4 de septiembre de 2016

6° SE- 6° SH. Bartleby, el escribiente. Herman Melville

Bartleby el escribiente
Herman Melville
Herman Melville
BARTLEBY EL ESCRIBIENTE
SOY un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han
puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo,
nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a
muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían
sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de
todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de
ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría
escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay
material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida
irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable,
salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la
que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que
registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi
ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del
protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha
sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a
una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he
tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición
que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la
serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de
personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un
hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a
poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia; la
segunda, el método.
No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no
eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta
repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado.
Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan
Jacobo Astor.
Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma
considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva
York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy
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agradablemente remunerativo. Raras veces me enojo; raras veces me permito una
indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos: pero ahora me permitiré ser
temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado,
por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía descontado hacer de
sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas ocupaban un piso alto en el número X de Wall Street. Por un lado daban
a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que
abarcaba todos los pisos.
Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman
animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En
esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo,
ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un
telescopio, pues estaba a pocas varas de mis ventanas, para beneficio de espectadores
miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los
edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme
tanque cuadrado.
En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis
órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo,
Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las Guías.
Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que
expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi
edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro
era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una
hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso
gradual) hasta las seis p.m.; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien,
coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y
declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.
En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la
menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía
sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de
trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que se volviera
absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico.
Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se
descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis
documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo
propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales
ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra
en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las
plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo con súbitos arranques de ira; se
paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más
indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era
por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y
diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me
resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado
a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el
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más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las
tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso,
valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al
mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y como
hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas
impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle,
muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente
abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana;
después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té.
Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente
fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el otro extremo de la habitación, me
aseguró enfáticamente que, si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más
indispensables no serían de tarde?
-Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha.
De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y
bizarramente arremeto contra el enemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla.
-¿Y los borrones? -insinué yo.
-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy
envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden
reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es
honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.
Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba
resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le
confiaría sólo documentos de menor importancia.
Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino,
melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la
ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes
de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales,
tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en
rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía
errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus
ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que
trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa
mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y
llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en
vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo
agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una
casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa
al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La
verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para
siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza,
tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos, a los que
llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces
hacía sus negocios en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel.
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Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis
oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la
escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba,
Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara;
y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido
como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me
daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían
grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos
eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran
indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a
sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su
ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo que un hombre con renta tan exigua
no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.
Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un
día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un
sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas.
Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero
no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un
pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial
para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha
comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien
perjudicaba la prosperidad.
Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo
referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros
aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y
desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que
toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina
Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el
escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso
ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para
Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa
primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers
eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los
paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la
vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de
Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias
era éste un buen arreglo.
Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era
carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante.
Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y
limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo
usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de
muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho
cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor
presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.
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Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses
solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos
cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho
especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En
las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si
fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la
pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre
las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una
vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un
título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una
reverencia oriental, diciéndome:
-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis
expensas.
Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor
de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el
nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que
no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado.
En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la
puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra,
lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.
Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis
copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico
en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.
Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios,
una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban
abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi
lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante.
Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente
daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores
construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios
había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una
pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto
biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo sin embargo al
alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.
Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un
ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la
digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo,
encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un
trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia,
palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan
mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un
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asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos
resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a
Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra
apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a
Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del
biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su
estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un
trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en
la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la
cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente
extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el
trabajo sin dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve
escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando, sin moverse de su
ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se
me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras.
Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta.
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y
cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que
me ayude a confrontar esta página; tómela -y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos.
Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad,
enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier
manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero,
dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de
Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo, mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi
escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví
olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro
cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias
cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la
Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era
indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en
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el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias
mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila,
cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al
interesante grupo.
-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.
Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la
entrada de su ermita.
-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.
-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la
cuarta copia.
-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna
de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de
esa extraordinaria conducta.
-¿Por qué rehúsa?
-Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando
explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en
Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa conmovía y descncertaba. Me puse a razonar con él.
-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues
un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están
obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que, mientras me dirigía a
él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado;
que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna
suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.
-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud; solicitud hecha de acuerdo con
la costumbre y el sentido común?
Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión
era irrevocable.
No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable
bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente
que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si
hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.
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-Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?
-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.
-Nippers. ¿Qué piensa de esto?
-Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.
El sagaz lector habrá percibido que siendo de mañana, la contestación de Turkey
estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O,
para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y
el de Turkey estaba franco.
-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué
piensas de esto?
-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.
-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla su
deber.
No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las
tareas urgían. Y otra vez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con
un poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby, aunque, a cada
página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que este procedimiento no era
correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidad dispéptica,
trituraba entre sus dientes apretados intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota
testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez
que haría sin remuneración el trabajo de otro.
Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia
tarea.
Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su
conducta extraordinaria me hizo vigilarle estrechamente. Observé que jamás iba a
almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado
ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la
mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una
señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas
monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la
ermita, recibiendo dos de ellos como jornal.
Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo;
debe de ser un vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, ni come más que
bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de
bizcochos de jengibre. Se llaman así porque el jengibre es uno de sus principales
componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y
picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía
efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.
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Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo
resistido no es inhumano y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el
primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación
interprete lo que su entendimiento no puede resolver.
Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre!, pensé yo, no lo hace
por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de
lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá
con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a
morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de
amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo
o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce
bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de
Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un
nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero
hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano
en un pedazo de jabón Windsor.
Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena:
-Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con
usted.
-Preferiría no hacerlo.
-¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula?
Silencio.
Abrí la puerta vidriera y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:
-Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de
eso, Turkey?
Hay que recordar que era de tarde. Turkey resplandecía como una marmita de bronce;
tenía empapada la calva; tamborileaba con las manos sobre sus papeles borroneados.
-¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy meterme en el biombo y le voy a
poner un ojo negro!
Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se
disponía a hacer efectiva su promesa, cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado
la belicosidad de Turkey después de almorzar.
-Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers?
¿No estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?
-Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita,
y ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho
pasajero.
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-¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con
demasiada indulgencia.
-Es la cerveza -gritó Turkey-, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo
almorzamos juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿Le pongo un ojo negro?
-Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no, Turkey -repliqué-, por favor, baje
esos puños.
Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar
mi suerte. Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no
abandonaba nunca la oficina.
-Bartleby -le dije-. Ginger Nut ha salido; cruce a Correo, ¿quiere? -era a tres minutos
de distancia-, y vea si hay algo para mí.
-Preferiría no hacerlo.
-¿No quiere ir?
-Lo preferiría así.
Pude llegar a mi escritorio, y me sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego
impulso. ¿Habría alguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio
tipo sin un cobre, mi dependiente asalariado?
-¡Bartleby!
Silencio.
-¡Bartleby! -más fuerte.
Silencio.
-¡Bartleby! -vociferé.
Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica,
apareció al tercer llamado.
-Vaya al otro cuarto y dígale a Nippers que venga.
-Preferiría no hacerlo -dijo con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente.
-Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa,
insinuando el inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento
proyectaba algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como se acercaba la hora de
almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero y caminar hasta casa, sufriendo con mi
perplejidad y mi preocupación.
¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido
joven llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro
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céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar
su trabajo, y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su
mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial
encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendía que preferiría no hacerlo, en otras
palabras, que rehusaría de modo terminante.
Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación,
su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás
del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una
valiosa adquisición. En primer lugar siempre estaba ahí, el primero por la mañana,
durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su
honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamente seguros
en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras
contra él. Pues era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios, y
excepciones inauditas, que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby
seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de despachar asuntos urgentes,
distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el
nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del
biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo; y entonces ¿cómo era
posible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de
contestar con amargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo,
cada nueva repulsa de esta clase tendía a disminuir las probabilidades de que yo repitiera
la distracción.
Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en
edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer
que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y
diariamente barría y sacudía el departamento. Turkey tenía otra, la tercera yo solía
llevarla en mi bolsillo, y la cuarta no sé quién la tenía.
Ahora bien, un domingo de mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a
un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi
oficina. Felizmente llevaba mi llave pero, al meterla en la cerradura, encontré resistencia
por la parte interior. Llamé; consternado, vi girar una llave por dentro y, exhibiendo su
pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y en un
raro y andrajoso deshabillé.
Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por
el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana,
y que entonces habría terminado sus tareas.
La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su
cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño
efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y .cumplí sus deseos. Pero no sin
variados pujos de inútil rebelión contra la mansa desfachatez de este inexplicable
amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque
considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a su dependiente
asalariado que le dé ordenes y que lo expulse de sus dominios. Además, yo estaba lleno
de dudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
y todo deshecho, un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba
descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby fuera una persona inmoral.
Pero, ¿qué podía estar haciendo allí? ¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era
notoriamente decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un estado
vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en Bartleby que prohibía
suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas.
Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por
fin, a mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré
ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había
ido. Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby
debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o
espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella
visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en
el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y
una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso.
Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí.
Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades,
quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!
Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de
cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de
animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y
es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto
poblada, una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de
Cartago!
Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se
apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no
desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento.
¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby, éramos hijos de Adán. Recordé las
sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el
Mississippi de Broadway y los comparé al pálido copista, reflexionando: Ah, la felicidad
busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la
soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones -quimeras,
indudablemente, de un cerebro tonto y enfermo- me llevaron a pensamientos más directos
sobre las rarezas de Bartleby. Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí
ver la pálida forma del amanuense, entre desconocidos, indiferentes, extendida en su
estremecida mortaja.
De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la
cerradura.
No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada
curiosidad, además, el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a
revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran
profundos; removiendo los legajos archivados, examiné el fondo. De pronto sentí algo y
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era
una caja de ahorros.
Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre.
Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra,
nunca lo había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba
mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba
seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba
que nunca bebía cerveza como Turkey, ni siquiera té o café como los otros hombres, que
nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo tal vez ahora; que había
rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que,
aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, yo recordé
cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos,
o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas,
cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara
que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro.
Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había
convertido mi oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones,
meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació en mi espíritu. Mis
primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástima sincera, pero a medida que
la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se convirtió en
miedo, esa lástima en repulsión.
Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el
espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales
no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del
corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico
y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva aun socorro efectivo, el sentido
común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció que el
amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su
cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.
No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto
me incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba
pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, a la
mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin
reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares,
además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que, en
cualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le
pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento, dondequiera que fuera.
Además, si al llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no
quedaría sin respuesta.
La mañana siguiente llegó.
-Bartleby -dije, llamándolo comedidamente.
Silencio.
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
-Bartleby -dije en tono aún más suave-, venga, no le voy a pedir que haga nada que
usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.
Con esto, se me acercó silenciosamente.
-¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?
-Preferiría no hacerlo.
-¿Quiere contarme algo de usted?
-Preferiría no hacerlo.,
-¿Pero qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser
un amigo.
Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que
estaba justo detrás de mí, a unos quince centímetros sobre mi cabeza.
-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato,
durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios
descoloridos.
-Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita.
Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo
parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se
considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había recibido de mi parte.
De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al
entrar en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso oleó en
mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me
atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin,
colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije:
-Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que
observe en lo posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado
ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un
poco razonable. ¿Verdad, Bartleby?
-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta.
En ese momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la
costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de
costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.
-¿Prefiere no ser razonable? -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted,
señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo.
-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir.
Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi
estado mental. ¿Qué otra y quizás más honda aberración podría traerme? Esto había
influido en mi determinación de emplear medidas sumarias.
Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y
deferente.
-Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si
él prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo
habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos.
-Parece que usted también ha adoptado la palabra -dije, ligeramente excitado.
-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose
respetuosamente en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome al hacerlo a
empujar al amanuense-. ¿Qué palabra, señor?
-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse
atropellado en su retiro.
-Ésa es la palabra, Turkey, ésa es.
-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero, señor, como iba
diciendo, si prefiriera...
-Turkey -interrumpí-, retírese por favor.
-Ciertamente, señor, si usted lo prefiere.
Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una
mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto
documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha
involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en
cierto modo, había influido en mi lengua y quizás en mi cabeza y en las de mis
dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.
Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño
frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no
escribir más.
-¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-, ¿no escribir más?
-Nunca más.
-¿Y por qué razón?
-¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia.
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. En
seguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las
primeras semanas, había dañado su vista.
Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por
supuesto, era prudente de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a
tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después,
estando ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas
cartas, pense que no teniendo nada que hacer, Bartleby sería menos inflexible que de
costumbre y querría llevármelas al correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba
molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se
mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo
pregunté no me concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al
fin, acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias.
-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría
entonces?
-He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado.
Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se
reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacía nada en la oficina: ¿porqué se iba a
quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía
lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese
nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre
hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo
como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con
mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le
dije a Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese
intervalo, para procurar una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él
personalmente daba el primer paso para la mudanza.
-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga
completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días.
Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby.
Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le
dije:
-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene
dinero, debe irse.
-Preferiría no hacerlo -replicó, siempre dándome la espalda.
-Pero usted debe irse.
Silencio.
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto
peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con
esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.
-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son
suyos, ¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes.
Pero ni se movió.
-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi
sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí-:
Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con
llave la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que
yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo
domicilio, puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.
No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó
mudo y solitario en medio del cuarto desierto.
Mientras me encaminaba a mi casa, pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima.
No podía menos de jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de
Bartleby. Magistral, lo llamaba, y así debía opinar cualquier pensador desapasionado. La
belleza de mi procedimiento consistía en su perfecta serenidad. Nada de vulgares
intimidaciones, ni de bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de paseos arriba y abajo por
el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby de desaparecer con
sus miserables bártulos.
Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby -como hubiera hecho un genio
inferior- yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo mi
discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complacía en ella. Con todo, al
despertarme la mañana siguiente, tuve mis dudas -mis humos de vanidad se habían
desvanecido-. Una de las horas más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del
despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo en
teoría. Cómo resultaría en la práctica estaba por verse. Era una bella idea, dar por sentada
la partida de Bartleby; pero después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de
Bartleby. Lo importante era, no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él
prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.
Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra.
A ratos pensaba que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de
costumbre; y en seguida tenía la seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí
titubeando. En la esquina de Broadway y la calle del Canal, vi a un grupo de gente muy
excitada, conversando seriamente.
-Apuesto a que... -oí decir al pasar.
-¿A que no se va?, ¡ya está! -dije-; ponga su dinero.
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que
era día de elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby,
sino con el éxito o fracaso de algún candidato para intendente. En mi obsesión, yo había
imaginado que todo Broadway compartía mi excitación y discutía el mismo problema.
Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi
propósito, llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a
escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba
cerrada con llave. Mi procedimiento había obrado como magia; el hombre había
desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante
casi me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme
dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido
como de llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro:
-Todavía no; estoy ocupado.
Era Bartleby.
Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la
boca, fue muerto por un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue
muerto asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora, hasta que
alguien lo tocó y cayó.
-¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que
el inescrutable amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé
lentamente a la calle; al dar la vuelta a la manzana, consideré qué podía hacer en esta
inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de
insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y sin embargo, permitirle gozar de
su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? o, si no había
nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría;
ahora podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de
esta premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina y, fingiendo no ver a Bartleby,
llevarlo por delante como si fuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular
todas las apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby pudiera resistir a
esa aplicación de la doctrina de las suposiciones. Pero repensándolo bien, el éxito de este
plan me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto.
-Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina- estoy
disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me
lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema
bastaría la más ligera insinuación, en una palabra, suposición. Pero parece que estoy
engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero?
-Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.
No contestó.
-¿Quiere usted dejarnos, sí o no? -pregunté en un arranque, avanzando hasta
acercarme a él.
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Bartleby el escribiente
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-Preferiría no dejarlos -replicó suavemente, acentuando el no.
-¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya
la oficina?
No contestó.
-¿Está dispuesto a escribir, ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo
para mí esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? ¿En una palabra,
quiere hacer algo que justifique su negativa de irse?
Silenciosamente se retiró a su ermita.
Yo estaba en tal estado de resentimiento nervioso que me pareció prudente
abstenerme de otros reproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del
infortunado Adanis y del aún más infortunado Colt en la solitaria oficina de éste; y cómo
el pobre Colt, exasperado por Adams, y dejándose llevar imprudentemente por la ira, fue
precipitado al acto fatal, acto que ningún hombre puede deplorar más que el actor. A
menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en la calle o en una casa
particular, otro hubiera sido su desenlace. La circunstancia de estar solos en una oficina
desierta, en lo alto de un edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones
humanas -una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna, polvorienta y
desolada-, debe de haber contribuido a acrecentar la desesperación del desventurado Colt.
Pero cuando el resentimiento del viejo Adams se apoderó de mí y me tentó en lo
concerniente a Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo? Recordando sencillamente el
divino precepto: Un nuevo mandamiento os doy: amaos los unos a los otros. Sí, esto fue
lo que me salvó. Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como un principio
sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su poseedor. Los hombres han
asesinado por celos, y por rabia, y por odio, y por egoísmo, y por orgullo espiritual; pero
no hay hombre, que yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia,
entonces, si no puede aducirse motivo mejor, basta para impulsar a todos los seres hacia
la filantropía y la caridad. En todo caso, en esta ocasión me esforcé en ahogar mi
irritación con el amanuense, interpretando benévolamente su conducta. ¡Pobre hombre,
pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y además, ha pasado días muy duros y
merece indulgencia.
Procuré también ocuparme en algo: y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté
de imaginar que en el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien, Bartleby,
por su propia y libre voluntad, saldría de su ermita, decidido a encaminarse a la puerta.
Pero no, llegaron las doce y media, la cara de Turkey se encendió, volcó el tintero y
empezó su turbulencia; Nippers declinó la calma y la cortesía; Ginger Nut mascó su
manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la ventana en uno de sus profundos
sueños frente al muro. ¿Me creerán? ¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné la
oficina, sin decirle ni una palabra más.
Pasaron varios días durante los cuales, en momentos de ocio, revisé Edwards on the
Will y Priestley on Necesity. Estos libros, dadas las circunstancias, me produjeron un
sentimiento saludable. Gradualmente llegué a persuadirme de que mis disgustos acerca
del amanuense, estaban decretados desde la eternidad, y Bartleby me estaba destinado por
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Bartleby el escribiente
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algún misterioso propósito de la Divina Providencia, que un simple mortal como yo no
podía penetrar. Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás del biombo, pensé; no te perseguiré más;
eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en una palabra, nunca me he
sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí. Al fin lo veo, lo siento; penetro
el propósito predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más
elevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el período
que quieras. Creo que este sabio orden de ideas hubiera continuado, de no mediar
observaciones gratuitas y maliciosas que me infligieron profesionales amigos, al visitar
las oficinas. Como acontece a menudo, el constante roce con mentes mezquinas acaba
con las buenas resoluciones de los más generosos. Pensándolo bien, no me asombra que a
las personas que entraban a mi oficina les impresionara el peculiar aspecto del
inexplicable Bartleby y se vieran tentadas de formular alguna siniestra observación. A
veces un procurador visitaba la oficina, y encontrando solo al amanuense, trataba de
obtener de él algún dato preciso sobre mi paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguía
inconmovible en medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se
despedía, tan ignorante como había venido.
También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y
testigos, y se sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby
enteramente ocioso le pedía fuera a buscar en su oficina (la del letrado) algún documento.
Bartleby, en el acto, rehusaba tranquilamente y se quedaba tan ocioso corno antes.
Entonces el abogado se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego me
miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de
mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi
oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que
seguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis
visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra
general sobre el establecimiento y manteniéndose con sus ahorros (porque
indudablemente no gastaba sino medio real por día), y que tal vez llegara a sobrevivirme
y a quedarse en mi oficina reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación
perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis amigos
menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, un gran
cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de
esta pesadilla intolerable
Antes de urdir un complicado proyecto, sugerí, simplemente, a Bartleby la
conveniencia de su partida. En un tono serio y tranquilo, entregué la idea a su cuidadosa y
madura consideración. Al cabo de tres días de meditación, me comunicó que sostenía su
criterio original; en una palabra, que prefería permanecer conmigo.
¿Qué hacer?, dije para mí, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer?
¿Qué debo hacer ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más
bien, con este fantasma? Tengo que librarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese
pobre, pálido, pasivo mortal, arrojarás a esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con
semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo dejaría vivir y morir
aquí y luego emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus
ruegos, no se mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que
prefiere quedarse contigo.
20
Bartleby el escribiente
Herman Melville
Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar
por un gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías
aducir? ¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo! ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que
rehúsa moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como
tal? Esto es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo tengo. Otra
equivocación, indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable de que tiene
medios de vida. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré
que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo
encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.
Al día siguiente le dije:
-Estas oficinas están demasiado lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una
palabra: tengo el proyecto de mudarme la semana próxima, y ya no requeriré sus
servicios. Se lo comunico ahora, para que pueda buscar otro empleo.
No contestó y no se dijo nada más.
En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas y, teniendo
pocos muebles, todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó
atrás del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como
un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada,
observándolo un momento, mientras algo dentro de mí me reconvenía.
Volví a entrar, con la mano en el bolsillo y mi corazón en la boca.
-Adiós Bartleby, me voy, adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto.
-Deslicé algo en su mano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es decirlo, me
arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado librarme.
Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave,
sobresaltándome cada pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier
salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente al introducir la
llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca volvió.
Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si
yo era el último inquilino de las oficinas en el no X en Wall Street.
Lleno de aprensiones, contesté que sí.
-Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es
responsable por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer
todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el establecimiento.
-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor
interior-, pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un
meritorio, para que usted quiera hacerme responsable.
-En nombre de Dios, ¿quién es?
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
-Con toda sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo
tomé como copista; pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí.
-Entonces, lo arreglaré. Buenos días, señor.
Pasaron varios días, y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo
impulso de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me
detenía.
Ya he concluido con él, pensaba al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias.
Pero al llegar a mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi
puerta, en un estado de gran excitación.
-Éste es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el
abogado que me había visitado.
-Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose
y en el que reconocí al propietario del no X de Wall Street-. Estos caballeros, mis
inquilinos, no pueden soportarlo más; Mr. B. -señalando al abogado- lo ha echado de su
oficina, y ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos
de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todos están inquietos; los clientes
abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que hacer algo,
inmediatamente.
Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi
nuevo domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era
la última persona relacionada con él y nadie quería olvidar esa circunstancia.
Temeroso de que me denunciaran en los diarios (corno alguien insinuó oscuramente)
consideré el asunto y dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el
amanuense en su propia oficina (la del abogado), haría lo posible para librarlos del
estorbo.
Subiendo a mi antigua morada, encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la
baranda en el descanso.
-¿Qué está haciendo ahí, Bartleby? -le dije.
-Sentado en la baranda -respondió humildemente.
Lo hice entrar a la oficina del abogado, que nos dejó solos.
-Bartleby -dije- ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su
persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina?
Silencio.
-Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase
de trabajo quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
-No, preferiría no hacer ningún cambio.
-¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros?
-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.
-¡Demasiado encierro -grité-, pero si usted está encerrado todo el día!
-Preferiría no ser vendedor -respondió como para cerrar la discusión.
-¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista.
-No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente.
Su locuacidad me animó. Volví a la carga.
-Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería
bueno para su salud.
-No, preferiría hacer otra cosa.
-¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su
conversación? ¿No le agradaría?
-De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo
en un sitio. Pero no soy exigente.
-Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi
desesperante relación con él, me puse furioso-. ¡Si usted no se va de aquí antes del
anochecer, me veré obligado (en verdad, estoy obligado) a irme yo mismo! -dije un poco
absurdamente, sin saber con qué amenaza atemorizarlo para trocar en obediencia su
inmovilidad. Desesperando de cualquier esfuerzo ulterior, precipitadamente me iba,
cuando se me ocurrió un último pensamiento, uno ya vislumbrado por mí.
-Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar, dadas las
circunstancias-, ¿usted no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a
quedarse a hasta encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo.
-No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio.
No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del
edificio, corrí por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi
libre de toda persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad, comprendí que yo había
hecho todo lo humanamente posible, tanto respecto a los pedidos del propietario y mis
inquilinos, como respecto a mis deseos y mi sentido del deber, para beneficiar a Bartleby,
y protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados; mi
conciencia justificaba mi intento, aunque, a decir verdad, no logré el éxito que esperaba.
Tal era mi temor de ser acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos,
que, entregando por unos días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la
ciudad, a través de los suburbios, en mi coche; crucé a Jersey City y a Hoboken, e hice
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Bartleby el escribiente
Herman Melville
fugitivas visitas a Manhattanville y Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi
coche durante este tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio una
nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba que su autor había
llamado a la policía, y que Bartleby había sido conducido a la cárcel como vagabundo.
Además, como yo lo conocía más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una
declaración conveniente de los hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mí un efecto
contradictorio. Primero, me indignaron, luego casi merecieron mi aprobación. El carácter
enérgico y expeditivo del propietario le había hecho adoptar un temperamento que yo no
hubiera elegido; y sin embargo, como último recurso, dadas las circunstancias especiales,
parecía el único camino.
Supe después que, cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel,
éste no ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente,
asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por
uno de los gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino
entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía.
El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el
propósito de mi visita, fui informado de que el individuo que yo buscaba estaba, en
efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que
merecía nuestra lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que
sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro
pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba-. De todos modos, si nada se
decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista.
Como no había contra él ningún cargo serio y era inofensivo y tranquilo, le permitían
andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí
lo encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro,
mientras, alrededor, me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las
estrechas rendijas de las ventanas.
-¡Bartleby!
-Lo conozco -dijo sin darse la vuelta- y no tengo nada que decirle.
-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-.
Para usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es
un lugar triste, como podía suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.
-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.
Al entrar de nuevo en el corredor, un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me
acercó, y señalando con el pulgar sobre el hombro, dijo:
-¿Ése es su amigo?
-Sí.
- ¿Quiere morirse de hambre? En tal caso que observe el régimen de la prisión y se
saldrá con su gusto.
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Bartleby el escribiente
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-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial
en ese lugar.
-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los
provea de buenos platos.
-¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí.
-Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-,
quiero que mi amigo esté particularmente atendido. Déle la mejor comida que encuentre.
Y sea con él lo más atento posible.
-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la
impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad.
Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su
nombre, me fui a buscar a Bartleby.
-Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil.
-Servidor, señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-.
Espero que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero
que pase un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar
hoy?
-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose la vuelta-. Me haría mal; no estoy
acostumbrado a cenar. -Con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se
quedó mirando la pared.
-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es
medio raro, ¿verdad?
-Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza.
-¿Desequilibrado? ¿Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su
amigo era un caballero falsificador; los falsificadores siempre son pálidos distinguidos.
No puedo menos que compadecerlos; m es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe
Edwards? -agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano
en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a
Monroe?
-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo
demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.
Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los
corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él.
-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear
al patio. Tomó esa dirección.
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Bartleby el escribiente
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-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí
está, durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.
El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el
acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor, excluían todo ruido. El
carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un
suave césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña
magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros.
Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas de lado, con la
cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve,
luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás,
parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un
escalofrío me corrió por el brazo y por la médula hasta los pies.
La redonda cara del despensero me interrogó.
-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?
-Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos.
-¿Eh?, está dormido, ¿verdad?
-Con reyes y consejeros -dije yo.
CREO que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir
fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector,
quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su
curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara
conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo
satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses
después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo
decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí,
aunque es triste, puede también interesar a otros.
El rumor es éste: Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas
Muertas de Washington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la
administración. Cuando pienso en este rumor, apenas puedo expresar la emoción que me
embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Concebid un hombre por
naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede
aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y
clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el
pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo que iba destinado tal
vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de banco remitido en urgente caridad a quien
ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados;
esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron
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sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran
hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!
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