CUADROS PARISIENSES
LXXXVI
PAISAJE
Yo
quiero, para componer castamente mis églogas,
Acostarme
cerca del cielo, como los astrólogos,
Y
vecino de los campanarios, escuchar soñando
Sus
himnos solemnes arrastrados por el viento.
Las
dos manos bajo el mentón, desde lo alto de la bohardilla,
Yo
veré el taller que canta y que charla;
Las
chimeneas, los campanarios, esos mástiles de la cité,
Y
los amplios cielos que hacen soñar con la eternidad.
Es
grato, a través de las brumas, ver nacer
Las
estrellas en el azur, la lámpara en la ventana,
Los
vahos del carbón trepar al firmamento
Y
la luna volcar su pálido encantamiento.
Yo
veré las primaveras, los estíos, los otoños,
Y
cuando llegue el invierno de las nieves monótonas,
Cerraré
por todas partes portezuelas y postigos
Para
edificar en la noche mis feéricos palacios.
Entonces
soñaré con horizontes azulados,
Jardines,
surtidores llevando en los alabastros,
Besos,
pájaros cantando noche y día,
Y
todo cuanto el Idilio tiene de más infantil.
El
Motín, atronando vanamente en mi ventana,
No
hará levantar mi frente de mi pupitre;
Porque
estaré sumergido en esta voluptuosidad
De
evocar la Primavera con mi voluntad,
Extraer
un sol de mi corazón, y hacer
De
mis pensamientos ardientes una tibia atmósfera.
1857.
98
LXXXVII
EL
SOL
A
lo largo del viejo faubourg, donde penden en las casuchas
Las
persianas, abrigo de secretas lujurias,
Cuando
el sol cruel cae con trazos redoblados
Sobre
la ciudad y los campos, sobre los techos y los trigales,
Yo
acudo a ejercitarme solo en mi fantástica esgrima,
Husmeando
en todos los rincones las sorpresas de la rima.
Tropezando
sobre las palabras como sobre los adoquines.
Chocando
a veces con versos hace tiempo soñados.
Este
padre nutricio, enemigo de las clorosis,
Despierta
en los campos los versos como las rosas;
Hace
evaporarse las preocupaciones hacia el cielo,
Y
colma los cerebros y las colmenas de miel.
Es
él quien rejuvenece a los que empuñan muletas
Y
los torna alegres y dulces como muchachas jóvenes,
Y
ordena a los sembrados crecer y madurar
¡En
el corazón inmortal que siempre quiere florecer!
Cuando,
igual que un poeta, desciende en las ciudades,
Ennoblece
el destino de las cosas más viles,
Introduciéndose
cual rey, sin ruido y sin lacayos,
En
todos los hospitales y en todos los palacios.
1861.
99
LXXXVIII
A
UNA MENDIGA PELIRROJA
Blanca
muchacha de los cabellos rojizos,
Cuyo
vestido por los agujeros
Deja
ver la pobreza
Y
la belleza,
Para
mí, poeta enclenque,
Tu
joven cuerpo enfermizo,
Lleno
de pecas,
Tiene
su dulzura.
Tú
llevas más galantemente
Que
una reina de romance
Sus
coturnos de terciopelo
Tus
zuecos burdos.
En
lugar de un harapo muy corto,
Un
soberbio traje de corte
Arrastra
con pliegues rumorosos y largos
Sobre
tus talones;
En
lugar de medias agujereadas,
Para
los ojos taimados
Sobre
tu pierna un puñal de oro
Reluce
todavía;
Nudos
mal ajustados
Desnudan
para nuestros pecados
Tus
dos hermosos senos, radiantes
Como
dos ojos;
Que
para desnudarte
Tus
brazos se hacen rogar
Y
expulsan con golpes vivaces
Los
dedos traviesos,
Perlas
del más bello oriente,
Sonetos
del maestro Belleau
Por
tus galantes engrillados
Sin
cesar ofrecidos
Chusma
de rimadores
Dedicándote
sus primores
Y
contemplando tu zapato
Bajo
la escalera,
Más
de un paje enamorado del azar,
Más
que un señor y más que un Ronsard
¡Espiaban
por diversión
Tu
fresco escondrijo!
Tú
contabas en tus lechos
Más
besos que lises
Y
ordenabas bajo tus leyes
100
¡Más
de un Valois!
—Empero
tú vas mendigando
Algún
viejo mendrugo yaciendo
En
el umbral de cualquier Véfour
De
la encrucijada;
Tú
vas curioseando por debajo
Joyas
de veintinueve sueldos
Que
yo no puedo, ¡oh, perdón!
Regalarte.
¡Ve,
pues, sin otro adorno,
Perfumes,
perlas, diamante,
Que
tu magra desnudez!
¡Oh,
mi belleza!
1861.
101
LXXXIX
EL
CISNE
A
Víctor Hugo.
I
¡Andrómaca,
pienso en ti! Este riacho,
Pobre
y triste espejo donde antaño resplandeció
La
inmensa majestad de vuestros dolores de viuda,
Este
Simoïs mentiroso que con vuestras lágrimas crece,
Ha
fecundado de pronto mi memoria fértil,
Cuando
yo atravesaba el nuevo Carrousel.
El
viejo París terminó (la forma de una ciudad
Cambia
más rápido, ¡ah!, que el corazón de un mortal);
Yo
no veo sino con el espíritu todo este caserío,
Este
montón de capiteles esbozados y los fustes,
Las
hierbas, los grandes bloques verdecidos por el agua de las charcas,
Y
brillando en las ventanas, el bric-a-bras confuso.
Allí
se mostraba antaño una casa de fieras;
Allá
yo vi, una mañana, en la hora en que bajo los cielos
Fríos
y claros el Trabajo se despierta, en que la basura
Empuja
un sombrío huracán en el aire silencioso,
Un
cisne que se había evadido de su jaula,
Y,
con sus patas palmípedas frotando el empedrado seco,
Sobre
el suelo' áspero arrastraba su blanco plumaje.
Cerca
de un arroyo sin agua la bestia abriendo el pico
Bañaba
nerviosamente sus alas en el polvo,
Y
decía, el corazón lleno de su bello lago natal:
"Agua,
¿Cuándo lloverás? ¿Cuándo tronarás, rayo?"
Yo
veo este desdichado, mito extraño y fatal,
Hacia
el cielo algunas veces, como el hombre de Ovidio,
Hacia
el cielo irónico y cruelmente azul,
Sobre
su cuello convulsivo tender su cabeza ávida,
¡Como
si dirigiera reproches a Dios!
II
¡París
cambia! ¡pero, nada en mi melancolía
Se
ha movido! palacios nuevos, andamiajes, bloques,
Viejos
arrabales, todo para mí vuélvese alegoría,
Y
mis caros recuerdos son más pesados que rocas.
También
ante este Louvre una imagen me oprime:
Y
pienso en mi gran cisne, con sus gestos locos,
Como
los exiliados, ridículo y sublime,
¡Y
roído por un deseo sin tregua! y luego en vos,
Andrómaca,
de los brazos de un gran esposo caída,
102
Vil
rebaño, bajo la mano del soberbio Pirro,
Cabe
una tumba vacía en éxtasis doblegado;
Viuda
de Héctor, ¡ah! ¡y mujer de Heleno!
Yo
pienso en la negra, enflaquecida y tísica,
Chapaleando
en el lodo, y buscando, la mirada huraña,
Los
cocoteros ausentes del África soberbia
Detrás
de la muralla inmensa de neblina;
En
cualquiera que ha perdido lo que no se encuentra
¡Jamás,
jamás! ¡en los que beben lágrimas!
¡Y
maman del Dolor cual de una buena loba!
¡En
los flacos huérfanos secándose cual flores!
También
en la selva donde mi espíritu se exilia
¡Un
viejo Recuerdo resuena con la plenitud del cuerno!
Pienso
en los marineros olvidados en una isla,
¡En
los cautivos, en los vencidos!... ¡y en muchos otros todavía!
1860.
103
XC
LOS
SIETE ANCIANOS
A
Víctor Hugo
Hormigueante
ciudad, llena de sueños,
Donde
el espectro en pleno Día agarra al transeúnte!
Los
misterios rezuman por todas partes como las savias
En
los canales estrechos del coloso poderoso.
Una
mañana, mientras que en la triste calle
Las
casas, cuya altura prolonga la bruma,
Simulaban
los dos muelles de un río crecido,
Y
que, decoración semejante al alma del actor,
Una
niebla sucia y amarilla inundaba tanto el espacio,
Yo
seguía, atesando mis nervios cual un héroe
Y
discutiendo con mi alma ya cansada,
El
"faubourg" sacudido por las pesadas carretas.
De
pronto, un anciano cuyos guiñapos amarillos
Imitaban
el color de este cielo lluvioso,
Y
de los que el aspecto había hecho llover las limosnas,
Sin
la maldad que lucía en sus ojos,
Se
me apareció. Se hubiera dicho su pupila empapada
En
la hiel; su mirada agudizando la escarcha,
Y
su barba de largas guedejas, afilada como una espada,
Se
proyectaba, parecida a la de Judas.
No
estaba encorvado, sino quebrado, su espinazo
Hacía
con su pierna imperfecto ángulo recto,
Si
bien su bastón, completando su estampa,
Le
imprimía el talante y el paso torpe
De
un cuadrúpedo enfermo o de un brasero de tres patas.
En
la nieve y el barro avanzaba atascándose,
Cual
si aplastara muertos bajo sus chanclos,
Hostil
al universo más bien que indiferente.
Su
semejante le seguía: barbas, ojos, dorso, bastón, guiñapos,
Ningún
rasgo distinguía, del mismo infierno llegado,
Este
jumento centenario, y estos espectros barrocos
Marchaban
con el mismo peso hacia un final desconocido.
¿A
qué complot infame estaba yo expuesto,
O
qué perverso azar así me humillaba?
¡Porque
yo conté siete veces, de minuto en minuto,
Este
siniestro anciano que se multiplicaba!
Que
aquel que se burla de mi inquietud,
Y
que no se ha sentido alcanzado por un estremecimiento fraternal,
Si
bien que, pese a tanta decrepitud,
¡Estos
siete monstruos horribles tenían el aire eterno!
¿Hubiera
yo, sin morir, contemplado el octavo,
Sosías
inexorable, irónico y fatal,
104
Asqueante
Fénix, hijo y padre de sí-mismo?
—Mas
volví las espaldas al cortejo infernal.
¡Exasperado
como un ebrio que viera doble,
Retorné,
cerré mi puerta, espantado,
Enfermo
y pasmado, el espíritu afiebrado y turbado,
Herido
por el misterio y por el absurdo!
Vanamente
mi razón quería empuñar la barra;
La
tempestad jugando derrotaba mis esfuerzos,
¡Y
mi alma danzaba, danzaba, vieja gabarra
Sin
mástiles, sobre un mar monstruoso y sin riberas!
1859.
105
XCI
LAS
VIEJECITAS
A
Víctor Hugo
En
los pliegues sinuosos de las viejas capitales,
Donde
todo, hasta el horror, vuelve a los sortilegios,
Espío,
obediente a mis humores fatales,
Los
seres singulares, decrépitos y encantadores.
Estos
monstruos dislocados fueron antaño mujeres
¡Eponina
o Lais! Monstruos rotos, jorobados
O
torcidos, ¡amémoslos! son todavía almas
Bajo
faldas agujereadas y bajo fríos trapos.
Trepan,
flagelados por el cierzo inicuo,
Estremeciéndose
al rodar estrepitoso de los ómnibus,
Y
apretando contra su flanco, cual si fueran reliquias,
Un
saquito bordado de flores o de arabescos;
Trotan,
muy parecidos a marionetas;
Se
arrastran, como hacen las bestias heridas,
O
bailan, sin querer bailar, pobres campanillas
De
las que cuelga un Demonio sin piedad. Destrozados
Como
están, tienen ojos taladrantes cual una barrena,
Brillantes
como esos agujeros en los que el agua duerme en la noche;
Tienen
los ojos divinos de la tierna niña
Que
se maravilla y ríe a todo cuanto reluce.
—¿Habéis
observado que muchos féretros de viejas
Son
casi tan pequeños como el de un niño?
La
Muerte sabia deposita en esas cajas iguales
Un
símbolo de un sabor caprichoso y cautivante,
Y
cuando entreveo un fantasma débil
Atravesando
de París el hormigueante cuadro,
Me
parece siempre que este ser frágil
Se
marcha muy dulcemente hacia una nueva cuna;
A
menos que, meditando sobre la geometría,
Yo
no busque, en el aspecto de esos miembros discordes,
Cuántas
veces es preciso que el obrero varíe
La
forma de la caja donde se meten todos esos cuerpos.
—Esos
ojos son pozos abiertos por un millón de lágrimas,
Crisoles
que un metal enfriado recubre con pajuelas...
¡Esos
ojos misteriosos tienen invencibles encantos
Para
aquel que el austero Infortunio amamanta!
II
De
Frascati difunta Vestal enamorada;
Sacerdotisa
de Talía, ¡ah!, de la que el apuntador
Enterrado
sabe el nombre; célebre evaporada
Que
Tívole antaño sombreaba en su flor,
106
¡Todas
me embriagan! Pero, entre esos seres débiles
Los
hay que, haciendo del dolor una miel,
Han
dicho al Sacrificio que les prestaba sus alas:
Hipógrifo
poderoso, ¡llévame hasta el cielo!
La
una, por su patria en la desdicha ejercitada,
La
otra, que el esposo sobrecargó de dolores,
La
otra, por su hijo Madona traspasada,
¡Todas
habrían podido formar un río con sus lágrimas!
III
¡Ah!
¡Cómo he seguido a esas viejecitas!
Una,
entre otras, a la hora en que el sol poniente
Ensangrienta
el cielo con heridas bermejas,
Pensativa,
se sentaba apartada sobre un banco,
Para
escuchar uno de esos conciertos, ricos en cobre
Con
los que los soldados, a veces, inundan nuestros jardines,
Y
que, en esas tardes de oro en las que nos sentimos revivir,
Vierten
cierto heroísmo en el corazón de los ciudadanos.
Aquélla,
erecta aún, altiva y oliendo a la regla,
Aspirando
ávidamente ese canto vivido y guerrero;
Su
mirada, a veces, se abría como el ojo de una vieja águila;
¡Su
frente de mármol parecía hecha para el laurel!
IV
Tal
como camináis, estoicas y sin quejas,
A
través del caos de vivientes ciudades,
madres
de sangrante corazón, cortesanas o santas,
De
las que, antaño, los nombres por todos eran citados.
Vosotras
que fuisteis la gracia o que fuisteis la gloria,
¡Nadie
os reconoce! Un beodo incivil
Os
enrostra al pasar un amor irrisorio;
Sobre
vuestros talones brinca un niño flojo y vil.
Avergonzadas
de existir, sombras encogidas,
medrosas,
agobiadas, costeáis los muros;
Y
nadie os saluda, ¡extraños destinos!
¡Despojos
de humanidad para la eternidad maduros!
Pero
yo, yo que de lejos tiernamente os espío,
La
mirada inquieta, fija sobre vuestros pasos vacilantes,
Como
si yo fuera vuestro padre, ¡oh, maravilla!
Saboreo
sin que lo sepáis placeres clandestinos:
Veo
expandirse vuestras pasiones novicias;
Sombríos
o luminosos, veo vuestros días perdidos;
¡Mi
corazón multiplicado disfruta de todos vuestros vicios!
¡Mi
alma resplandece de todas vuestras virtudes!
¡Ruinas!
¡Mi familia! ¡oh, cerebros congéneres!
107
¡Yo
cada noche os hago una solemne despedida!
¿Dónde
estaréis mañana, Evas octogenarias,
Sobre
las que pesa la garra horrorosa de Dios?
1859.
108
XCII
LOS
CIEGOS
¡Contémplalos,
alma mía; son realmente horrendos!
Parecidos
a maniquíes; vagamente ridículos;
Terribles,
singulares como los sonámbulos;
Asestando,
no se sabe dónde, sus globos tenebrosos.
Sus
ojos, de donde la divina chispa ha partido.
Como
si miraran a lo lejos, permanecen elevados
Hacia
el cielo; no se les ve jamás hacia los suelos
Inclinar
soñadores su cabeza abrumada.
Atraviesan
así el negror ilimitado,
Este
hermano del silencio eterno. ¡Oh, ciudad!
Mientras
que alrededor nuestro, tú cantas, ríes y bramas,
Prendada
del placer hasta la atrocidad,
¡Mira!
¡Yo me arrastro también! Pero, más que ellos, ofuscado,
Pregunto:
¿Qué buscan en el Cielo, todos estos ciegos?
1860.
109
XCIII
A
UNA TRANSEÚNTE
La
calle ensordecedora alrededor mío aullaba.
Alta,
delgada, enlutada, dolor majestuoso,
Una
mujer pasó, con mano fastuosa
Levantando,
balanceando el ruedo y el festón;
Ágil
y noble, con su pierna de estatua.
Yo,
yo bebí, crispado como un extravagante,
En
su pupila, cielo lívido donde germina el huracán,
La
dulzura que fascina y el placer que mata.
Un
rayo... ¡luego la noche! — Fugitiva beldad
Cuya
mirada me ha hecho súbitamente renacer,
¿No
te veré más que en la eternidad?
Desde
ya, ¡lejos de aquí! ¡Demasiado tarde! ¡Jamás, quizá!
Porque
ignoro dónde tú huyes, tú no sabes dónde voy,
¡Oh,
tú!, a la que yo hubiera amado, ¡oh, tú que lo supiste!
1860.
110
XCIV
EL
ESQUELETO LABRADOR
I
En
las láminas de anatomía
Que
yacen en estos muelles polvorientos,
Donde
tanto libro cadavérico
Duerme
como una antigua momia,
Dibujos
a los cuales la gravedad
Y
el saber de un viejo artista,
Por
más que el tema sea triste,
Han
comunicado la Belleza,
Se
ven, lo que hace más completos
Esos
misteriosos horrores,
Cavando
como labradores,
Desollados
y Esqueletos.
II
De
este terreno que escarbáis,
Labriegos
resignados y lúgubres,
Con
todo el esfuerzo de vuestras vértebras,
O
de vuestros músculos descarnados,
Decid,
¿qué cosecha extraña,
Forzados
salidos del osario,
Arrancasteis
y de qué granjero
Habéis
llenado el granero?
¿Queréis
(¡con un destino harto duro,
Espantoso
y claro emblema!)
Mostrar
que en la fosa misma
El
sueño prometido no es seguro;
Que
alrededor nuestro la Nada es traidora;
Que
todo, hasta la Muerte, nos mientes,
Y
que sempiternamente,
¡Ah!
necesitaremos quizá
En
algún país desconocido
Cavar
la tierra áspera
Y
hundir una pesada pala
Bajo
nuestro pie sangriento y desnudo?
1859.
111
XCV
CREPÚSCULO
VESPERTINO
He
aquí la noche encantadora, amiga del criminal;
Llega
como un cómplice, a paso de lobo; el cielo
Se
cierra lentamente cual una gran alcoba,
Y
el hombre impaciente se cambia en bestia salvaje.
¡Oh
noche!, amable noche, deseada por aquel
Cuyos
brazos, sin mentir, pueden decir: ¡Hoy
Hemos
trabajado! — Es la noche la que alivia
Los
espíritus que devora un dolor salvaje,
El
sabio obstinado cuya frente se abruma,
Y
el obrero encorvado que recobra su lecho.
Mientras
tanto demonios malignos en la atmósfera
Se
despiertan pesadamente, cual hombres de negocios,
Y
golpean al volar los postigos y el altillo.
A
través de las luces que atormenta el viento
La
Prostitución se enciende en las calles;
Como
un hormiguero ella abre sus salidas;
Por
todas partes traza un oculto camino,
Cual
el enemigo que intenta un asalto;
Ella
se agita en el seno de la ciudad de fango
Como
un gusano que roba al Hombre lo que ha comido.
Se
escuchan aquí y allí las cocinas silbar,
Los
teatros chillar, las orquestas roncar;
Las
mesas redondas, en las que el juego hace las delicias,
Llénanse
de rameras y de estafadores, sus cómplices,
Y
los ladrones, que no tienen tregua ni merced,
Pronto
han de comenzar su trabajo, ellos también,
Y
forzar suavemente las puertas y las cajas
Para
vivir unos días y vestir a sus amantes.
¡Recógete,
alma mía, en este grave instante,
Y
cierra tu oído a este rugido.
Esta
es la hora en que los dolores de los enfermos se agudizan!
La
Noche sombría les agarra la garganta; concluyen
Su
destino y van hacia la fosa común;
El
hospital se llena de sus suspiros. — Más de uno
No
llegará jamás en busca de la sopa perfumada,
AI
rincón del hogar, de noche, junto a un alma amada.
Todavía
la mayoría de ellos, jamás han conocido
La
Dulzura del hogar, ¡Jamás han vivido!
1852.
112
XCVI
EL
JUEGO
En
los sillones marchitos, cortesanas viejas,
Pálidas,
las cejas pintadas, la mirada zalamera y fatal,
Coqueteando
y haciendo de sus magras orejas
Caer
un tintineo de piedra y de metal;
Alrededor
de verdes tapetes, rostros sin labio,
Labios
pálidos, mandíbulas desdentadas,
Y
dedos convulsionados por una infernal fiebre,
Hurgando
el bolsillo o el seno palpitante;
Bajo
sucios cielorrasos una fila de pálidas arañas
Y
enormes quinqués proyectando sus fulgores
Sobre
frentes tenebrosas de poetas ilustres
Que
acuden a derrochar sus sangrientos sudores;
He
aquí el negro cuadro que en un sueño nocturno
Vi
desarrollarse bajo mi mirada perspicaz.
Yo
mismo, en un rincón del antro taciturno,
Me
vi apoyado, frío, mudo, ansioso,
Envidiando
de esas gentes la pasión tenaz,
De
aquellas viejas rameras la fúnebre alegría,
¡Y
todos gallardamente ante mí traficando,
El
uno con su viejo honor, la otra con su belleza!
¡Y
mi corazón se horrorizó contemplando a tanto infeliz
Acudiendo
con fervor hacia el abismo abierto,
Y
que, ebrio de sangre, preferiría en suma
El
dolor a la muerte y el infierno a la nada!
1857.
113
XCVII
DANZA
MACABRA
Para
Ernesto Christophe
Como
un viviente, arrogante de su noble estatura,
Con
su gran ramillete, su pañuelo y sus guantes,
Ella
tiene la indolencia y la desenvoltura
De
una coqueta flaca de porte extravagante.
¿Se
vio alguna vez en el baile un talle más delgado?
Su
vestido exagerado, en su real amplitud,
Se
vuelca abundantemente sobre un pie seco que oprime
Un
zapato adornado, bello cual una flor.
El
frunce que juega al borde de las clavículas,
Cual
arroyo lascivo frotándose en el peñasco,
Defiende
púdicamente de las chanzas ridículas
Los
fúnebres encantos que ella sabe ocultar,
Sus
ojos profundos están hechos de vacío y de tinieblas,
Y
su cráneo, con flores artísticamente peinado,
Oscila
lánguidamente sobre sus frágiles vértebras,
¡Oh,
encanto de un fantasma locamente emperifollado!
Algunos
te tomarán por una caricatura,
Sin
comprender, amantes ebrios de carne,
La
elegancia sin nombre de tu humana armadura.
¡Tú
respondes, gran esqueleto, a mi gusto más caro!
¿Vienes
a turbar, con tu imponente mueca,
La
fiesta de la Vida? o ¿algún viejo deseo,
Acicateando
aún tu viviente esqueleto,
Te
impulsa, crédula, al aquelarre del Placer?
¿Con
el cantar de los violines, y las llamas de las bujías,
Esperas
expulsar tu pesadilla burlona,
Y
vienes a implorar al torrente de las orgías
Que
refresque el infierno encendido en tu corazón?
¡Inagotable
pozo de necedad y de errores!
¡Del
antiguo dolor eterno alambique!
A
través del retorcido enrejado de tus costillas
Yo
veo, todavía errante, el insaciable áspid.
A
la verdad, temo que tu coquetería
No
alcance un precio digno de sus esfuerzos;
¿Quién,
entre esos corazones mortales, alcanza la burla?
¡Los
sortilegios del horror sólo embriagan a los fuertes!
El
abismo de tus ojos, pleno de horribles pensamientos,
Exhala
el vértigo, y los bailarines prudentes
No
contemplarán sin amargas náuseas
La
sonrisa eterna de tus treinta y dos dientes.
114
Empero,
¿quién no ha estrechado entre sus brazos un esqueleto,
Y
quién no se ha nutrido de cosas sepulcrales?
¿Qué
importa el perfume, el vestido o el tocado?
El
que hace ascos demuestra que se cree bello.
Bayadera
sin nariz, irresistible trotona,
Diles,
pues, a estos bailarines que se hacen los ofuscados:
"Arrogantes
galanes, pese al arte de los polvos y del colorete,
¡Exhaláis
todos la muerte! ¡Oh, esqueletos almizclados!
¡Antinoos
marchitos, dandis de rostro glabre,
Cadáveres
barnizados, lovelaces canosos,
El
alboroto universal de la danza macabra
Os
arrastra hacia lugares desconocidos!
Desde
los muelles fríos del Sena a los bordes ardientes del Ganges,
El
tropel mortal salta y se pasma, sin ver
La
trompeta del Ángel en un agujero del techo
Siniestramente
boquiabierto cual un negro trabuco.
En
todo clima, bajo todo sol, la Muerte te admira
En
tus contorsiones, risible Humanidad,
Y
a menudo, como tú, perfumándose de mirra,
Mezcla
su ironía a tu insensatez!"
1857.
115
XCVIII
EL
AMOR DE LA MENTIRA
Cuando
te veo pasar, ¡oh!, mi querida, indolente,
Al
cantar de los instrumentos que se rompe en el cielo raso
Suspendiendo
tu andar armonioso y lento,
Y
paseando el hastío de tu mirar profundo;
Cuando
contemplo bajo la luz del gas que la colora,
Tu
frente pálida, embellecida por morbosa atracción,
Donde
las antorchas nocturnas encienden una aurora,
Y
tus ojos atraen cual los de un retrato,
Yo
me digo: ¡Qué hermosa es! y ¡qué singularmente fresca!
El
recuerdo macizo, real e imponente torre,
La
corona, y su corazón cual un melocotón magullado,
Está
maduro, como su cuerpo, para el sabio amor.
¿Eres
el fruto otoñal de sabores soberanos?
¿Eres
la urna fúnebre aguardando algunas lágrimas,
Perfume
que hace soñar con oasis lejanos,
Almohada
acariciante, o canastillo de flores?
Yo
sé que hay miradas, de las más melancólicas,
Que
no recelan jamás secretos preciosos;
Hermosos
alhajeros sin joyas, medallones sin reliquias,
Más
vacíos, más profundos que vosotros mismos, ¡oh Cielos!
¿Pero,
no basta que tú seas la apariencia,
Para
regocijar un corazón que rehuye la verdad?
¿Qué
importa tu torpeza o tu indiferencia?
Máscara
o adorno, ¡salud! Yo adoro tu beldad.
1860.
116
XCIX
(YO
NO HE OLVIDADO...)
Yo
no he olvidado, vecina a la ciudad,
Nuestra
blanca morada, pequeña pero tranquila;
Su
Pomona de yeso y su vieja Venus
En
un bosquecillo insignificante ocultando sus miembros desnudos,
Y
el sol, en la tarde, refulgente y soberbio,
Que,
detrás del cristal en que se quebraba su gavilla,
Parecía,
ojo inmenso abierto en el cielo curioso,
Contemplar
vuestras cenas largas y silenciosas,
Derramando
generosamente sus bellos reflejos de cirio
Sobre
el mantel frugal y las cortinas de sarga.
1857.
117
C
(A
LA CRIADA...)
A
la criada de la que con toda el alma estabais celosa
Y
que duerme su sueño bajo un humilde césped,
Debiéramos,
sin embargo, llevarle algunas flores.
Los
muertos, los pobres muertos, tienen grandes dolores,
Y
cuando Octubre sopla, talador de viejos árboles,
Su
viento melancólico alrededor de sus mármoles,
En
verdad, deben encontrar los vivos harto ingratos,
Durmiendo,
como lo hacen, cálidamente entre sus sábanas,
Mientras
que, devorados por negras ensoñaciones,
Sin
compañero de lecho, sin gratas conversaciones,
Viejos
esqueletos helados consumidos por el gusano,
Sienten
escurrirse las nieves del invierno
Y
el siglo transcurrir, sin que amigos ni familia
Reemplacen
los jirones que penden de su verja.
Cuando
el leño silba y canta, si en la tarde,
Tranquila,
en el sillón yo la veía sentarse,
Si,
en una noche azul y fría de diciembre,
Yo
la encontraba acurrucada en un rincón de mi cuarto,
Grave,
y viniendo del fondo de su lecho eterno
Incubar
el niño crecido bajo su mirada maternal,
¿Qué
podría responder yo a esta alma piadosa,
Viendo
caer las lágrimas de su pupila hueca?
1857.
118
CI
BRUMAS
Y LLUVIAS
¡Oh,
finales de otoño, inviernos, primaveras cubiertas de lodo,
Adormecedoras
estaciones! yo os amo y os elogio
Por
envolver así mí corazón y mi cerebro
Con
una mortaja vaporosa y en una tumba baldía.
En
esta inmensa llanura donde el austro frío sopla,
Donde
en las interminables noches la veleta enronquece,
Mi
alma mejor que en la época del tibio reverdecer
Desplegará
ampliamente sus alas de cuervo.
Nada
es más dulce para el corazón lleno de cosas fúnebres,
Y
sobre el cual desde hace tiempo desciende la escarcha,
¡Oh,
blanquecinas estaciones, reinas de nuestros climas!,
Que
el aspecto permanente de vuestras pálidas tinieblas,
—Si
no es en una noche sin luna, uno junto al otro,
El
dolor adormecido sobre un lecho cualquiera.
1857.
119
CII
SUEÑO
PARISIENSE
Constantin
Guys
I
De
aquel terrible paisaje,
Tal
que jamás un mortal vio,
Esta
mañana todavía la imagen,
Vaga
y lejana, me arrebataba.
¡El
sueño estaba lleno de milagros!
Por
un capricho singular
Yo
había desterrado del espectáculo
El
vegetal singular,
Y,
pintor orgulloso de mi genio,
saboreaba
en mi cuadro
La
embriagante monotonía
Del
metal, del mármol y del agua.
Babel
de escaleras y de arcadas,
Era
un palacio infinito,
Lleno
de fuentes y cascadas
Volcando
el oro mate o bruñido;
Y
cataratas pesadas,
Como
cortinas de cristal,
Pendían,
deslumbrantes,
De
las murallas de metal.
No
de árboles, sino de columnatas,
Los
dormidos estanques nos rodeaban,
Donde
gigantescas náyades,
Como
mujeres, se contemplaban.
Napas
de agua derramábanse, azules
Entre
malecones rosados y verdes,
A
lo largo de millones de leguas,
Hacia
el confín del universo;
¡Eran
piedras inauditas
Y
oleadas mágicas; eran
Inmensos
espejos deslumbrantes
Por
todo cuanto ellos reflejaban!
Indolentes
y taciturnos,
Los
Ganges, en el firmamento,
Volcaban
el tesoro de sus urnas
En
abismos de diamante.
Arquitecto
de mis hechizos,
Yo
hacía, a mi capricho,
Bajo
un túnel de pedrerías
Pasar
un océano domado;
120
Y
todo, aun el color negro,
Parecía
límpido, claro, irisado;
El
líquido engastaba su gloria
En
el destello cristalizado.
¡Ningún
astro, desde luego, nada de vestigios
De
sol, ni siquiera en lo bajo del cielo,
Para
iluminar estos prodigios,
Que
brillaban con su propio fuego!
Y
sobre estas movientes maravillas
Cerníase
(¡terrible novedad!
¡Todo
para la vista, nada para los oídos!)
Un
silencio de eternidad.
II
Al
reabrir mis ojos llameantes
He
visto el horror de mi rincón,
Y
sentí, penetrando en mi alma,
La
punta de las preocupaciones malditas;
El
péndulo de los acentos fúnebres
Sonaba
brutalmente el mediodía,
Y
el cielo volcaba tinieblas
Sobre
el triste mundo adormilado.
1860.
121
CIII
EL
CREPÚSCULO MATUTINO
La
diana cantaba en los patios de los cuarteles,
Y
el viento de la mañana soplaba sobre las linternas.
Era
la hora en que el enjambre de los sueños malignos
Tuerce
sobre sus almohadas los atezados adolescentes;
Cuando,
cual un ojo sangriento que palpita y se menea,
La
lámpara en el amanecer es una mancha roja;
Cuando
el alma, bajo el peso del cuerpo rudo y pesado,
Imita
los combates de la lámpara y del día.
Como
un rostro en llanto que las brisas enjugan,
El
aire está lleno del escalofrío de las cosas que se fugan,
Y
el hombre está fatigado de escribir y la mujer de amar,
Las
casas, aquí y allá, comienzan a humear,
Las
hembras de placer, el párpado lívido,
Boca
abierta, dormían con su sueño estúpido;
Las
pordioseras, arrastrando sus senos fláccidos y fríos,
Soplaban
sobre sus tizones y soplaban sobre sus dedos.
Era
la hora en que, entre el frío y la roñería
Se
agravan los dolores de las mujeres yacientes;
Cual
un sollozo cortado por un vómito espumoso
El
canto del gallo, a lo lejos, rasgaba el aire brumoso;
Un
mar de nieblas bañaba los edificios,
Y
los agonizantes en el fondo de los hospicios
Exhalaban
su postrer estertor en hipos desiguales.
Los
libertinos regresaban, destrozados por sus esfuerzos.
La
aurora tiritante, vestida de rosa y verde,
Avanzaba
lentamente sobre el Sena desierto,
Y
la sombra de París, frotándose los ojos,
Empuñaba
sus herramientas, anciano laborioso.
1852.
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