabajo del mío, y
se desayunase como el día antes hizo, pues había mejor aparejo, por ser mejor
la vianda y menos mi hambre.
Quiso Dios cumplir mi
deseo, y aun pienso que el suyo; porque como comencé a comer y él se andaba
paseando, llegóse a mí y díjome:
-Dígote, Lázaro, que
tienes en comer la mejor gracia que en mi vida vi a hombre, y que nadie te lo
verá hacer que no le pongas gana, aunque no la tenga.
-Señor, el buen
aparejo hace buen artífice. Este pan está sabrosísimo, y esta uña de vaca tan
bien cocida y sazonada que no habrá a quien no convide con su sabor.
Póngole en las uñas
la otra, y tres o cuatro raciones de pan de lo más blanco. Y asentóseme al lado
y comienza a comer como aquél que lo había gana, royendo cada huesecillo de
aquéllos mejor que un galgo suyo lo hiciera.
Pidióme el jarro del
agua y díselo como lo había traído. Es señal que, pues no le faltaba el agua,
que no le había a mi amo sobrado la comida. Bebimos, y muy contentos nos fuimos
a dormir, como la noche pasada.
Y por evitar
prolijidad, de esta manera estuvimos ocho o diez días, yéndose el pecador en la
mañana con aquel contento y paso contado a papar aire por las calles, teniendo
en el pobre Lázaro una cabeza de lobo.
Contemplaba yo muchas
veces mi desastre, que, escapando de los amos ruines que había tenido y
buscando mejoría, viniese a topar con quien no sólo no me mantuviese, mas a
quien yo había de mantener. Con todo, le quería bien, con ver que no tenía ni
podía más, y antes le había lástima que enemistad. Y muchas veces, por llevar a
la posada con que él lo pasase, yo lo pasaba mal. Porque una mañana,
levantándose el triste en camisa, subió a lo alto de la casa a hacer sus
menesteres y, en tanto yo, por salir de sospecha, desenvolvíle el jubón y las
calzas, que a la cabecera dejó, y hallé una bolsilla de terciopelo raso, hecha
cien dobleces y sin maldita la blanca ni señal que la hubiese tenido mucho
tiempo.
«Éste -decía yo- es
pobre, y nadie da lo que no tiene; mas el avariento ciego y el malaventurado
mezquino clérigo, que, con dárselo Dios a ambos, al uno de mano besada y al
otro de lengua suelta, me mataban de hambre, aquéllos es justo desamar y
aquéste es de haber mancilla».
Dios es testigo que
hoy día, cuando topo con alguno de su hábito con aquel paso y pompa, le he
lástima con pensar si padece lo que aquél le vi sufrir; al cual, con toda su
pobreza, holgaría de servir más que a los otros, por lo que he dicho. Sólo
tenía de él un poco de descontento: que quisiera yo que no tuviera tanta
presunción; mas que abajara un poco su fantasía con lo mucho que subía su
necesidad. Mas, según me parece, es regla ya entre ellos usada y guardada:
aunque no haya cornado de trueco ha de andar el birrete en su lugar. El Señor lo
remedie, que ya con este mal han de morir.
Pues, estando yo en
tal estado, pasando la vida que digo, quiso mi mala fortuna, que de perseguirme
no era satisfecha, que en aquella trabajada y vergonzosa vivienda no durase. Y
fue, como el año en esta tierra fuese estéril de pan, acordaron el Ayuntamiento
que todos los pobres extranjeros se fuesen de la ciudad, con pregón que el que
de allí adelante topasen fuese punido con azotes. Y así, ejecutando la ley,
desde a cuatro días que el pregón se dio, vi llevar una procesión de pobres
azotando por las Cuatro Calles. Lo cual me puso tan gran espanto que nunca osé
desmandarme a demandar.
Aquí viera, quien
vello pudiera, la abstinencia de mi casa y la tristeza y silencio de los
moradores, tanto que nos acaeció estar dos o tres días sin comer bocado ni
hablar palabra. A mí diéronme la vida unas mujercillas hilanderas de algodón,
que hacían bonetes y vivían par de nosotros, con las cuales yo tuve vecindad y
conocimiento. Que, de la lacería que les traían, me daban alguna cosilla, con
la cual muy pasado me pasaba.
Y no tenía tanta
lástima de mí como del lastimado de mi amo, que en ocho días maldito el bocado
que comió. A lo menos en casa bien los estuvimos sin comer. No sé yo cómo o
dónde andaba y qué comía. ¡Y velle venir a mediodía la calle abajo con estirado
cuerpo, más largo que galgo de buena casta! Y por lo que toca a su negra que
dicen honra, tomaba una paja, de las que aun asaz no había en casa, y salía a
la puerta escarbando los que nada entre sí tenían, quejándose todavía de aquel
mal solar, diciendo:
-Malo está de ver,
que la desdicha de esta vivienda lo hace. Como ves, es lóbrega, triste, oscura.
Mientras aquí estuviéremos, hemos de padecer. Ya deseo se acabe este mes por
salir de ella.
Pues estando en esta
afligida y hambrienta persecución, un día, no sé por cuál dicha o ventura, en
el pobre poder de mi amo entró un real, con el cual él vino a casa tan ufano
como si tuviera el tesoro de Venecia, y con gesto muy alegre y risueño me lo
dio, diciendo:
-Toma, Lázaro, que
Dios ya va abriendo su mano. Ve a la plaza y merca pan y vino y carne:
¡quebremos el ojo al diablo! Y más te hago saber, porque te huelgues: que he
alquilado otra casa y en ésta desastrada no hemos de estar más de en cumpliendo
el mes. ¡Maldita sea ella y el que en ella puso la primera teja, que con mal en
ella entré! Por nuestro Señor, cuanto ha que en ella vivo, gota de vino ni
bocado de carne no he comido, ni he habido descanso ninguno; mas ¡tal vista
tiene y tal oscuridad y tristeza! Ve y ven presto y comamos hoy como condes.
Tomo mi real y jarro
y, a los pies dándoles prisa, comienzo a subir mi calle encaminando mis pasos
para la plaza, muy contento y alegre. Mas, ¿qué me aprovecha, si está
constituido en mi triste fortuna que ningún gozo me venga sin zozobra? Y así
fue éste, porque, yendo la calle arriba, echando mi cuenta en lo que le
emplearía que fuese mejor y más provechosamente gastado, dando infinitas
gracias a Dios que a mi amo había hecho con dinero, a deshora me vino al
encuentro un muerto, que por la calle abajo muchos clérigos y gente que en unas
andas traían. Arriméme a la pared por darles lugar, y, desque el cuerpo pasó,
venía luego a par del lecho una que debía ser su mujer del difunto, cargada de
luto, y con ella otras muchas mujeres; la cual iba llorando a grandes voces y
diciendo:
-Marido y señor mío,
¿adónde os me llevan? ¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y
oscura, a la casa donde nunca comen ni beben!
Dejo el camino que
llevaba, y hendí por medio de la gente, y vuelvo por la calle abajo a todo el
más correr que pude para mi casa. Y entrando en ella, cierro a grande priesa,
invocando el auxilio y favor de mi amo, abrazándome de él, que me venga a
ayudar y a defender la entrada. El cual, algo alterado, pensando que fuese otra
cosa, me dijo:
-Aquí arriba lo
encontré y venía diciendo su mujer: «Marido y señor mío, ¿adónde os llevan? ¡A
la casa lóbrega y oscura, a la casa triste y desdichada, a la casa donde nunca
comen ni beben!». Acá, señor, nos le traen.
Y ciertamente, cuando
mi amo esto oyó, aunque no tenía por qué estar muy risueño, rió tanto que muy
gran rato estuvo sin poder hablar. En este tiempo tenía ya yo echada el aldaba
a la puerta y puesto el hombro en ella por más defensa. Pasó la gente con su
muerto, y yo todavía me recelaba que nos le habían de meter en casa. Y, desque
fue ya más harto de reír que de comer, el bueno de mi amo, díjome:
-Verdad es, Lázaro,
según la viuda lo va diciendo, tú tuviste razón de pensar lo que pensaste; mas,
pues Dios lo ha hecho mejor y pasan adelante, abre, abre y ve por de comer.
Al fin vino mi amo a
la puerta de la calle, y ábrela esforzándome, que bien era menester, según el
miedo y alteración, y me torno a encaminar. Mas, aunque comimos bien aquel día,
maldito el gusto yo tomaba en ello. Ni en aquellos tres días torné en mi color.
Y mi amo, muy risueño todas las veces que se le acordaba aquella mi
consideración.
De esta manera estuve
con mi tercero y pobre amo, que fue este escudero, algunos días, y en todos
deseando saber la intención de su venida y estada en esta tierra; porque, desde
el primer día que con él asenté, le conocí ser extranjero, por el poco
conocimiento y trato que con los naturales de ella tenía.
Al fin se cumplió mi
deseo y supe lo que deseaba; porque, un día que habíamos comido razonablemente
y estaba algo contento, contóme su hacienda y díjome ser de Castilla la Vieja,
y que había dejado su tierra no más de por no quitar el bonete a un caballero,
su vecino.
-Señor -dije yo-, si
él era lo que decía y tenía más que vos, ¿no errábades en no quitárselo
primero, pues decís que él también os lo quitaba?
-Sí es y sí tiene, y
también me lo quitaba él a mí; mas, de cuantas veces yo se le quitaba primero,
no fuera malo comedirse él alguna y ganarme por la mano.
-Paréceme, señor -le
dije yo-, que en eso no mirara, mayormente con mis mayores que yo y que tienen
más.
-Eres muchacho -me
respondió- y no sientes las cosas de honra, en que el día de hoy está todo el
caudal de los hombres de bien. Pues te hago saber que yo soy, como ves, un
escudero; mas ¡vótote a Dios!, si al Conde topo en la calle y no me quita muy
bien quitado del todo el bonete, que otra vez que venga, me sepa yo entrar en
una casa, fingiendo yo en ella algún negocio, o atravesar otra calle, si la
hay, antes que llegue a mí, por no quitárselo. Que un hidalgo no debe a otro
que a Dios y al rey nada, ni es justo, siendo hombre de bien, se descuide un
punto de tener en mucho su persona. Acuérdome que un día deshonré en mi tierra
a un oficial y quise poner en él las manos, porque cada vez que le topaba, me
decía: «Mantenga Dios a Vuestra Merced». «Vos, don villano ruin -le dije yo-,
¿por qué no sois bien criado? ¿Manténgaos Dios, me habéis de decir, como si
fuese quienquiera?» De allí adelante, de aquí acullá, me quitaba el bonete y
hablaba como debía.
-¡Mira, mucho de
enhoramala! -dijo él-. A los hombres de poca arte dicen eso; mas a los más
altos, como yo, no les han de hablar menos de: «Beso las manos de Vuestra
Merced», o por lo menos: «Bésoos, señor, las manos», si el que me habla es
caballero. Y así, de aquél de mi tierra que me atestaba de mantenimiento, nunca
más le quise sufrir, ni sufriría ni sufriré a hombre del mundo, del rey abajo,
que: «Manténgaos Dios», me diga.
«Pecador de mí -dije
yo-, por eso tiene tan poco cuidado de mantenerte, pues no sufres que nadie se
lo ruegue».
-Mayormente -dijo-
que no soy tan pobre que no tengo en mi tierra un solar de casas, que, a estar
ellas en pie y bien labradas, dieciséis leguas de donde nací, en aquella
Costanilla de Valladolid, valdrían más de doscientas veces mil maravedís, según
se podrían hacer grandes y buenas. Y tengo un palomar que, a no estar derribado
como está, daría cada año más de doscientos palominos. Y otras cosas que me
callo, que dejé por lo que tocaba a mi honra; y vine a esta ciudad pensando que
hallaría un buen asiento; mas no me ha sucedido como pensé. Canónigos y señores
de la iglesia muchos hallo; mas es gente tan limitada que no los sacarán de su
paso todo el mundo. Caballeros de media talla también me ruegan; mas servir a
éstos es gran trabajo, porque de hombre os habéis de convertir en malilla, y,
si no, «andad con Dios» os dicen. Y las más veces son los pagamentos a largos
plazos, y las más y las más ciertas, comido por servido. Ya, cuando quieren
reformar consciencia y satisfaceros vuestros sudores, sois librado en la
recámara, en un sudado jubón o raída capa o sayo. Ya, cuando asienta un hombre
con un señor de título, todavía pasa su lacería. Pues por ventura ¿no hay en mí
habilidad para servir y contentar a éstos? Por Dios, si con él topase, muy gran
su privado pienso que fuese, y que mil servicios le hiciese, porque yo sabría
mentille tan bien como otro y agradalle a las mil maravillas. Reílle ya mucho
sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las mejores del mundo; nunca
decille cosa con que le pesase, aunque mucho le cumpliese; ser muy diligente en
su persona, en dicho y hecho; no me matar por no hacer bien las cosas que él no
había de ver, y ponerme a reñir, donde él lo oyese, con la gente de servicio,
porque pareciese tener gran cuidado de lo que a él tocaba. Si riñese con algún
su criado, dar unos puntillos agudos para encenderle la ira y que pareciesen en
favor del culpado; decirle bien de lo que bien le estuviese y, por el
contrario, ser malicioso, mofador, malsinar a los de casa, y a los de fuera
pesquisar y procurar de saber vidas ajenas para contárselas, y otras muchas
galas de esta calidad que hoy día se usan en palacio y a los señores de él
parecen bien; y no quieren ver en sus casas hombres virtuosos, antes los
aborrecen y tienen en poco y llaman necios y que no son personas de negocios,
ni con quien el señor se puede descuidar. Y con éstos los astutos usan, como
digo, el día de hoy, de lo que yo usaría; mas no quiere mi ventura que le
halle.
De esta manera
lamentaba tan bien su adversa fortuna mi amo, dándome relación de su persona
valerosa.
Pues, estando en
esto, entró por la puerta un hombre y una vieja. El hombre le pide el alquiler
de la casa y la vieja el de la cama. Hacen cuenta, y de dos en dos meses le
alcanzaron lo que él en un año no alcanzara. Pienso que fueron doce o trece
reales. Y él les dio muy buena respuesta: que saldría a la plaza a trocar una
pieza de a dos y que a la tarde volviesen; mas su salida fue sin vuelta.
Por manera que a la
tarde ellos volvieron; mas fue tarde. Yo les dije que aún no era venido. Venida
la noche y él no, yo hube miedo de quedar en casa solo, y fuime a las vecinas y
contéles el caso y allí dormí.
Venida la mañana, los
acreedores vuelven y preguntan por el vecino; mas a esta otra puerta. Las
mujeres le responden:
Ellos me preguntaron
por él, y díjele que no sabía adónde estaba, y que tampoco había vuelto a casa
desque salió a trocar la pieza, y que pensaba que de mí y de ellos se había ido
con el trueco.
De que esto me oyeron,
van por un alguacil y un escribano. Y helos do vuelven luego con ellos, y toman
la llave, y llámanme, y llaman testigos, y abren la puerta y entran a embargar
la hacienda de mi amo hasta ser pagados de su deuda. Anduvieron toda la casa y
halláronla desembarazada, como he contado, y dícenme:
-Sin duda -dicen
ellos- esta noche lo deben de haber alzado y llevado a alguna parte. Señor
alguacil, prended a este mozo, que él sabe dónde está.
Yo, como en otra tal
no me hubiese visto (porque asido del collar sí había sido muchas e infinitas
veces, mas era mansamente de él trabado, para que mostrase el camino al que no
veía), yo hube mucho miedo y, llorando, prometíle de decir lo que me
preguntaban.
-Señores -dije yo-,
lo que este mi amo tiene, según él me dijo, es un muy buen solar de casas y un
palomar derribado.
-Bien está -dicen
ellos-; por poco que eso valga, hay para nos entregar de la deuda. ¿Y a qué
parte de la ciudad tiene eso? -me preguntaron.
-Señores, éste es un
niño inocente y ha pocos días que está con ese escudero y no sabe de él más que
vuestras mercedes; sino cuanto el pecadorcico se llega aquí a nuestra casa, y
le damos de comer lo que podemos por amor de Dios, y a las noches se iba a
dormir con él.
Vista mi inocencia,
dejáronme, dándome por libre. Y el alguacil y el escribano piden al hombre y a
la mujer sus derechos. Sobre lo cual tuvieron gran contienda y ruido, porque
ellos alegaron no ser obligados a pagar, pues no había de qué ni se hacía el
embargo. Los otros decían que habían dejado de ir a otro negocio, que les importaba
más, por venir a aquél.
Finalmente, después
de dadas muchas voces, al cabo carga un porquerón con el viejo alfamar de la
vieja, aunque no iba muy cargado, allá van todos cinco dando voces. No sé en
qué paró. Creo yo que el pecador alfamar pagara por todos. Y bien se empleaba,
pues el tiempo que había de reposar y descansar de los trabajos pasados, se
andaba alquilando.
Así, como he contado,
me dejó mi pobre tercero amo, do acabé de conocer mi ruin dicha, pues,
señalándose todo lo que podía contra mí, hacía mis negocios tan al revés, que
los amos, que suelen ser dejados de los mozos, en mí no fuese así, mas que mi
amo me dejase y huyese de mí.
Cómo Lázaro se asentó con un fraile de
la Merced, y de lo que le acaeció con él
Hube de buscar el
cuarto, y éste fue un fraile de la Merced, que las mujercillas que digo me
encaminaron, al cual ellas le llamaban pariente. Gran enemigo del coro y de
comer en el convento, perdido por andar fuera, amicísimo de negocios seglares y
visitar, tanto que pienso que rompía él más zapatos que todo el convento. Éste
me dio los primeros zapatos que rompí en mi vida; mas no me duraron ocho días,
ni yo pude con su trote durar más. Y por esto, y por otras cosillas que no digo,
salí de él.
Cómo Lázaro se asentó con un buldero, y
de las cosas que con él pasó
En el quinto por mi
ventura di, que fue un buldero, el más desenvuelto y desvergonzado, y el mayor
echador de ellas que jamás yo vi ni ver espero, ni pienso nadie vio, porque
tenía y buscaba modos y maneras y muy sutiles invenciones.
En entrando en los
lugares do habían de presentar la bula, primero presentaba a los clérigos o
curas algunas cosillas, no tampoco de mucho valor ni sustancia: una lechuga
murciana, si era por el tiempo, un par de limas o naranjas, un melocotón, un
par de duraznos, cada sendas peras verdiñales. Así procuraba tenerlos
propicios, porque favoreciesen su negocio y llamasen sus feligreses a tomar la
bula. Ofreciéndosele a él las gracias, informábase de la suficiencia de ellos.
Si decían que entendían, no hablaba palabra en latín por no dar tropezón; mas
aprovechábase de un gentil y bien cortado romance y desenvoltísima lengua. Y si
sabía que los dichos clérigos eran de los reverendos, digo que más con dineros
que con letras y con reverendas se ordenan, hacíase entre ellos un santo Tomás,
y hablaba dos horas en latín, a lo menos que lo parecía, aunque no lo era.
Cuando por bien no le
tomaban las bulas, buscaba cómo por mal se las tomasen. Y para aquello hacía
molestias al pueblo, y otras veces con mañosos artificios. Y porque todos los
que le veía hacer sería largo de contar, diré uno muy sutil y donoso, con el
cual probaré bien su suficiencia.
En un lugar de la
Sagra de Toledo había predicado dos o tres días, haciendo sus acostumbradas
diligencias, y no le habían tomado bula ni, a mi ver, tenían intención de
tomársela. Estaba dado al diablo con aquello y, pensando qué hacer, se acordó
de convidar al pueblo para otro día de mañana despedir la bula.
Y esa noche, después
de cenar, pusiéronse a jugar la colación él y el alguacil. Y sobre el juego
vinieron a reñir y a haber malas palabras. Él llamó al alguacil ladrón y el
otro a él falsario. Sobre esto, el señor comisario, mi señor, tomó un lanzón,
que en el portal do jugaban estaba. El alguacil puso mano a su espada, que en
la cinta tenía. Al ruido y voces que todos dimos, acuden los huéspedes y
vecinos, y métense en medio. Y ellos, muy enojados, procurándose de
desembarazar de los que en medio estaban, para matarse. Mas, como la gente al
gran ruido cargase, y la casa estuviese llena de ella, viendo que no podían
afrentarse con las armas, decíanse palabras injuriosas, entre las cuales el
alguacil dijo a mi amo que era falsario y las bulas que predicaba eran falsas.
Finalmente, que los
del pueblo, viendo que no bastaban a ponellos en paz, acordaron de llevar al
alguacil de la posada a otra parte. Y así quedó mi amo muy enojado. Y, después
que los huéspedes y vecinos le hubieron rogado que perdiese el enojo y se fuese
a dormir, se fue y así nos echamos todos.
La mañana venida, mi
amo se fue a la iglesia y mandó tañer a misa y al sermón para despedir la bula.
Y el pueblo se juntó, el cual andaba murmurando de las bulas, diciendo cómo
eran falsas y que el mismo alguacil, riñendo, lo había descubierto. De manera
que, atrás que tenían mala gana de tomalla, con aquello del todo la
aborrecieron.
El señor comisario se
subió al púlpito, y comienza su sermón y a animar la gente que no quedasen sin
tanto bien y indulgencia como la santa bula traía.
Estando en lo mejor
del sermón, entra por la puerta de la iglesia el alguacil y, desque hizo
oración, levantóse y, con voz alta y pausada, cuerdamente comenzó a decir:
-Buenos hombres,
oídme una palabra, que después oiréis a quien quisiéredes. Yo vine aquí con
este echacuervo que os predica, el cual me engañó, y dijo que le favoreciese en
este negocio, y que partiríamos la ganancia. Y agora, visto el daño que haría a
mi conciencia y a vuestras haciendas, arrepentido de lo hecho, os declaro
claramente que las bulas que predica son falsas, y que no le creáis ni las
toméis y que yo, directe ni indirecte, no soy
parte en ellas, y que desde agora dejo la vara y doy con ella en el suelo. Y,
si en algún tiempo éste fuere castigado por la falsedad, que vosotros me seáis
testigos cómo yo no soy con él ni le doy a ello ayuda; antes os desengaño y
declaro su maldad. -Y acabó su razonamiento.
Algunos hombres
honrados que allí estaban se quisieron levantar y echar al alguacil fuera de la
iglesia, por evitar escándalo; mas mi amo les fue a la mano y mandó a todos
que, so pena de excomunión, no le estorbasen; mas que le dejasen decir todo lo
que quisiese. Y así, él también tuvo silencio mientras el alguacil dijo todo lo
que he dicho. Como calló, mi amo le preguntó si quería decir más que lo dijese.
El alguacil dijo:
El señor comisario se
hincó de rodillas en el púlpito y, puestas las manos y mirando al cielo, dijo
así:
-Señor Dios, a quien
ninguna cosa es escondida, antes todas manifiestas, y a quien nada es
imposible, antes todo posible: tú sabes la verdad y cuán injustamente yo soy
afrentado. En lo que a mí toca, yo le perdono, porque Tú, Señor, me perdones.
No mires a aquél, que no sabe lo que hace ni dice; mas la injuria a ti hecha te
suplico, y por justicia te pido no disimules. Porque alguno que está aquí, que
por ventura pensó tomar aquesta santa bula, y dando crédito a las falsas
palabras de aquel hombre, lo dejará de hacer. Y pues es tanto perjuicio del prójimo,
te suplico yo, Señor, no lo disimules; mas luego muestra aquí milagro, y sea de
esta manera: que, si es verdad lo que aquél dice y que yo traigo maldad y
falsedad, este púlpito se hunda conmigo y meta siete estados debajo de tierra,
do él ni yo jamás parezcamos; y, si es verdad lo que yo digo y aquél,
persuadido del demonio, por quitar y privar a los que están presentes de tan
gran bien, dice maldad, también sea castigado y de todos conocida su malicia.
Apenas había acabado
su oración el devoto señor mío, cuando el negro alguacil cae de su estado y da
tan gran golpe en el suelo que la iglesia toda hizo resonar, y comenzó a bramar
y echar espumajos por la boca y torcella, y hacer visajes con el gesto, dando
de pie y de mano, revolviéndose por aquel suelo a una parte y a otra.
El estruendo y voces
de la gente era tan grande, que no se oían unos a otros. Algunos estaban
espantados y temerosos. Unos decían: «El Señor le socorra y valga». Otros:
«Bien se le emplea, pues levantaba tan falso testimonio».
Finalmente, algunos
que allí estaban, y a mi parecer no sin harto temor, se llegaron y le trabaron
de los brazos, con los cuales daba fuertes puñadas a los que cerca de él
estaban. Otros le tiraban por las piernas y tuvieron reciamente, porque no
había mula falsa en el mundo que tan recias coces tirase. Y así le tuvieron un
gran rato. Porque más de quince hombres estaban sobre él y a todos daba las
manos llenas y, si se descuidaban, en los hocicos.
A todo esto el señor
mi amo estaba en el púlpito de rodillas, las manos y los ojos puestos en el
cielo, transportado en la divina esencia, que el planto y ruido y voces, que en
la iglesia había, no eran parte para apartalle de su divina contemplación.
Aquellos buenos
hombres llegaron a él y, dando voces le despertaron y le suplicaron quisiese
socorrer a aquel pobre que estaba muriendo y que no mirase a las cosas pasadas
ni a sus dichos malos, pues ya dellos tenía el pago; mas, si en algo podría
aprovechar para librarle del peligro y pasión que padecía, por amor de Dios lo
hiciese, pues ellos veían clara la culpa del culpado y la verdad y bondad suya,
pues a su petición y venganza el Señor no alargó el castigo.
El señor comisario,
como quien despierta de un dulce sueño, los miró y miró al delincuente y a
todos los que alrededor estaban, y muy pausadamente les dijo:
-Buenos hombres,
vosotros nunca habíades de rogar por un hombre en quien Dios tan señaladamente
se ha señalado; mas, pues Él nos manda que no volvamos mal por mal y perdonemos
las injurias, con confianza podremos suplicarle que cumpla lo que nos manda, y
Su Majestad perdone a éste que le ofendió poniendo en su santa fe obstáculo.
Vamos todos a suplicalle.
Y así, bajó del
púlpito y encomendó a que muy devotamente suplicasen a nuestro Señor tuviese
por bien de perdonar a aquel pecador y volverle en su salud y sano juicio y
lanzar de él el demonio, si Su Majestad había permitido que por su gran pecado
en él entrase.
Todos se hincaron de
rodillas y delante del altar, con los clérigos, comenzaban a cantar con voz baja
una letanía; y viniendo él con la cruz y agua bendita, después de haber sobre
él cantado, el señor mi amo, puestas las manos al cielo y los ojos que casi
nada se le parecía, sino un poco de blanco, comienza una oración no menos larga
que devota, con la cual hizo llorar a toda la gente, como suelen hacer en los
sermones de Pasión, de predicador y auditorio devoto, suplicando a Nuestro
Señor, pues no quería la muerte del pecador, sino su vida y arrepentimiento,
que aquél, encaminado por el demonio y persuadido de la muerte y pecado, le
quisiese perdonar y dar vida y salud, para que se arrepintiese y confesase sus
pecados.
Y esto hecho, mandó
traer la bula y púsosela en la cabeza. Y luego el pecador del alguacil comenzó
poco a poco a estar mejor y tornar en sí. Y desque fue bien vuelto en su
acuerdo, echóse a los pies del señor comisario y, demandándole perdón, confesó
haber dicho aquello por la boca y mandamiento del demonio; lo uno, por hacer a
él daño y vengarse del enojo; lo otro, y más principal, porque el demonio
recibía mucha pena del bien que allí se hiciera en tomar la bula.
El señor mi amo le
perdonó, y fueron hechas las amistades entre ellos. Y a tomar la bula hubo
tanta prisa, que casi ánima viviente en el lugar no quedó sin ella: marido y
mujer, y hijos y hijas, mozos y mozas.
Divulgóse la nueva de
lo acaecido por los lugares comarcanos y, cuando a ellos llegábamos, no era
menester sermón ni ir a la iglesia, que a la posada la venían a tomar, como si
fueran peras que se dieran de balde. De manera que, en diez o doce lugares de
aquellos alrededores donde fuimos, echó el señor mi amo otras tantas mil bulas
sin predicar sermón.
Cuando él hizo el
ensayo, confieso mi pecado, que también fui de ello espantado, y creí que así
era, como otros muchos; mas con ver después la risa y burla que mi amo y el
alguacil llevaban y hacían del negocio, conocí cómo había sido industriado por
el industrioso y inventivo de mi amo.
2Acaeciónos en otro
lugar, el cual no quiero nombrar por su honra, lo siguiente: y fue que mi amo
predicó dos o tres sermones, y dó a Dios la bula tomaban. Visto por el
astuto de mi amo lo que pasaba, y que aunque decía se fiaban por un año no
aprovechaba, y que estaban tan rebeldes en tomarla, y que su trabajo era
perdido, hizo tocar las campanas para despedirse y, hecho su sermón y despedido
desde el púlpito, ya que se quería abajar, llamó al escribano y a mí, que iba
cargado con unas alforjas, y hízonos llegar al primer escalón, y tomó al
alguacil las que en las manos llevaba, y las que yo tenía en las alforjas
púsolas junto a sus pies, y tornóse a poner en el púlpito con cara alegre, y
arrojar desde allí de diez en diez y de veinte en veinte de sus bulas hacia
todas partes diciendo:
-Hermanos
míos, tomad, tomad de las gracias que Dios os envía hasta vuestras casas, y no
os duela, pues es obra tan pía la redención de los cautivos cristianos que
están en tierra de moros, porque no renieguen nuestra santa fe y vayan a las
penas del infierno, siquiera ayudalles con vuestra limosna y con cinco Pater
nostres y cinco Ave Marías, para que salgan de cautiverio. Y aun también
aprovechan para los padres y hermanos y deudos que tenéis en el Purgatorio,
como lo veréis en esta santa bula.
Como
el pueblo las vio así arrojar, como cosa que la daba de balde y ser venida de
la mano de Dios, tomaban a más tomar, aun para los niños de la cuna y para
todos sus difuntos, contando desde los hijos hasta el menor criado que tenían,
contándolos por los dedos. Vímonos en tanta prisa, que a mí aínas me acabaron
de romper un pobre y viejo sayo que traía, de manera que certifico a Vuestra
Merced que en poco más de una hora no quedó bula en las alforjas y fue
necesario ir a la posada por más.
Acabados
de tomar todos, dijo mi amo desde el púlpito a su escribano y al del Concejo
que se levantasen, y para que se supiese quién eran los que habían de gozar de
la santa indulgencia y perdones de la santa bula y para que él diese buena
cuenta a quien le había enviado, se escribiesen.
Y
así, luego todos de muy buena voluntad decían las que habían tomado, contando
por orden los hijos y criados y difuntos.
Hecho
su inventario, pidió a los alcaldes que, por caridad, porque él tenía que hacer
en otra parte, mandasen al escribano le diese autoridad del inventario y
memoria de las que allí quedaban, que según decía el escribano eran más de dos
mil.
Hecho
esto, él se despidió con mucha paz y amor, y así nos partimos de este lugar. Y
aun, antes que nos partiésemos, fue preguntando él por el
teniente cura del lugar y por los regidores si la bula aprovechaba para las
criaturas que estaban en el vientre de sus madres. A lo cual él respondió,
según las letras que él había estudiado, que no, que lo fuesen a preguntar a
los doctores más antiguos que él y que esto era lo que sentía en este negocio.
-¿Qué
os parece, cómo a estos villanos, que con sólo decir cristianos viejos somos,
sin hacer obras de caridad, se piensan salvar, sin poner nada de su hacienda?
Pues, por vida del licenciado Pascasio Gómez, que a su costa se saquen más de
diez cautivos.
Y
así nos fuimos hasta otro lugar de aquel, cabo de Toledo, hacia la Mancha que
se dice, adonde topamos otros más obstinados en tomar bulas. Hechas mi amo y
los demás que íbamos nuestras diligencias, en dos fiestas que allí estuvimos,
no se habían echado treinta bulas. Visto por mi amo la gran perdición y la
mucha costa que traía, y el ardideza que el sutil de mi amo tuvo para hacer
despender sus bulas fue que este día dijo la misa mayor y, después de acabado
el sermón y vuelto al altar, tomó una cruz que traía de poco más de un palmo, y
en un brasero de lumbre que encima del altar había, el cual habían traído para
calentarse las manos, porque hacía gran frío, púsole detrás del misal, sin que
nadie mirase en ello. Y allí, sin decir nada, puso la cruz encima la lumbre y,
ya que hubo acabado la misa y echada la bendición, tomóla con un pañizuelo bien
envuelta la cruz en la mano derecha y en la otra la bula, y así se bajó hasta
la postrera grada del altar, adonde hizo que besaba la cruz. E
hizo señal que viniesen adorar la cruz. Y así vinieron los alcaldes los
primeros y los más ancianos del lugar, viniendo uno a uno, como se usa. Y el
primero que llegó, que era un alcalde viejo, aunque él le dio a besar la cruz
bien delicadamente, se abrasó los rostros y se quitó presto afuera. Lo cual visto
por mi amo, le dijo:
Cuando
él vio que los rostriquemados bastaban para testigos del milagro, no la quiso dar
más a besar. Subióse al pie del altar y de allí decía cosas maravillosas,
diciendo que por la poca caridad que había en ellos había Dios permitido aquel
milagro, y que aquella cruz había de ser llevada a la santa iglesia mayor de su
obispado, que por la poca caridad que en el pueblo había, la cruz ardía.
Fue
tanta la prisa que hubo en el tomar de la bula, que no bastaban dos escribanos
ni los clérigos ni sacristanes a escribir. Creo de cierto que se tomaron más de
tres mil bulas, como tengo dicho a Vuestra Merced.
Después,
al partir, él fue con gran reverencia, como es razón, a tomar la santa cruz,
diciendo que le había de hacer engastonar en oro, como era razón. Fue rogado
mucho del Concejo y clérigos del lugar les dejase allí aquella santa cruz, por
memoria del milagro allí acaecido. Él en ninguna manera lo quería hacer, y al
fin, rogado de tantos, se la dejó; con que le dieron otra cruz vieja que
tenían, antigua, de plata, que podrá pesar dos o tres libras, según decían.
Y
así nos partimos alegres con el buen trueque y con haber
negociado bien. En todo no vio nadie lo susodicho, sino yo, porque me subía par
del altar para ver si había quedado algo en las ampollas, para ponello en
cobro, como otras veces yo lo tenía de costumbre, y como allí me vio, púsose el
dedo en la boca, haciéndome señal que callase. Yo así lo hice, por que me
cumplía, aunque, después que vi el milagro, no cabía en mí por echallo fuera,
sino que el temor de mi astuto amo no me lo dejaba comunicar con nadie, ni
nunca de mí salió, porque me tomó juramento que no descubriese el milagro y así
lo hice hasta agora.
Y, aunque muchacho,
cayóme mucho en gracia, y dije entre mí: «¡Cuántas de éstas deben hacer estos
burladores entre la inocente gente!».
Finalmente, estuve
con este mi quinto amo cerca de cuatro meses, en los cuales pasé también hartas
fatigas, aunque me daba bien de comer, a costa de los curas y otros
clérigos do iba a predicar.
Cómo Lázaro se asentó con un capellán,
y lo que con él pasó
Después de esto,
asenté con un maestro de pintar panderos, para molelle los colores, y también
sufrí mil males.
Siendo ya en este
tiempo buen mozuelo, entrando un día en la iglesia mayor, un capellán de ella
me recibió por suyo, y púsome en poder un asno y cuatro cántaros y un azote, y
comencé a echar agua por la ciudad. Éste fue el primer escalón que yo subí para
venir a alcanzar buena vida, porque mi boca era medida. Daba cada día a mi amo
treinta maravedís ganados, y los sábados ganaba para mí, y todo lo demás, entre
semana, de treinta maravedís.
Fueme tan bien en el
oficio que, al cabo de cuatro años que lo usé, con poner en la ganancia buen
recaudo, ahorré para vestirme muy honradamente de la ropa vieja, de la cual
compré un jubón de fustán viejo, y un sayo raído de manga trenzada y puerta, y
una capa que había sido frisada, y una espada de las viejas primeras de
Cuéllar. Desque me vi en hábito de hombre de bien, dije a mi amo se tomase su
asno, que no quería más seguir aquel oficio.
Cómo Lázaro se asentó con un alguacil,
y de lo que le acaeció con él
Despedido del
capellán, asenté por hombre de justicia con un alguacil; mas muy poco viví con
él, por parecerme oficio peligroso. Mayormente que una noche nos corrieron a mí
y a mi amo a pedradas y a palos unos retraídos. Y a mi amo, que esperó,
trataron mal; mas a mí no me alcanzaron. Con esto renegué del trato.
Y pensando en qué
modo de vivir haría mi asiento, por tener descanso y ganar algo para la vejez,
quiso Dios alumbrarme y ponerme en camino y manera provechosa. Y con favor que tuve
de amigos y señores, todos mis trabajos y fatigas hasta entonces pasados fueron
pagados con alcanzar lo que procuré, que fue un oficio real, viendo que no hay
nadie que medre, sino los que le tienen.
En el cual el día de
hoy vivo y resido a servicio de Dios y de Vuestra Merced. Y es que tengo cargo
de pregonar los vinos que en esta ciudad se venden, y en almonedas y cosas
perdidas, acompañar los que padecen persecuciones por justicia y declarar a
voces sus delitos: pregonero, hablando en buen romance.
3En el cual oficio, un
día que ahorcábamos un apañador en Toledo, y llevaba una buena soga de esparto,
conocí y caí en la cuenta de la sentencia que aquel mi ciego amo había dicho en
Escalona, y me arrepentí del mal pago que le di, por lo mucho que me enseñó,
que, después de Dios, él me dio industria para llegar al estado que ahora
estoy.
Hame sucedido tan
bien, y yo le he usado tan fácilmente, que casi todas las cosas al oficio
tocantes pasan por mi mano, tanto que, en toda la ciudad, el que ha de echar
vino a vender, o algo, si Lázaro de Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de
no sacar provecho.
En este tiempo,
viendo mi habilidad y buen vivir, teniendo noticia de mi persona el señor
arcipreste de San Salvador, mi señor, y servidor y amigo de Vuestra Merced,
porque le pregonaba sus vinos, procuró casarme con una criada suya. Y visto por
mí que de tal persona no podía venir sino bien y favor, acordé de hacerlo. Y
así, me casé con ella, y hasta agora no estoy arrepentido, porque, allende de
ser buena hija y diligente servicial, tengo en mi señor arcipreste todo favor y
ayuda. Y siempre en el año le da, en veces, al pie de una carga de trigo; por
las Pascuas, su carne; y cuando el par de los bodigos, las calzas viejas que
deja. E hízonos alquilar una casilla par de la suya; los domingos y fiestas
casi todas las comíamos en su casa.
Mas malas lenguas,
que nunca faltaron ni faltarán, no nos dejan vivir, diciendo no sé qué y sí sé
qué, de que ven a mi mujer irle a hacer la cama y guisalle de comer. Y mejor
les ayude Dios, que ellos dicen la verdad, 4aunque en este tiempo siempre he tenido
alguna sospechuela y habido algunas malas cenas por esperalla algunas noches
hasta las laudes, y aún más, y se me ha venido a la memoria lo que a mi amo el
ciego me dijo en Escalona, estando asido del cuerno; aunque, de verdad, siempre
pienso que el diablo me lo trae a la memoria por hacerme malcasado, y no le
aprovecha.
Porque allende de no
ser ella mujer que se pague de estas burlas, mi señor me ha prometido lo que
pienso cumplirá; que él me habló un día muy largo delante de ella y me dijo:
-Lázaro de Tormes,
quien ha de mirar a dichos de malas lenguas nunca medrará. Digo esto, porque no
me maravillaría alguno, viendo entrar en mi casa a tu mujer y salir de ella.
Ella entra muy a tu honra y suya. Y esto te lo prometo. Por tanto, no mires a
lo que pueden decir, sino a lo que te toca, digo, a tu provecho.
-Señor -le dije-, yo
determiné de arrimarme a los buenos. Verdad es que algunos de mis amigos me han
dicho algo de eso, y aun por más de tres veces me han certificado que, antes
que conmigo casase, había parido tres veces, hablando con reverencia de Vuestra
Merced, porque está ella delante.
Entonces mi mujer
echó juramentos sobre sí, que yo pensé la casa se hundiera con nosotros. Y
después tomóse a llorar y a echar maldiciones sobre quien conmigo la había
casado, en tal manera que quisiera ser muerto antes que se me hubiera soltado
aquella palabra de la boca. Mas yo de un cabo y mi señor de otro, tanto le
dijimos y otorgamos que cesó su llanto, con juramento que le hice de nunca más
en mi vida mentalle nada de aquello, y que yo holgaba y había por bien de que
ella entrase y saliese de noche y de día, pues estaba bien seguro de su bondad.
Y así quedamos todos tres bien conformes.
Hasta el día de hoy
nunca nadie nos oyó sobre el caso; antes, cuando alguno siento que quiere decir
algo de ella, le atajo y le digo:
-Mirad, si sois mi
amigo, no me digáis cosa con que me pese, que no tengo por mi amigo al que me
hace pesar, mayormente si me quieren meter mal con mi mujer, que es la cosa del
mundo que yo más quiero, y la amo más que a mí, y me hace Dios con ella mil
mercedes y más bien que yo merezco. Que yo juraré sobre la hostia consagrada
que es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo. Quien otra
cosa me dijere, yo me mataré con él.
Esto fue el mismo año
que nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo
en ella Cortes, y se hicieron grandes regocijos, como Vuestra Merced habrá
oído. Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena
fortuna.
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