Francisco Rodríguez Criado / El realismo pesimista de Raymond Carver
EL REALISMO PESIMISTA
DE RAYMOND CARVER
América,
bien sea mediante el cine, la radio, la televisión, la moda o a través
de su avanzada tecnología, se ha promocionado a sí misma como una
hermosa y glamurosa mujer, rica e inquieta, que puede colmar los sueños
de cualquier mortal dispuesto a lanzarse a sus redes. Y se recrea de su
esbelta figura con imágenes como las de La estatua de la Libertad, Central Park, La Séptima Avenida, La Casa Blanca
de Washington o las cálidas playas de California. Pero, justo cuando
estamos a punto de piropearla, aparece Raymond Carver y lo jode. Que no,
nos dice, que de guapa nada; que tan sólo es una impostora, una
artificial muñeca de plástico, con el pelo teñido y las caderas
celulíticas; una maliciosa y frívola mujerzuela que no cumple nada de lo
que promete. Y para ello no hace sino acompañarnos hasta la cocina de
la realidad, donde se amontonan en el suelo todos sus trapos sucios.
Dotado
de un apreciable escepticismo y resentimiento, el estadounidense
Raymond Carver (1939-1988), cuentista y poeta, mediante una técnica
escueta y directa, carente de adornos estilísticos (que la crítica ha
calificado como minimalista), dibuja una gama de anónimos perdedores de
una sociedad que parece haberse olvidado de ellos: desempleados,
alcohólicos, divorciados, seres solitarios que van hacia la deriva y que
no tienen otra cosa que hacer sino mirar la televisión…; eso son para
mí, básicamente, los personajes de Carver: individuos que miran la
televisión, evitando mirar a su propio interior y comprobar que no son
más que sombras cargadas de desesperanza.
Su
compatriota Henry Miller puso de manifiesto este pensamiento a través
de toda su obra: odio a mi país. Sin bien Carver no suscribe
textualmente en ningún momento esas palabras, de una manera subliminal
nos describe a una sociedad que hace aguas una y otra vez (no creo
tampoco que tuviese un sentimiento nacionalista muy arraigado). En él,
sus mensajes son siempre tímidos, ariscos, hay que buscarlos (en eso se
parece a Hemingway: practica la teoría de la omisión); pero una vez se
familiariza uno con su estilo, acaban volviéndose de una transparencia
cristalina.
Lo que más me llamó la atención al leer su primer libro de relatos ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?
(corregido durante quince años antes de su publicación, el mismo que
consiguió sacarle del anonimato y de las fauces del alcoholismo), al
margen del tono apagado y lineal de sus narraciones, fueron sus finales.
Y es que sus relatos, como la vida misma, carecen de finales
propiamente dichos.
Pero
sus narraciones, ¿son relatos o fotogramas? Yo me inclino por lo
segundo: en ellos no ocurre nada; nada que se salga de lo cotidiano, se
entiende. Carver se introduce en el interior de un hogar medio para
tomar unas fotografías y contarnos sobre la marcha qué sentimientos
dominan a sus habitantes. Por tanto, no hallaremos en su estilo el
trinomio planteamiento, nudo y desenlace. A él no le interesa más que el
interior, el alma herida de esos seres que buscan, quizá
inconscientemente, un motivo para seguir viviendo. Para recrear
ambientes tan grises, recurre a elementos como la tensión o la elipsis,
empleando en sus narraciones el menor número posible de palabras;
economía en el lenguaje, ése es su lema. No quiere sorprender al lector,
quizá porque él mismo ya no se sorprenda de nada. Pretende ser
imparcial, y reniega de cualquier tipo de doctrina moralista (algo que,
desde mi punto de vista, le separa del norteamericano de origen armenio
William Saroyan, con quien comparte ciertas afinidades literarias).
Chejov.
Hay que hablar de Chejov al hablar de Carver, pues, no en vano, él
mismo lo menciona como su maestro y, por tanto, su mayor foco de
influencia. Admira a otros escritores como Hemingway, Tolstoi o Babel,
pero no cabe duda de que es Antón Chejov el más cercano a él (o
viceversa). Tres Rosas Amarillas,
que da título a uno de sus cuatro libros de cuentos publicados en
España, es una reconstrucción ficticia de los últimos momentos del
escritor ruso, un emotivo homenaje que ha hecho historia en la
literatura universal.
La
diferencia entre Carver y Chejov es que este último, tan realista y
escéptico como el primero, está dotado de un fino y mordaz sentido del
humor (sobre todos en sus cuentos más cortos), que le ayuda a
ridiculizar a la sociedad rusa de su tiempo. Carver es tan imparcial,
tan fiel a su técnica de fotograma (como he mencionado antes) que parece
no tomar partido ante nada o ante nadie: Eileen abandona a Carlyle y a
sus hijos para escaparse con un profesor en “Fiebre”; en “Caballos en la
niebla”, la esposa deja a su marido en plena noche después de toda una
vida en común sin más aviso que una nota depositada sobre el escritorio;
una madre obstaculiza la relación de su hijo con su esposa en “Cajas”… y
bueno, podría seguir así, uno por uno, mencionando tantos y tantos
conflictos sin que en ningún momento al lector se le insinúe quién es el
culpable. Al fin y al cabo, son todos náufragos del mismo barco.
Los
personajes de Chejov, sin embargo, unas veces ridículos, otras veces
tiernos, ignorantes o despiadados, cobran vida propia, se mueven, nos
hacen sonreír, fantasean, mienten, son arbitrarios; por ello, se me
dibujan más reales y universales que los de Carver. Chejov, para mi
gusto, es mejor escritor que su alumno norteamericano: el ruso, para
bien o para mal, está respaldado por la iniciativa de sus propios
personajes. Los de Carver, sumisos, aceptan su destino por poco
halagüeño que sea.
Creo
que fue Paco Umbral quien dijo que sólo robando de otro se aprende a
escribir, y, por eso, la literatura está entre los delitos comunes.
Carver sólo escribió cuatro libros de cuentos (Catedral, De qué hablamos cuando hablamos de amor, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? y Tres rosas amarillas).
Al principio me pareció escaso material para un autor tan famoso (sobre
todo en la época de los 80). Pero al empezar a leer con mayor
dedicación a los cuentistas norteamericanos modernos, cambié de opinión.
Cuántas y cuántas narraciones de escritores realistas le han tomado
como modelo a la hora de escribir cuentos. Y es que la literatura
norteamericana, como todas, está plagada de ladrones, y Carver es,
quizá, uno de los más asaltados. No hay más que leer los relatos de
Richard Fox (casualmente amigo de Carver), David Leavitt, Sam Shepard o
Tobias Wolff para percatarnos de semejante delito. En España, sin ir más
lejos, tenemos a Javier González y su primer libro de cuentos (Frigoríficos en Alaska), que a mí personalmente me agradó, y que representa un tributo al estilo carveriano.
Para
hablar sobre su concepto de la vida, lo mejor es reproducir la opinión
de su propio autor, en unas líneas rescatadas de su ensayo On writing:
«Es posible, en un poema o en una historia corta, escribir sobre objetos
vulgares utilizando un lenguaje coloquial, y dotar a esos objetos (una
silla, unas persianas, un tenedor, una piedra, un anillo) con un
inmenso, incluso asombroso, poder. Es posible escribir una línea de un
aparentemente inofensivo diálogo, y transmitir un escalofrío a lo largo
de la columna vertebral del lector (el origen del placer artístico, como
diría Nabokov). Ésa es la clase de la literatura que me interesa.
Curiosamente,
esa definición de lo que para él es la literatura que le interesa,
encaja dentro de lo comúnmente denominado minimalismo. Sin embargo,
Carver no se cansó nunca de repetir que él no era minimalista. No le
gustaba esa corriente, e incluso consideraba el término como algo
peyorativo. El minimalismo, sin extendernos mucho, es un estilo
literario que se caracteriza por narraciones muy breves, dominadas por
la frase corta y el párrafo corto, con una puesta en escena mínima,
pocos personajes, despreciando la acción, el movimiento, la intriga, la
trama. Carver, aunque no lo reconozca, era minimalista. Me da la
impresión de que en los últimos años de su vida renació en él un interés
por modificar su estilo, probar cosas nuevas. Precisamente “Tres rosas
amarillas” y el relato que le precede, “Caballos en la niebla”, destacan
por desligarse ligeramente de sus anteriores trabajos. De hecho, poco
antes de morir empezó a revisar todos sus textos. Él mismo confesó que
el hecho de encontrarse en su mejor momento como escritor y como ser
humano (sentimentalmente feliz junto a su mujer, la poetisa Tess
Gallagher), y libre de esas trabas económicas que le habían asediado
durante tantos años, le hacía ver la vida con cierto optimismo que no
había tenido antes. Me da la impresión de que lo que le separa de otros
escritores presuntamente malditos como Henry Miller, Bukowski o William
Burroughs, es que Carver siempre aspiró a ser una persona normal,
decente, por llamarlo de alguna manera. La pareja, el matrimonio, los
inconvenientes de la convivencia entre seres queridos predominan en casi
todos sus textos. Puede que el hecho de no haber conseguido durante
tanto tiempo una estabilidad familiar (recordemos que se casó a los
dieciséis años, un matrimonio abocado al fracaso desde el primer momento
y que le empujó al alcohol) es lo que creó en él ese resentimiento
interior que se tradujo en escepticismo ante la vida. ¿Y qué es lo que
sí le une a escritores como los antes mencionados? Es un escritor
autodidacto, en gran parte autobiográfico, ha sufrido en sus propias
carnes la falsedad del sueño americano, reniega del romanticismo y,
quizá lo más importante, ni siquiera al tomar un papel y lápiz consigue
huir de sí mismo. En este grupo, cómo no, siempre habrá un hueco para el
polémico y atroz escritor francés Louis Ferdinand Céline.
Desde
luego la literatura de Carver no es para niños. El lector, confiado del
tono triste aunque sereno, de la sencillez, de la ausencia de
provocación, de su afición a lo cotidiano, es arrastrado, se deja
convencer, olvida incluso que está leyendo, y acaba identificándose con
esas límpidas imágenes de cruda realidad que todos hemos sufrido en
algún momento de nuestra existencia. Quizá su realidad sólo abarca los
matices oscuros (de ahí el término de realismo sucio), y prácticamente
en ningún momento rezuma aquello de la vida es bella; pero seguramente
esa inclinación hacia la negatividad es tan intencionada como necesaria
(Carver pensaría que ya había en el mundo demasiados cuentos al estilo
“Blancanieves y los siete enanitos”). No en vano, proclamaba que la
literatura tenía que estar en directa conexión con la vida. La suya,
según él, se dividía en dos etapas: la primera, caótica, marcada por la
angustia de un matrimonio a la deriva, y por su alcoholismo (entre 1976 y
1977 fue hospitalizado cuatro veces por su adicción a la bebida), y una
segunda etapa, ya como escritor consagrado, sereno ante el giro que
habían tomado los acontecimientos. Así se pronunciaba al respecto: «En
esta segunda etapa, la posterior a mi vida alcohólica, todavía mantengo
cierta sensación de pesimismo.» Justo por ese pesimismo, repartido
generosamente por toda su obra, decía yo que no es la suya una
literatura para niños; a veces, incluso, me atrevería a decir, ni
siquiera para un determinado tipo de adultos. Entonces, la pregunta
ahora es: ¿es recomendable la lectura de Raymond Carver, autor de
algunos de los mejores cuentos de la segunda década de este siglo? La
respuesta es no; de hecho, no suelo recomendarlo a nadie; de la misma
forma que no recomiendo la literatura de Dostoyevski, el cine de Woody
Allen, la música de Van Morrison o un relajado paseo en soledad una
noche de intensa lluvia; a no ser claro, está, que conceptúe a mi
interlocutor como un humanista (algo, desde mi punto de vista, todavía
menos recomendable).
Carver
murió joven, no llegó a cumplir los cincuenta, víctima de un cáncer de
pulmón. Pensaba, como supongo que le ocurre a todos aquéllos con
inquietudes, que aún le faltaban muchas cosas por hacer. «Me quedan
peces por pescar y poemas y cuentos que escribir», confesó poco antes de
su muerte. Pero si es cierto lo que dijo a un entrevistador en 1978:
«Tú no eres los personajes, pero los personajes son tú», no será muy
difícil encontrarle en cualquiera de esos magistrales retazos de vida
almacenados en forma de cuentos.© Francisco J. Rodriguez Criado, 1998
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