30 de septiembre de 2016

Trabajo sobre Delgado Aparaín por el alumno SANTIAGO FREIRE. 4°7


Mario Delgado Aparaín
Nació en un paraje cercano a la ciudad de Florida denominado “La Macana”, el 28 de julio 1949.
De profesión periodista, escritor y docente, es considerado uno de los principales narradores de Uruguay. Se inició en el periodismo en Argentina, donde se exilió temporalmente, y luego continuó esta labor en su país. Sus amigos cercanos le llaman afectuosamente “El Negro”. Este escritor se destaca por su sólida prosa, que tiene peso e imaginación, por su humor muy incisivo y su fértil imaginación. Su obra, traducida a varios idiomas, comprende diversos volúmenes de novelas y cuentos.
Su principal novela es “La balada de Johnny Sosa”(Premio Municipal de Literatura, Montevideo, 1987). También se destacanMandato de Madre(Premio Foglia de Novela, 1990),Alivio de Luto(finalista del «Premio Rómulo Gallegos», 1999), yNo robarás las botas de los muertos(«PremioBartolomé Hidalgo», 2005).
Se le galardonó con el «Premio Cervantes» del Concurso Juan Rulfo (de Radio Francia Internacional), por su obra “Terribles Ojos Verdes” en el año 2001. Este cuento tuvo un gran impacto en los lectores y fue publicado por la editorial Alfaguara.
Es allegado al escritor chileno Luis Sepúlveda con el que escribió “Los Peores cuentos de los Hermanos Grimm” y lo fue del difunto escritor brasileño João Guimarães Rosa con el que coincidía que "escribir es un acto de resistencia" y una forma de evitar la muerte.
Fue Director del Centro de Cultura de la Intendencia Municipal de Montevideo, en Artes y Ciencias.


Análisis de “Terribles Ojos Verdes”
Es un cuento publicado en el 2001 por la editorial Alfaguara. Los personajes de esta composición son: Sampedro (un alcohólico que lo perdió todo y desea rehacer su vida), la enfermera Guerra (enfermera del Hospital Vidal y Fuentes de Minas y amor de Sampedro), el Doctor Carreras (Doctor del hospital, contracara y rival de Sampedro en busca del amor de la enfermera Guerra) y Sherwood Cañahueca,detective de la ciudad de Mosquitos.
Si bien este cuento está ubicado dentro del eje temático del amor y la pasión trabajados en el curso, también tiene ribetes policiales y toca diversos temas, entre ellos la violencia y la denigración hacia la mujer.
Posee un título simbólico (se menciona un “elemento” que se repite dentro del texto muy llamativo que tiene un gran impacto en el lector, esto se logra a partir del adjetivo “terribles” que nos indican que no son unos ojos cualesquiera (por su color y grandiosidad) y mucho menos fáciles de olvidar. El autor utiliza un recurso literario llamado metonimia (tomar una parte por el todo) para referirse a los ojos de la enfermera Guerra, pero luego al seguir la lectura nos damos cuenta que lo “terrible” no solo eran sus ojos sino la enfermera en todo su esplendor.
Además, esos “Terribles ojos verdes” son lo primero que Sampedro ve al despertarse en la camilla del hospital: “Pero también, cuando volvió en sí, Sampedro se encontró por primera vez con los tremendos ojos verdes de la enfermera Guerra”. Notamos la insistencia del autor en señalar a los “tremendos” o “terribles ojos verdes”.
La obra posee un narrador en tercera persona, que narra, pero no es personaje. Lo observamos por el uso de verbos conjugados en tercera persona como: “golpeó”, “dedicó”, “preguntó”.
Ubicamos la historia en Mosquitos, una ciudad real, pero que, explicado por el mismo autor, en su mundo de fantasía Mosquitos es una ciudad que resume muchos lugares en los que él vivió y conoció y extrae partes de ellos para realizar todas sus historias, mayormente ubicadas durante la dictadura militar en Uruguay.
El cuento se inicia con la situación final: Sampedro en la comisaría de Mosquitos denunciando una golpiza de la noche anterior en la oficina maloliente y solitaria del Detective Sherwood Cañahueca: …. “Y agregó que en aquel momento estaba allí para denunciar la violenta agresión que había sufrido la noche anterior en casa de la enfermera Guerra”.
En el comienzo destacamos a dos de los personajes del cuento, Sampedro y Sherwood Cañahueca:
Se realiza una prosopografía de Sampedro: “El forastero alto, flaco y con la nariz tumefacta como un tomate apretado por la manito de un mono, se quitó el sombrero panamá”. Como está señalado en el cuento, él es un forastero y por esa condición su llegada no es bien vista y recibe un trato “hostil” por parte del detective, que pareciera que tiene más de preguntar y saber sobre vidas ajenas que de escuchar a Sampedro. La creación del personaje del detective puede estar muy influenciada por la relación del escritor y las crónicas policiales que escribía para un diario de la capital de nuestro país (que pudieron ser una fuente inspiradora). En sí, Sherwood no es un detective ordinario, empezando por su extraña ubicación en un pequeño pueblo rural donde hay pocos problemas y denuncias. Básicamente con este personaje el autor trata de parodiar la figura del célebre detective Sherlock Holmes del autor Arthur Conan Doyle (S XIX) y es la adaptación de un detective de las grandes ciudades que poseen alto grado de criminalidad a un pueblo rural donde no ocurre prácticamente nada. Podemos notar que el intento de parodia en la displicencia, poca seriedad y falta de profesionalismo del detective (duerme mientras está de servicio); su apellido “Cañahueca” puede significar cierta ineficacia, lo opuesto que se busca en un detective.
Sampedro insiste en querer realizar la denuncia y le pregunta si conocía a la enfermera, Cañahueca responde afirmativamente sin querer dar muchos detalles, a lo que Sampedro dice: “Es que hasta ayer era mi mujer o algo así”. Sherwood piensa y teme que el forastero esté envuelto en algo complicado: “… el detective sabía un poco más de lo que conocía el pueblo sobre la vida privada de la enfermera, por lo que tuvo la instantánea sospecha que el hombre se había metido en territorios complicados”. La frase “territorios complicados” alude al pasado de la enfermera y su situación con el Dr. Carreras. Sacando conclusiones podemos decir que la enfermera mostraba una “parte profesional” al pueblo, pero Cañahueca conoce más sobre ella (secretos, relaciones amorosas, cuestiones personales .


El desarrollo del cuento se inicia con un salto hacia atrás en el tiempo, utilizando el recurso narrativo llamado analepsis: “El principio de la historia parecía remontarse al año en el que el ministro Villegas provocó aquella catastrófica devaluación…” Aquí Sampedro cuenta cómo lo perdió todo (sus tierras, mujer) y cómo se volvió “un alcohólico empedernido capaz de tomarse hasta el agua de los floreros” Sobre este personaje nos contó algunos elementos biográficos el propio escritor en la visita a nuestro liceo. Está enfermedad que sufre , el alcoholismo es de vital importancia para el transcurso del cuento, ya en el desarrollo también se describe cómo Sampedro sufre un como etílico y es llevado al hospital: “… y a continuación se le desató una tormenta en el cerebro que lo dejó allí mismo, tieso como un palo sin poder balbucear siquiera su propio nombre por varios días…”. Como forma característica, el autor realiza un resumen sintético de la obra: “Pero también, cuando volvió en sí, Sampedro se encontró por primera vez con los tremendos ojos verdes de la enfermera Guerra, la mujer que comenzó por administrarle somníferos y antidepresivos contra el síndrome de abstinencia, y terminó por meterse en su cama durante las heladas madrugadas de aquel invierno interminable, hasta enamorarse como solo las encargadas del turno de la noche de un hospital departamental saben hacerlo”. Aquí notamos la importancia del amor de la enfermera para Sampedro, siendo en gran parte responsable por la recuperación de Sampedro y a tal punto que este prometió dejar de beber por su amor: “En realidad no fue el Doctor Carreras sino la enfermera Guerra, una mujer morena y de hermosas facciones indígenas, quién se llevó los laureles de la recuperación de Sampedro”. También podemos decir que fue ella quien le dio un trabajo y por sobretodo le devolvió la dignidad y aumento su autoestima: “A partir de hoy se pondrá una túnica de enfermero y me ayudará con las tareas del hospital…”
“… Sampedro se había dejado convencer por ella de que nada hay como el trabajo para un hombre con el propósito de borrar años de su vida y hacer como si nunca hubieran existido (Le agradaba incluso mirarse al espejo (…), en un tono cómicamente abrasilerado: Vien vañao, bien feitao y bien peinao… ¡Lindo macho! ¿No?, remedaba).
Este es amor fue tan intenso que producía en Sampedro angustia, sentimiento de soledad y dolor cada vez que la enfermera regresaba por el fin de semana a Mosquitos: “De ahí que los viernes, cuando ella abandonaba el hospital por el fin de semana para volver a su pueblo, Sampedro la extrañaba como un perro abandonado ”. Por otra parte, aparece la violencia del doctor Carreras, un hombre “… extraño, de temperamento tormentoso y variable, un candidato a diputado con complejo de culpa, borrachín...” que es la contracara de Sampedro y busca a toda costa terminar con la relación amorosa de Sampedro y la enfermera.
Al cabo de un tiempo, el Doctor Carreras descubre la relación amorosa y le da el alta a Sampedro, “obligándolo” a irse, éste decide ir a buscar a la enfermera Guerra hasta la terminal del Café Bertochi y finalmente concretaron que Sampedro se quedaría en la casa de la enfermera y ella regresaría los fines de semana. Sampedro atendió el pedido de su amada y no abandonó la casa, no se dejó ver por nadie y no frecuentó los bares: “Para Sampedro fueron días placenteros, de verdadero restablecimiento y de una paz interior que nuca había conocido. (…) Simplemente cuidaba los tomates cuidaba los tomates, le daba de comer a las gallinas y mantenía viva el alma de la casa hasta que ella volvía”.
Luego del tiempo de paz y tranquilidad es cuando encontramos el desenlace, iniciándose con la cita: “Pero un día aquella fiesta del corazón se terminó”. Un viernes de noche. el doctor Carreras llegó empujando a la enfermera y abriendo bruscamente la puerta, esta situación no daba para más. Amenazada por Carreras, Guerra tuvo que confesarle a Sampedro “que le debía algo más que la vida al doctor, que aquella casa en realidad era de él, que se había dejado arrastrar por la piedad” y le pidió a Sampedro que se fuera de allí; él, para nada contento, intentó una última jugada: “Sampedro, un hombre que se había acostumbrado a perder con demasiada frecuencia, dejó caer al fin el cucharón al suelo. Pero de pronto, como si lo hubiera poseído el espíritu de un boxeador negro, arremetió con las manos crispadas hacia adelante, con la clara intención de convertir el pescuezo del doctor Carreras en una caprichosa artesanía.” A su vez, Carreras estaba preparado: “Pero el médico lo estaba esperando. Le bastó con sacar su mano del bolsillo y pegarle con el caño de un Smith & Wesson en medio de la cara, para hacerlo caer al suelo de rodillas y dejarlo con la nariz convertida en un tomate exprimido por la manito de un mono”. Sampedro se levantó y se dirigió en dirección hacia la calle, tomó su saco y su sombrero, e ignoró totalmente a la enfermera Guerra. Luego, pasó la noche tendido a la orilla del arroyo de Mosquitos y despertó a una hora cercana a las doce y media, “demoró casi media hora en reencontrarse consigo mismo”, se acomodó sus ropas y encaminó hacia el centro del pueblo, precisamente hacia la comisaría. Aquí, hábilmente, el autor nos introduce nuevamente en la situación donde se produce el diálogo entre Sampedro y Sherwood Cañahueca: “Entonces decidí hacer lo que estoy haciendo ahora: venir a la policía y denunciar lo que me hizo ese animal…- dijo Sampedro, un poco confundido en medio de su enojo.” Finalmente, Sherwood Cañahueca confiesa que “con el Doctor Carreras nunca pasa nada”, lo que ocasiona un gran disgusto en Sampedro y provoca su retirada. Pero el narrador se guarda un “as bajo la manga” porque si bien sabemos que el final de la historia es que el doctor Carreras golpea a Sampedro, la historia termina con una revelación final:
“Sherwood Cañahueca se levantó con extrema pereza (…), dudando entre aquello de meterse en vidas ajena o mantener la boca cerrada, el policía optó por lo primero y le formuló una advertencia cargada de languidez”.
- Cuando llegue allá, tenga cuidado con lo que habla … - dijo.
Sampedro se detuvo (…), esperando a que se explicase.
- La mujer que abandonó a su amigo Lander hace cuatro años… también fue ella”.
Esta revelación final tiene un indicio anterior en el texto: “El detective frunció el ceño(..), pues a la enfermera Guerra todas la conocían como a una laboriosa mujer sin tiempo para amores ocultos, y desde que fracasara su único matrimonio cuatro años atrás…


Tango del viejo marinero
Se trata de una obra vinculada con el mar, de grandes naufragios y aventuras marítimas, confeccionada desde tres personajes enclavados en la costa de Canalones, en Santa Ana.
Esta novela posee una dedicatoria: “Al comandante Cáceres y al Capitán Lander, marinos legendarios que inspiraron esta historia”.
Estos tres personajes, derrotados, solitarios -como suelen ser los personajes del autor- a través de la narración de historias que el protagonista, el Capitán Lander acumula, arman “una nueva vida en la que reviven”.
La historia es una “ampliación y una continuación” de la historia que comienza en “Terribles ojos verdes” que en el final el personaje Sampedro pregunta al detective Sherwood Cañahueca donde pude estar el Capitán Lander. El detective le da las indicaciones y Sampedro sale caminando hacia Santa Ana. Esta novela comienza con Sampedro llegando a Santa Ana y visitando al capitán Lander desde ese punto comienza moverse la historia. En el capítulo I es cuando sucede esa “ampliación” realizando un detalle cronológico quizás más preciso: “… alguien los descubrió a las seis de la mañana abrazados y profundamente dormidos en plena sala general.”
Un par de semanas después, una vez más el doctor Carreras hizo su aparición en escena…”
También se amplía la charla que tiene Sampedro con Cañahueca sobre Lander: “… Sampedro le preguntó si sabía algo del paradero tan buscado de su amigo Lander. ¿Lander? Hace mucho tiempo que ese hombre no vive en Mosquitos, (...) Vive en la costa vende barcos(..) Él mismo se los vende a los turistas…”
Se describe cómo se sintió Sampedro luego de la revelación final del detective: “ Se fue con los dientes apretados, mordiendo el aire como si fuera una fruta demasiado amarga”
La obra toca temas tales como la amistad, principalmente entre Sampedro y El capitán Lander: “Los hombres se unen y se separan como esas hojas de otoño que arrastra el viento”. Así como las hojas de otoño se desprenden de las ramas y caen, quedan a merced del viento, dependen de situaciones externas, entre los hombres ocurre lo mismo, está la voluntad implícita de mantener la amistad, pero en la vida suceden “cosas” que separan y unen a las personas, está historia cuenta el momento y desarrollo del encuentro de dos íntimos amigos. También toca temas como el amor o la soledad, pero también aparece el mal encarnado en un médico que participó en las torturas de la dictadura y cuya hija no puede entender el grado de maldad de su padre, y ella está muy derrotada cuando llega a Santa Ana. Asimismo, el capitán Lander toma un viejo poema de Samuel Taylor: “La balada del viejo marinero” donde se cuenta una historia de la aparición del mal a través de un albatros.
En un lugar humilde de la costa uruguaya, dos amigos veteranos cobijan a una jovencita suicida rescatada por uno de los protagonistas: el Capitán Lander.
Allí y conviven Sampedro, el Capitán Lander y la jovencita en una amistad fraterna y paternal durante todo el tiempo de salvación. “Ella es hija de un médico siniestro especializado en medicina de combate, es un médico supervisor de torturas”.
Toda la historia es un canto a la amistad, a la fraternidad y solidaridad humana, pero sin demagogia ni ideologismo, sino un derroche de valores contrapuestos a la maldad humana”, remarcó el autor en una entrevista. Asegura que la maldad “pulula” por todos lados, pero es una obsesión del capitán Lander identificar la razón de la malignidad sin motivos.
SANTIAGO FREIRE.

27 de septiembre de 2016

4°7, Amor más poderoso que la muerte. Romance anónimo

 AMOR MÁS PODEROSO QUE LA MUERTE.

Conde Niño, por amores
es niño y pasó a la mar;
va a dar agua a su caballo
la mañana de San Juan.
Mientras el caballo bebe
él canta dulce cantar;
todas las aves del cielo
se paraban a escuchar;
caminante que camina
olvida su caminar,
navegante que navega
la nave vuelve hacia allá.
La reina estaba labrando,
la hija durmiendo está:
-Levantaos, Albaniña,
de vuestro dulce folgar,
sentiréis cantar hermoso
la sirenita del mar.
-No es la sirenita, madre,
la de tan bello cantar,
si no es el Conde Niño
que por mí quiere finar.
¡Quién le pudiese valer
en su tan triste penar!
-Si por tus amores pena,
¡oh, malhaya su cantar!,
y porque nunca los goce
yo le mandaré matar.
-Si le manda matar, madre
juntos nos han de enterrar.
Él murió a la media noche,
ella a los gallos cantar;
a ella como hija de reyes
la entierran en el altar,
a él como hijo de conde
unos pasos más atrás.
De ella nació un rosal blanco,
de él nació un espino albar;
crece el uno, crece el otro,
los dos se van a juntar;
las ramitas que se alcanzan
fuertes abrazos se dan,
y las que no se alcanzaban
no dejan de suspirar.
La reina, llena de envidia,
ambos los mandó cortar;
el galán que los cortaba
no cesaba de llorar;
della naciera una garza,
dél un fuerte gavilán
juntos vuelan por el cielo,
juntos vuelan a la par.
                                                                              Romance anónimo.

4°7 Amor constante más allá de la muerte. Quevedo.

 AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE.

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.


                                       FRANCISCO DE QUEVEDO , Poeta español 1580 1645

12 de septiembre de 2016

6° El spleen de París. Poema 12 "Las multitudes" (Poemas en prosa)

EL SPLEEN DE PARIS.
A ARSÈNE HOUSSAYE
Mi querido amigo, le envío una obrita que no
tiene ni pies ni cabeza porque aquí todo es pies y
cabeza a la vez, alternativa y recíprocamente. Con-
sidere las admirables comodidades que ofrece a to-
dos esta combinación, a usted, a mí y al lector. Po-
demos cortar donde queremos, yo mi ensueño, us-
ted el manuscrito y el lector su lectura, porque no
supedito su esquiva voluntad al hilo interminable de
una intriga superflua. Sustraiga una vértebra y los
dos trozos de esta tortuosa fantasía se unirán sin
esfuerzo. Córtelo en muchos fragmentos y verá que
cada cual puede existir separado. Con la esperanza
de que algunos de estos pedazos sean lo bastante
vívidos para gustarle y divertirlo, me atrevo a dedi-
carle la serpiente entera.
Tengo una pequeña confesión que hacerle. Hoje-
ando por lo menos una vigésima vez el famoso
Gaspard et la Nuit de Aloysius Bretrand (¿acaso un
libro que conocemos usted yo y algunos amigos no
tiene todo el derecho a ser llamado famoso?) se me
ocurrió intentar algo parecido y aplicar a la de-
scripción de la vida moderna -mejor dicho, una vida
moderna y más abstracta- el procedimiento que él
aplicó a la pintura de la vida antigua, tan extraña-
mente pintoresca.
¿Quién no ha soñado el milagro de una prosa
poética, musical, sin ritmo y sin rima, tan flexible y
contrastada que pudiera adaptarse a los movimien-
tos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoña-
ción y a los sobresaltos de la conciencia?
Esta obsesión nace de frecuentar las grandes ciu-
dades, del entrecruzamiento de sus incontables rela-
ciones. También usted, mi querido amigo, trató de
traducir en canción el grito estridente del vidriero y de
expresar en prosa lírica sus desoladoras resonancias
cuando atraviesan las altas brumas de la calle y lle-
gan a las buhardillas.
A decir verdad, temo que mi celo no me haya
traído felicidad. Apenas iniciado el trabajo me di
cuenta de que estaba muy lejos de mi misterioso y
brillante modelo y que además hacía algo -si puede
llamarse algo a esto- singularmente diferente. Este
accidente enorgullecería a cualquier otro, pero hu-
milla profundamente a un espíritu para quien el más
grande honor del poeta es cumplir exactamente con
lo que había proyectado hacer.
Su muy afectuoso
C. B.

C H A R L E S   B A U D E L A I R E
XII
LAS MULTITUDES
Sumergirse en la multitud no es para todos: gozar
de la muchedumbre es un arte; una francachela de
vitalidad a expensas del género humano y sólo pue-
de dársele uno al que el hada inspiró desde la cuna
el gusto del disfraz y la máscara, el desprecio por el
domicilio y la pasión por viajar.
Multitud, solitud: términos iguales y convertibles
para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe po-
blar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio
de una muchedumbre atareada.
El poeta disfruta de ese incomparable privilegio,
porque puede ser él mismo y otro, según su vol-
untad. Como almas errantes que buscan un cuerpo,
entra cuando quiere en el personaje de cada quien.
Sólo para él, todo está disponible y si ciertos sitios
parecen estarle vedados es que a su criterio no vale
la pena visitarlos.
El paseante solitario y pensativo obtiene una sin-
gular ebriedad en la comunión universal. El que
desposa fácilmente a la multitud conoce febriles ale-
grías, de las que eternamente se verá privado el
egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, en-
quistado como un molusco. El adopta todas las
profesiones, todas las dichas y todas las miserias que
la circunstancia le presenta.
Lo que los hombres llaman amor es demasiado
pequeño, demasiado restringido y demasiado débil,
comparado con la inefable orgía, la santa prostitu-
ción del alma que se da entera, poesía y caridad, a lo
que imprevistamente aparece, al desconocido que pasa
A veces es bueno enseñarle a los felices de este
mundo, más no sea para humillar un instante su
estúpido orgullo, que hay una felicidad superior a la
suya, más vasta y más refinada. Los fundadores de
colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes mi-
sioneros exiliados en el fin del mundo, sin duda algo
conocen de esas misteriosas embriagueces; y, en el
seno de la vasta familia que su genio creó, a veces
deben reírse de quienes los compadecen por su
suerte, tan agitada, y por su vida, tan casta.



De: El Spleen de París. (Poemas en prosa) 1969

4 de septiembre de 2016

Todos los 6°. El hombre en la multitud. Edgar Allan Poe.

El hombre de la multitud
Edgar Allan Poe
Ce grand malheur de ne pouvoir être seul.
(La Bruyère)
 
Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café D..., en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior   -άχλϋς ή πριν έπήεν- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.
Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.
Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.
La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres dueños de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi atención.
El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor palabra, cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de lo que un año o año y medio antes había constituido la perfección del bon ton. Afectaban las maneras ya desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor definición posible de su clase.
La división formada por los empleados superiores de las firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente separada. Noté que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad, si es que puede existir una afectación tan honorable.
Había aquí y allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré a dicho personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.
Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. En el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa.
A medida que la noche se hacía más profunda, también era más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables desaparecían a medida que el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas, débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.
Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.
Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi observación, analizar el sentido de lo que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la caminata duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando se volvió bruscamente.
Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el errabundo entró en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y vendedores.
Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo un estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D... Pero el aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.
Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D..., la vimos casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la confusión que crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.
-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich nicht lesen.
FIN

Todos los sextos: Cuadros parisinos.

Si bien cada clase tiene subido a su grupo el libro completo de Las flores del mal que contiene la sección Cuadros parisinos algunos alumnos han pedido que lo suba a word para facilitar. Es el mismo que tiene el libro completo.Como verán los poemas tienen su referencia cronológica pero están ordenados, como lo hemos dicho en clase por sección de acuerdo a su temática.

  1. CUADROS PARISIENSES

LXXXVI
PAISAJE
Yo quiero, para componer castamente mis églogas,
Acostarme cerca del cielo, como los astrólogos,
Y vecino de los campanarios, escuchar soñando
Sus himnos solemnes arrastrados por el viento.
Las dos manos bajo el mentón, desde lo alto de la bohardilla,
Yo veré el taller que canta y que charla;
Las chimeneas, los campanarios, esos mástiles de la cité,
Y los amplios cielos que hacen soñar con la eternidad.
Es grato, a través de las brumas, ver nacer
Las estrellas en el azur, la lámpara en la ventana,
Los vahos del carbón trepar al firmamento
Y la luna volcar su pálido encantamiento.
Yo veré las primaveras, los estíos, los otoños,
Y cuando llegue el invierno de las nieves monótonas,
Cerraré por todas partes portezuelas y postigos
Para edificar en la noche mis feéricos palacios.
Entonces soñaré con horizontes azulados,
Jardines, surtidores llevando en los alabastros,
Besos, pájaros cantando noche y día,
Y todo cuanto el Idilio tiene de más infantil.
El Motín, atronando vanamente en mi ventana,
No hará levantar mi frente de mi pupitre;
Porque estaré sumergido en esta voluptuosidad
De evocar la Primavera con mi voluntad,
Extraer un sol de mi corazón, y hacer
De mis pensamientos ardientes una tibia atmósfera.
1857.
98
LXXXVII
EL SOL
A lo largo del viejo faubourg, donde penden en las casuchas
Las persianas, abrigo de secretas lujurias,
Cuando el sol cruel cae con trazos redoblados
Sobre la ciudad y los campos, sobre los techos y los trigales,
Yo acudo a ejercitarme solo en mi fantástica esgrima,
Husmeando en todos los rincones las sorpresas de la rima.
Tropezando sobre las palabras como sobre los adoquines.
Chocando a veces con versos hace tiempo soñados.
Este padre nutricio, enemigo de las clorosis,
Despierta en los campos los versos como las rosas;
Hace evaporarse las preocupaciones hacia el cielo,
Y colma los cerebros y las colmenas de miel.
Es él quien rejuvenece a los que empuñan muletas
Y los torna alegres y dulces como muchachas jóvenes,
Y ordena a los sembrados crecer y madurar
¡En el corazón inmortal que siempre quiere florecer!
Cuando, igual que un poeta, desciende en las ciudades,
Ennoblece el destino de las cosas más viles,
Introduciéndose cual rey, sin ruido y sin lacayos,
En todos los hospitales y en todos los palacios.
1861.
99
LXXXVIII
A UNA MENDIGA PELIRROJA
Blanca muchacha de los cabellos rojizos,
Cuyo vestido por los agujeros
Deja ver la pobreza
Y la belleza,
Para mí, poeta enclenque,
Tu joven cuerpo enfermizo,
Lleno de pecas,
Tiene su dulzura.
Tú llevas más galantemente
Que una reina de romance
Sus coturnos de terciopelo
Tus zuecos burdos.
En lugar de un harapo muy corto,
Un soberbio traje de corte
Arrastra con pliegues rumorosos y largos
Sobre tus talones;
En lugar de medias agujereadas,
Para los ojos taimados
Sobre tu pierna un puñal de oro
Reluce todavía;
Nudos mal ajustados
Desnudan para nuestros pecados
Tus dos hermosos senos, radiantes
Como dos ojos;
Que para desnudarte
Tus brazos se hacen rogar
Y expulsan con golpes vivaces
Los dedos traviesos,
Perlas del más bello oriente,
Sonetos del maestro Belleau
Por tus galantes engrillados
Sin cesar ofrecidos
Chusma de rimadores
Dedicándote sus primores
Y contemplando tu zapato
Bajo la escalera,
Más de un paje enamorado del azar,
Más que un señor y más que un Ronsard
¡Espiaban por diversión
Tu fresco escondrijo!
Tú contabas en tus lechos
Más besos que lises
Y ordenabas bajo tus leyes
100
¡Más de un Valois!
Empero tú vas mendigando
Algún viejo mendrugo yaciendo
En el umbral de cualquier Véfour
De la encrucijada;
Tú vas curioseando por debajo
Joyas de veintinueve sueldos
Que yo no puedo, ¡oh, perdón!
Regalarte.
¡Ve, pues, sin otro adorno,
Perfumes, perlas, diamante,
Que tu magra desnudez!
¡Oh, mi belleza!
1861.
101
LXXXIX
EL CISNE
A Víctor Hugo.
I
¡Andrómaca, pienso en ti! Este riacho,
Pobre y triste espejo donde antaño resplandeció
La inmensa majestad de vuestros dolores de viuda,
Este Simoïs mentiroso que con vuestras lágrimas crece,
Ha fecundado de pronto mi memoria fértil,
Cuando yo atravesaba el nuevo Carrousel.
El viejo París terminó (la forma de una ciudad
Cambia más rápido, ¡ah!, que el corazón de un mortal);
Yo no veo sino con el espíritu todo este caserío,
Este montón de capiteles esbozados y los fustes,
Las hierbas, los grandes bloques verdecidos por el agua de las charcas,
Y brillando en las ventanas, el bric-a-bras confuso.
Allí se mostraba antaño una casa de fieras;
Allá yo vi, una mañana, en la hora en que bajo los cielos
Fríos y claros el Trabajo se despierta, en que la basura
Empuja un sombrío huracán en el aire silencioso,
Un cisne que se había evadido de su jaula,
Y, con sus patas palmípedas frotando el empedrado seco,
Sobre el suelo' áspero arrastraba su blanco plumaje.
Cerca de un arroyo sin agua la bestia abriendo el pico
Bañaba nerviosamente sus alas en el polvo,
Y decía, el corazón lleno de su bello lago natal:
"Agua, ¿Cuándo lloverás? ¿Cuándo tronarás, rayo?"
Yo veo este desdichado, mito extraño y fatal,
Hacia el cielo algunas veces, como el hombre de Ovidio,
Hacia el cielo irónico y cruelmente azul,
Sobre su cuello convulsivo tender su cabeza ávida,
¡Como si dirigiera reproches a Dios!
II
¡París cambia! ¡pero, nada en mi melancolía
Se ha movido! palacios nuevos, andamiajes, bloques,
Viejos arrabales, todo para mí vuélvese alegoría,
Y mis caros recuerdos son más pesados que rocas.
También ante este Louvre una imagen me oprime:
Y pienso en mi gran cisne, con sus gestos locos,
Como los exiliados, ridículo y sublime,
¡Y roído por un deseo sin tregua! y luego en vos,
Andrómaca, de los brazos de un gran esposo caída,
102
Vil rebaño, bajo la mano del soberbio Pirro,
Cabe una tumba vacía en éxtasis doblegado;
Viuda de Héctor, ¡ah! ¡y mujer de Heleno!
Yo pienso en la negra, enflaquecida y tísica,
Chapaleando en el lodo, y buscando, la mirada huraña,
Los cocoteros ausentes del África soberbia
Detrás de la muralla inmensa de neblina;
En cualquiera que ha perdido lo que no se encuentra
¡Jamás, jamás! ¡en los que beben lágrimas!
¡Y maman del Dolor cual de una buena loba!
¡En los flacos huérfanos secándose cual flores!
También en la selva donde mi espíritu se exilia
¡Un viejo Recuerdo resuena con la plenitud del cuerno!
Pienso en los marineros olvidados en una isla,
¡En los cautivos, en los vencidos!... ¡y en muchos otros todavía!
1860.
103
XC
LOS SIETE ANCIANOS
A Víctor Hugo
Hormigueante ciudad, llena de sueños,
Donde el espectro en pleno Día agarra al transeúnte!
Los misterios rezuman por todas partes como las savias
En los canales estrechos del coloso poderoso.
Una mañana, mientras que en la triste calle
Las casas, cuya altura prolonga la bruma,
Simulaban los dos muelles de un río crecido,
Y que, decoración semejante al alma del actor,
Una niebla sucia y amarilla inundaba tanto el espacio,
Yo seguía, atesando mis nervios cual un héroe
Y discutiendo con mi alma ya cansada,
El "faubourg" sacudido por las pesadas carretas.
De pronto, un anciano cuyos guiñapos amarillos
Imitaban el color de este cielo lluvioso,
Y de los que el aspecto había hecho llover las limosnas,
Sin la maldad que lucía en sus ojos,
Se me apareció. Se hubiera dicho su pupila empapada
En la hiel; su mirada agudizando la escarcha,
Y su barba de largas guedejas, afilada como una espada,
Se proyectaba, parecida a la de Judas.
No estaba encorvado, sino quebrado, su espinazo
Hacía con su pierna imperfecto ángulo recto,
Si bien su bastón, completando su estampa,
Le imprimía el talante y el paso torpe
De un cuadrúpedo enfermo o de un brasero de tres patas.
En la nieve y el barro avanzaba atascándose,
Cual si aplastara muertos bajo sus chanclos,
Hostil al universo más bien que indiferente.
Su semejante le seguía: barbas, ojos, dorso, bastón, guiñapos,
Ningún rasgo distinguía, del mismo infierno llegado,
Este jumento centenario, y estos espectros barrocos
Marchaban con el mismo peso hacia un final desconocido.
¿A qué complot infame estaba yo expuesto,
O qué perverso azar así me humillaba?
¡Porque yo conté siete veces, de minuto en minuto,
Este siniestro anciano que se multiplicaba!
Que aquel que se burla de mi inquietud,
Y que no se ha sentido alcanzado por un estremecimiento fraternal,
Si bien que, pese a tanta decrepitud,
¡Estos siete monstruos horribles tenían el aire eterno!
¿Hubiera yo, sin morir, contemplado el octavo,
Sosías inexorable, irónico y fatal,
104
Asqueante Fénix, hijo y padre de sí-mismo?
Mas volví las espaldas al cortejo infernal.
¡Exasperado como un ebrio que viera doble,
Retorné, cerré mi puerta, espantado,
Enfermo y pasmado, el espíritu afiebrado y turbado,
Herido por el misterio y por el absurdo!
Vanamente mi razón quería empuñar la barra;
La tempestad jugando derrotaba mis esfuerzos,
¡Y mi alma danzaba, danzaba, vieja gabarra
Sin mástiles, sobre un mar monstruoso y sin riberas!
1859.
105
XCI
LAS VIEJECITAS
A Víctor Hugo
En los pliegues sinuosos de las viejas capitales,
Donde todo, hasta el horror, vuelve a los sortilegios,
Espío, obediente a mis humores fatales,
Los seres singulares, decrépitos y encantadores.
Estos monstruos dislocados fueron antaño mujeres
¡Eponina o Lais! Monstruos rotos, jorobados
O torcidos, ¡amémoslos! son todavía almas
Bajo faldas agujereadas y bajo fríos trapos.
Trepan, flagelados por el cierzo inicuo,
Estremeciéndose al rodar estrepitoso de los ómnibus,
Y apretando contra su flanco, cual si fueran reliquias,
Un saquito bordado de flores o de arabescos;
Trotan, muy parecidos a marionetas;
Se arrastran, como hacen las bestias heridas,
O bailan, sin querer bailar, pobres campanillas
De las que cuelga un Demonio sin piedad. Destrozados
Como están, tienen ojos taladrantes cual una barrena,
Brillantes como esos agujeros en los que el agua duerme en la noche;
Tienen los ojos divinos de la tierna niña
Que se maravilla y ríe a todo cuanto reluce.
¿Habéis observado que muchos féretros de viejas
Son casi tan pequeños como el de un niño?
La Muerte sabia deposita en esas cajas iguales
Un símbolo de un sabor caprichoso y cautivante,
Y cuando entreveo un fantasma débil
Atravesando de París el hormigueante cuadro,
Me parece siempre que este ser frágil
Se marcha muy dulcemente hacia una nueva cuna;
A menos que, meditando sobre la geometría,
Yo no busque, en el aspecto de esos miembros discordes,
Cuántas veces es preciso que el obrero varíe
La forma de la caja donde se meten todos esos cuerpos.
Esos ojos son pozos abiertos por un millón de lágrimas,
Crisoles que un metal enfriado recubre con pajuelas...
¡Esos ojos misteriosos tienen invencibles encantos
Para aquel que el austero Infortunio amamanta!
II
De Frascati difunta Vestal enamorada;
Sacerdotisa de Talía, ¡ah!, de la que el apuntador
Enterrado sabe el nombre; célebre evaporada
Que Tívole antaño sombreaba en su flor,
106
¡Todas me embriagan! Pero, entre esos seres débiles
Los hay que, haciendo del dolor una miel,
Han dicho al Sacrificio que les prestaba sus alas:
Hipógrifo poderoso, ¡llévame hasta el cielo!
La una, por su patria en la desdicha ejercitada,
La otra, que el esposo sobrecargó de dolores,
La otra, por su hijo Madona traspasada,
¡Todas habrían podido formar un río con sus lágrimas!
III
¡Ah! ¡Cómo he seguido a esas viejecitas!
Una, entre otras, a la hora en que el sol poniente
Ensangrienta el cielo con heridas bermejas,
Pensativa, se sentaba apartada sobre un banco,
Para escuchar uno de esos conciertos, ricos en cobre
Con los que los soldados, a veces, inundan nuestros jardines,
Y que, en esas tardes de oro en las que nos sentimos revivir,
Vierten cierto heroísmo en el corazón de los ciudadanos.
Aquélla, erecta aún, altiva y oliendo a la regla,
Aspirando ávidamente ese canto vivido y guerrero;
Su mirada, a veces, se abría como el ojo de una vieja águila;
¡Su frente de mármol parecía hecha para el laurel!
IV
Tal como camináis, estoicas y sin quejas,
A través del caos de vivientes ciudades,
madres de sangrante corazón, cortesanas o santas,
De las que, antaño, los nombres por todos eran citados.
Vosotras que fuisteis la gracia o que fuisteis la gloria,
¡Nadie os reconoce! Un beodo incivil
Os enrostra al pasar un amor irrisorio;
Sobre vuestros talones brinca un niño flojo y vil.
Avergonzadas de existir, sombras encogidas,
medrosas, agobiadas, costeáis los muros;
Y nadie os saluda, ¡extraños destinos!
¡Despojos de humanidad para la eternidad maduros!
Pero yo, yo que de lejos tiernamente os espío,
La mirada inquieta, fija sobre vuestros pasos vacilantes,
Como si yo fuera vuestro padre, ¡oh, maravilla!
Saboreo sin que lo sepáis placeres clandestinos:
Veo expandirse vuestras pasiones novicias;
Sombríos o luminosos, veo vuestros días perdidos;
¡Mi corazón multiplicado disfruta de todos vuestros vicios!
¡Mi alma resplandece de todas vuestras virtudes!
¡Ruinas! ¡Mi familia! ¡oh, cerebros congéneres!
107
¡Yo cada noche os hago una solemne despedida!
¿Dónde estaréis mañana, Evas octogenarias,
Sobre las que pesa la garra horrorosa de Dios?
1859.
108
XCII
LOS CIEGOS
¡Contémplalos, alma mía; son realmente horrendos!
Parecidos a maniquíes; vagamente ridículos;
Terribles, singulares como los sonámbulos;
Asestando, no se sabe dónde, sus globos tenebrosos.
Sus ojos, de donde la divina chispa ha partido.
Como si miraran a lo lejos, permanecen elevados
Hacia el cielo; no se les ve jamás hacia los suelos
Inclinar soñadores su cabeza abrumada.
Atraviesan así el negror ilimitado,
Este hermano del silencio eterno. ¡Oh, ciudad!
Mientras que alrededor nuestro, tú cantas, ríes y bramas,
Prendada del placer hasta la atrocidad,
¡Mira! ¡Yo me arrastro también! Pero, más que ellos, ofuscado,
Pregunto: ¿Qué buscan en el Cielo, todos estos ciegos?
1860.
109
XCIII
A UNA TRANSEÚNTE
La calle ensordecedora alrededor mío aullaba.
Alta, delgada, enlutada, dolor majestuoso,
Una mujer pasó, con mano fastuosa
Levantando, balanceando el ruedo y el festón;
Ágil y noble, con su pierna de estatua.
Yo, yo bebí, crispado como un extravagante,
En su pupila, cielo lívido donde germina el huracán,
La dulzura que fascina y el placer que mata.
Un rayo... ¡luego la noche! — Fugitiva beldad
Cuya mirada me ha hecho súbitamente renacer,
¿No te veré más que en la eternidad?
Desde ya, ¡lejos de aquí! ¡Demasiado tarde! ¡Jamás, quizá!
Porque ignoro dónde tú huyes, tú no sabes dónde voy,
¡Oh, tú!, a la que yo hubiera amado, ¡oh, tú que lo supiste!
1860.
110
XCIV
EL ESQUELETO LABRADOR
I
En las láminas de anatomía
Que yacen en estos muelles polvorientos,
Donde tanto libro cadavérico
Duerme como una antigua momia,
Dibujos a los cuales la gravedad
Y el saber de un viejo artista,
Por más que el tema sea triste,
Han comunicado la Belleza,
Se ven, lo que hace más completos
Esos misteriosos horrores,
Cavando como labradores,
Desollados y Esqueletos.
II
De este terreno que escarbáis,
Labriegos resignados y lúgubres,
Con todo el esfuerzo de vuestras vértebras,
O de vuestros músculos descarnados,
Decid, ¿qué cosecha extraña,
Forzados salidos del osario,
Arrancasteis y de qué granjero
Habéis llenado el granero?
¿Queréis (¡con un destino harto duro,
Espantoso y claro emblema!)
Mostrar que en la fosa misma
El sueño prometido no es seguro;
Que alrededor nuestro la Nada es traidora;
Que todo, hasta la Muerte, nos mientes,
Y que sempiternamente,
¡Ah! necesitaremos quizá
En algún país desconocido
Cavar la tierra áspera
Y hundir una pesada pala
Bajo nuestro pie sangriento y desnudo?
1859.
111
XCV
CREPÚSCULO VESPERTINO
He aquí la noche encantadora, amiga del criminal;
Llega como un cómplice, a paso de lobo; el cielo
Se cierra lentamente cual una gran alcoba,
Y el hombre impaciente se cambia en bestia salvaje.
¡Oh noche!, amable noche, deseada por aquel
Cuyos brazos, sin mentir, pueden decir: ¡Hoy
Hemos trabajado! — Es la noche la que alivia
Los espíritus que devora un dolor salvaje,
El sabio obstinado cuya frente se abruma,
Y el obrero encorvado que recobra su lecho.
Mientras tanto demonios malignos en la atmósfera
Se despiertan pesadamente, cual hombres de negocios,
Y golpean al volar los postigos y el altillo.
A través de las luces que atormenta el viento
La Prostitución se enciende en las calles;
Como un hormiguero ella abre sus salidas;
Por todas partes traza un oculto camino,
Cual el enemigo que intenta un asalto;
Ella se agita en el seno de la ciudad de fango
Como un gusano que roba al Hombre lo que ha comido.
Se escuchan aquí y allí las cocinas silbar,
Los teatros chillar, las orquestas roncar;
Las mesas redondas, en las que el juego hace las delicias,
Llénanse de rameras y de estafadores, sus cómplices,
Y los ladrones, que no tienen tregua ni merced,
Pronto han de comenzar su trabajo, ellos también,
Y forzar suavemente las puertas y las cajas
Para vivir unos días y vestir a sus amantes.
¡Recógete, alma mía, en este grave instante,
Y cierra tu oído a este rugido.
Esta es la hora en que los dolores de los enfermos se agudizan!
La Noche sombría les agarra la garganta; concluyen
Su destino y van hacia la fosa común;
El hospital se llena de sus suspiros. — Más de uno
No llegará jamás en busca de la sopa perfumada,
AI rincón del hogar, de noche, junto a un alma amada.
Todavía la mayoría de ellos, jamás han conocido
La Dulzura del hogar, ¡Jamás han vivido!
1852.
112
XCVI
EL JUEGO
En los sillones marchitos, cortesanas viejas,
Pálidas, las cejas pintadas, la mirada zalamera y fatal,
Coqueteando y haciendo de sus magras orejas
Caer un tintineo de piedra y de metal;
Alrededor de verdes tapetes, rostros sin labio,
Labios pálidos, mandíbulas desdentadas,
Y dedos convulsionados por una infernal fiebre,
Hurgando el bolsillo o el seno palpitante;
Bajo sucios cielorrasos una fila de pálidas arañas
Y enormes quinqués proyectando sus fulgores
Sobre frentes tenebrosas de poetas ilustres
Que acuden a derrochar sus sangrientos sudores;
He aquí el negro cuadro que en un sueño nocturno
Vi desarrollarse bajo mi mirada perspicaz.
Yo mismo, en un rincón del antro taciturno,
Me vi apoyado, frío, mudo, ansioso,
Envidiando de esas gentes la pasión tenaz,
De aquellas viejas rameras la fúnebre alegría,
¡Y todos gallardamente ante mí traficando,
El uno con su viejo honor, la otra con su belleza!
¡Y mi corazón se horrorizó contemplando a tanto infeliz
Acudiendo con fervor hacia el abismo abierto,
Y que, ebrio de sangre, preferiría en suma
El dolor a la muerte y el infierno a la nada!
1857.
113
XCVII
DANZA MACABRA
Para Ernesto Christophe
Como un viviente, arrogante de su noble estatura,
Con su gran ramillete, su pañuelo y sus guantes,
Ella tiene la indolencia y la desenvoltura
De una coqueta flaca de porte extravagante.
¿Se vio alguna vez en el baile un talle más delgado?
Su vestido exagerado, en su real amplitud,
Se vuelca abundantemente sobre un pie seco que oprime
Un zapato adornado, bello cual una flor.
El frunce que juega al borde de las clavículas,
Cual arroyo lascivo frotándose en el peñasco,
Defiende púdicamente de las chanzas ridículas
Los fúnebres encantos que ella sabe ocultar,
Sus ojos profundos están hechos de vacío y de tinieblas,
Y su cráneo, con flores artísticamente peinado,
Oscila lánguidamente sobre sus frágiles vértebras,
¡Oh, encanto de un fantasma locamente emperifollado!
Algunos te tomarán por una caricatura,
Sin comprender, amantes ebrios de carne,
La elegancia sin nombre de tu humana armadura.
¡Tú respondes, gran esqueleto, a mi gusto más caro!
¿Vienes a turbar, con tu imponente mueca,
La fiesta de la Vida? o ¿algún viejo deseo,
Acicateando aún tu viviente esqueleto,
Te impulsa, crédula, al aquelarre del Placer?
¿Con el cantar de los violines, y las llamas de las bujías,
Esperas expulsar tu pesadilla burlona,
Y vienes a implorar al torrente de las orgías
Que refresque el infierno encendido en tu corazón?
¡Inagotable pozo de necedad y de errores!
¡Del antiguo dolor eterno alambique!
A través del retorcido enrejado de tus costillas
Yo veo, todavía errante, el insaciable áspid.
A la verdad, temo que tu coquetería
No alcance un precio digno de sus esfuerzos;
¿Quién, entre esos corazones mortales, alcanza la burla?
¡Los sortilegios del horror sólo embriagan a los fuertes!
El abismo de tus ojos, pleno de horribles pensamientos,
Exhala el vértigo, y los bailarines prudentes
No contemplarán sin amargas náuseas
La sonrisa eterna de tus treinta y dos dientes.
114
Empero, ¿quién no ha estrechado entre sus brazos un esqueleto,
Y quién no se ha nutrido de cosas sepulcrales?
¿Qué importa el perfume, el vestido o el tocado?
El que hace ascos demuestra que se cree bello.
Bayadera sin nariz, irresistible trotona,
Diles, pues, a estos bailarines que se hacen los ofuscados:
"Arrogantes galanes, pese al arte de los polvos y del colorete,
¡Exhaláis todos la muerte! ¡Oh, esqueletos almizclados!
¡Antinoos marchitos, dandis de rostro glabre,
Cadáveres barnizados, lovelaces canosos,
El alboroto universal de la danza macabra
Os arrastra hacia lugares desconocidos!
Desde los muelles fríos del Sena a los bordes ardientes del Ganges,
El tropel mortal salta y se pasma, sin ver
La trompeta del Ángel en un agujero del techo
Siniestramente boquiabierto cual un negro trabuco.
En todo clima, bajo todo sol, la Muerte te admira
En tus contorsiones, risible Humanidad,
Y a menudo, como tú, perfumándose de mirra,
Mezcla su ironía a tu insensatez!"
1857.
115
XCVIII
EL AMOR DE LA MENTIRA
Cuando te veo pasar, ¡oh!, mi querida, indolente,
Al cantar de los instrumentos que se rompe en el cielo raso
Suspendiendo tu andar armonioso y lento,
Y paseando el hastío de tu mirar profundo;
Cuando contemplo bajo la luz del gas que la colora,
Tu frente pálida, embellecida por morbosa atracción,
Donde las antorchas nocturnas encienden una aurora,
Y tus ojos atraen cual los de un retrato,
Yo me digo: ¡Qué hermosa es! y ¡qué singularmente fresca!
El recuerdo macizo, real e imponente torre,
La corona, y su corazón cual un melocotón magullado,
Está maduro, como su cuerpo, para el sabio amor.
¿Eres el fruto otoñal de sabores soberanos?
¿Eres la urna fúnebre aguardando algunas lágrimas,
Perfume que hace soñar con oasis lejanos,
Almohada acariciante, o canastillo de flores?
Yo sé que hay miradas, de las más melancólicas,
Que no recelan jamás secretos preciosos;
Hermosos alhajeros sin joyas, medallones sin reliquias,
Más vacíos, más profundos que vosotros mismos, ¡oh Cielos!
¿Pero, no basta que tú seas la apariencia,
Para regocijar un corazón que rehuye la verdad?
¿Qué importa tu torpeza o tu indiferencia?
Máscara o adorno, ¡salud! Yo adoro tu beldad.
1860.
116
XCIX
(YO NO HE OLVIDADO...)
Yo no he olvidado, vecina a la ciudad,
Nuestra blanca morada, pequeña pero tranquila;
Su Pomona de yeso y su vieja Venus
En un bosquecillo insignificante ocultando sus miembros desnudos,
Y el sol, en la tarde, refulgente y soberbio,
Que, detrás del cristal en que se quebraba su gavilla,
Parecía, ojo inmenso abierto en el cielo curioso,
Contemplar vuestras cenas largas y silenciosas,
Derramando generosamente sus bellos reflejos de cirio
Sobre el mantel frugal y las cortinas de sarga.
1857.
117
C
(A LA CRIADA...)
A la criada de la que con toda el alma estabais celosa
Y que duerme su sueño bajo un humilde césped,
Debiéramos, sin embargo, llevarle algunas flores.
Los muertos, los pobres muertos, tienen grandes dolores,
Y cuando Octubre sopla, talador de viejos árboles,
Su viento melancólico alrededor de sus mármoles,
En verdad, deben encontrar los vivos harto ingratos,
Durmiendo, como lo hacen, cálidamente entre sus sábanas,
Mientras que, devorados por negras ensoñaciones,
Sin compañero de lecho, sin gratas conversaciones,
Viejos esqueletos helados consumidos por el gusano,
Sienten escurrirse las nieves del invierno
Y el siglo transcurrir, sin que amigos ni familia
Reemplacen los jirones que penden de su verja.
Cuando el leño silba y canta, si en la tarde,
Tranquila, en el sillón yo la veía sentarse,
Si, en una noche azul y fría de diciembre,
Yo la encontraba acurrucada en un rincón de mi cuarto,
Grave, y viniendo del fondo de su lecho eterno
Incubar el niño crecido bajo su mirada maternal,
¿Qué podría responder yo a esta alma piadosa,
Viendo caer las lágrimas de su pupila hueca?
1857.
118
CI
BRUMAS Y LLUVIAS
¡Oh, finales de otoño, inviernos, primaveras cubiertas de lodo,
Adormecedoras estaciones! yo os amo y os elogio
Por envolver así mí corazón y mi cerebro
Con una mortaja vaporosa y en una tumba baldía.
En esta inmensa llanura donde el austro frío sopla,
Donde en las interminables noches la veleta enronquece,
Mi alma mejor que en la época del tibio reverdecer
Desplegará ampliamente sus alas de cuervo.
Nada es más dulce para el corazón lleno de cosas fúnebres,
Y sobre el cual desde hace tiempo desciende la escarcha,
¡Oh, blanquecinas estaciones, reinas de nuestros climas!,
Que el aspecto permanente de vuestras pálidas tinieblas,
Si no es en una noche sin luna, uno junto al otro,
El dolor adormecido sobre un lecho cualquiera.
1857.
119
CII
SUEÑO PARISIENSE
Constantin Guys
I
De aquel terrible paisaje,
Tal que jamás un mortal vio,
Esta mañana todavía la imagen,
Vaga y lejana, me arrebataba.
¡El sueño estaba lleno de milagros!
Por un capricho singular
Yo había desterrado del espectáculo
El vegetal singular,
Y, pintor orgulloso de mi genio,
saboreaba en mi cuadro
La embriagante monotonía
Del metal, del mármol y del agua.
Babel de escaleras y de arcadas,
Era un palacio infinito,
Lleno de fuentes y cascadas
Volcando el oro mate o bruñido;
Y cataratas pesadas,
Como cortinas de cristal,
Pendían, deslumbrantes,
De las murallas de metal.
No de árboles, sino de columnatas,
Los dormidos estanques nos rodeaban,
Donde gigantescas náyades,
Como mujeres, se contemplaban.
Napas de agua derramábanse, azules
Entre malecones rosados y verdes,
A lo largo de millones de leguas,
Hacia el confín del universo;
¡Eran piedras inauditas
Y oleadas mágicas; eran
Inmensos espejos deslumbrantes
Por todo cuanto ellos reflejaban!
Indolentes y taciturnos,
Los Ganges, en el firmamento,
Volcaban el tesoro de sus urnas
En abismos de diamante.
Arquitecto de mis hechizos,
Yo hacía, a mi capricho,
Bajo un túnel de pedrerías
Pasar un océano domado;
120
Y todo, aun el color negro,
Parecía límpido, claro, irisado;
El líquido engastaba su gloria
En el destello cristalizado.
¡Ningún astro, desde luego, nada de vestigios
De sol, ni siquiera en lo bajo del cielo,
Para iluminar estos prodigios,
Que brillaban con su propio fuego!
Y sobre estas movientes maravillas
Cerníase (¡terrible novedad!
¡Todo para la vista, nada para los oídos!)
Un silencio de eternidad.
II
Al reabrir mis ojos llameantes
He visto el horror de mi rincón,
Y sentí, penetrando en mi alma,
La punta de las preocupaciones malditas;
El péndulo de los acentos fúnebres
Sonaba brutalmente el mediodía,
Y el cielo volcaba tinieblas
Sobre el triste mundo adormilado.
1860.
121
CIII
EL CREPÚSCULO MATUTINO
La diana cantaba en los patios de los cuarteles,
Y el viento de la mañana soplaba sobre las linternas.
Era la hora en que el enjambre de los sueños malignos
Tuerce sobre sus almohadas los atezados adolescentes;
Cuando, cual un ojo sangriento que palpita y se menea,
La lámpara en el amanecer es una mancha roja;
Cuando el alma, bajo el peso del cuerpo rudo y pesado,
Imita los combates de la lámpara y del día.
Como un rostro en llanto que las brisas enjugan,
El aire está lleno del escalofrío de las cosas que se fugan,
Y el hombre está fatigado de escribir y la mujer de amar,
Las casas, aquí y allá, comienzan a humear,
Las hembras de placer, el párpado lívido,
Boca abierta, dormían con su sueño estúpido;
Las pordioseras, arrastrando sus senos fláccidos y fríos,
Soplaban sobre sus tizones y soplaban sobre sus dedos.
Era la hora en que, entre el frío y la roñería
Se agravan los dolores de las mujeres yacientes;
Cual un sollozo cortado por un vómito espumoso
El canto del gallo, a lo lejos, rasgaba el aire brumoso;
Un mar de nieblas bañaba los edificios,
Y los agonizantes en el fondo de los hospicios
Exhalaban su postrer estertor en hipos desiguales.
Los libertinos regresaban, destrozados por sus esfuerzos.
La aurora tiritante, vestida de rosa y verde,
Avanzaba lentamente sobre el Sena desierto,
Y la sombra de París, frotándose los ojos,
Empuñaba sus herramientas, anciano laborioso.
1852.