DE QUÉ HABLAMOS CUANDO
HABLAMOS DE AMOR.
Estaba
hablando mi amigo Mel McGinnis. -Mel McGinnis es cardiólogo, y eso
le da a veces derecho a hacerlo. Estábamos los cuatro sentados a la
mesa de la cocina de su casa, bebiendo ginebra. El sol, que entraba
por el ventanal de detrás del fregadero, inundaba la cocina.
Estábamos Mel y yo y su segunda mujer, Teresa –la llamábamos
Terri- y Laura, mi mujer. Entonces vivíamos en Alburquerque. Pero
todos éramos de otra parte.
Había
un cubo con hielo encima de la mesa. La ginebra y la tónica
circulaban sin parar, y surgió no sé cómo el tema del amor. Mel
opinaba que el verdadero amor no era otra cosa que el amor
espiritual. Dijo que se había pasado cinco años en un seminario
antes de salirse para estudiar medicina. Dijo que aún recordaba
aquellos años del seminario como los más importantes de su vida.
Terri
dijo que el hombre con quien vivía antes de vivir con Mel la quería
tanto que habíaa intentado matarla. Luego continuó:
-Una
noche me dio una paliza. Me arrastró por toda la sala tirando
de mis tobillos. Y me decía una y otra vez: Y mi cabeza no paraba de golpear contra las cosas.
–Terri nos miró-. ¿Qué se puede hacer con un amor así? Era una
mujer de huesos finos y cara bonita, ojos oscuros y una melena
castaña que le caía por la espalda.
Le
gustaban los collares de turquesas y los pendientes largos.
-Dios
mío, no seas boba. Eso no es amor, y tú lo sabes –dijo Mel-. No
sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro de que no debemos
llamarlo amor.
-Tú
dirás lo que quieras, pero sé que era amor –protestó Terri-.
Puede sonarte a disparate, pero es verdad. La gente es diferente,
Mel. Algunas veces actuaba como un loco, es cierto. Lo admito. Pero
me amaba. A su modo, quizá pero me amaba. En todo aquello había
amor, Mel. No digas que no.
Mel
suspiró. Levantó el vaso y se volvió a Laura y a mí.
-Me
amenazó con matarme –dijo. Apuró el vaso y alargó la mano hacia
la botella de ginebra-. Terri es una romántica. Terri es de la
escuela de dame una patada-y-así-sabré-que-me amas. Terri, cariño,
no pongas esa cara.
-Mel
alargó la mano por encima de la mesa y tocó la mejilla de Terri con
los dedos. Y le sonrió. -Ahora quiere arreglarlo –dijo Terri.
-¿Arreglar
qué? –saltó Mel-. ¿Qué es lo que tengo que arreglar? Yo sé lo
que sé. Eso es todo.
-De
todas formas, ¿cómo nos hemos puesto a hablar de esto? –Terri
llevantó el vaso, bebió y añadió-: Mel siempre tiene metido el
amor en la cabeza. ¿No es verdad cariño? –sonrió. Pensé que el
tema iba a quedar zanjado.
-Yo
no llamaría amor al comportamiento de Ed. Eso es lo único que he
dicho, cariño –puntualizó Mel-. ¿Y qué opináis vosotros) –Mel
se dirigía a Laura y a mí-. ¿Os parece que eso es amor?
-No
soy la persona más apropiada para responder –respondí yo-. Ni
siquiera conocí a ese Ed. Sólo lo he oído mencionar de pasada. No
me atrevo a juzgarle. Tendría que conocer los detalles. Pero creo
que lo que estás diciendo es que el amor es un absoluto.
Mel
aclaró:
-Lo
es el tipo de amor al que me refiero. El tipo de amor al que me
refiero no te lleva a intentar matar gente. Laura intervino:-Yo no sé
nada de Ed ni de la situación. Pero ¿quién puede juzgar la
situación de otro?
Toqué
el dorso de la mano de Laura. Me envió una rápida sonrisa. Le cogí
la mano. Estaba cálida: las uñas pulidas: una perfecta manicura.
Rodeé su ancha muñeca con los dedos, y la abracé.
-Cuando
me fui, se tomó un matarratas –explicó Terri. Se apretó los
brazos con las manos-. Lo llevaron al hopital de Santa Fe. Vivíamos
allí entonces, a unas diez millas. Le salvaron la vida pero se le
enloquecieron las encías. Quiero decir que era como si se le
separaran de los dientes. Desde entonces, los dientes le sobresalían,
como colmillos. Dios mío –suspiró Terri. Aguardó unos instantes;
luego se soltó los brazos y cogió el vaso.
-¡Qué
cosas llega a hacer la gente! –exclamó Laura.
-Ahora
está fuera de juego –dijo Mel-. Murió.
Mel
me pasó el plato de limas. Cogí un trozo. Lo exprimí en mi vaso y
removí los cubitos con los dedos.
Es
más grave que eso –dijo Terri-. Se pegó un tiro en la boca. Pero
tampoco le salió bien. Pobre Ed –Sacudió la cabeza.
-Ni
pobre Ed ni nada –dijo Mel-. Era peligroso.
Mel
tenía cuarenta y cinco años. Era alto y ágil y tenía el pelo
rizado y suave. Cara y brazos bronceados por el tenis. Cuando estaba
sobrio, sus gestos, sus movimientos, eran precisos, en extremo
cuidadosos.
-Pero
me amaba, Mel. Concédeme eso –insistió Terri-. Es lo único que
te pido. No me amaba de la forma que tú me amas. No estoy diciendo
eso. Pero me amaba. Podrás concederme eso, ¿no? -¿Qué quieres
decir con que no le salió bien? –pregunté.
Laura
se inclinó hacia delante con el vaso. Apoyó los codos sobre la mesa
y sostuvo el vaso con ambas manos. Miró a Mel y luego a Terri, y
aguardó con expresión de perplejidad en su cara franca, como si se
asombrara de que tales cosas les pudieran suceder a los amigos.
-¿Cómo
dices que le salió mal si se mató? –inquirí.
-Te
lo contaré yo –dijo Mel-. Cogió su pistola del veintidós, la que
se había comprado para amenazarnos a Terri y a mí. Hablo en serio,
ese hombre siempre estaba amenazándonos. Deberías haber visto el
tipo de vida que llevábamos entonces. Éramos como fugitivos. Hasta
yo me compré una pistola. ¿Podéis creerlo? ¡Un tipo como yo! Pero
lo hice. Me la compré para defenderme, y la llevaba en la
guantera. A veces tenía que salir del apartamento en mitad de la
noche. Para ir al hospital, ya sabéis. Terri y yo no nos habíamos
casado todavía, y mi primera mujer se había quedado con la casa y
los chicos, con el perro, con todo. Y Terri y yo vivíamos en este
apartamento. A veces, como digo, me llamaban en mitad de la noche y
tenía que ir al hospital a las dos o las tres de la madrugada. El
aparcamiento estaba completamente oscuro, y antes de llegar al coche
me ponía a sudar. Nunca sabía si iba a salir de unos arbustos o de
detrás de un coche y empezar a dispararme. Quiero decir que ese
hombre estaba loco. Era capaz de ponerte una bomba, de cualquier
cosa. Llamaba al servicio médico a todas horas, y decía que
necesitaba hablar con el doctor, y cuando me ponía al aparato me
decía: Y
nimiedades por el estilo. Era algo que daba miedo. Creedme.
-A
mí me sigue dando lástima –confesó Terri.
-Parece
una pesadilla –dijo Laura-. ¿Pero qué sucedió exactamente
después de que se pegara el tiro?
Laura
es secretaria jurídica. Nos habíamos conocido en el campo
profesional. Y antes que nos diéramos cuenta éramos novios. Tiene
treinta y cinco años, tres menos que yo. Además de estar enamorados
nos gustamos y disfrutamos de nuestra mutua compañía. Es una mujer
con la que es fácil llevarse bien.
-¿Qué
sucedió? –insistió Laura.
Mel
explicó:
-Se
pegó un tiro en la boca, en su cuarto. Alguien oyó el disparo y
avisó al gerente. Entraron con una llave maestra y vieron lo que
pasaba y llamaron una ambulancia. Coincidió que yo estaba allí
cuando lo llevaron, pero su estado era irreversible. Vivió tres
días. La cabeza se le hinchó, se le puso de tamaño doble al de una
cabeza normal. Nunca había visto nada semejante, y espero no volver
a verlo. Terri, al enterarse, quiso ir al hospital para estar con él.
Reñimos por culpa de eso. Yo opinaba que no debía verlo en aquel
estado. Pensaba que no debía verlo, y sigo pensando lo mismo.
-¿Quién
se salió con la suya? –dijo Laura.
-Yo
estaba con él en su habitación cuando murió –precisó Terri-. No
recuperó el conocimiento en ningún momento. Pero me quedé con él.
No tenía a nadie más.
-Era
peligroso –dijo Mel-. Si quieres llamarlo amor, allá tú.
-Era
amor –repitió Terri-. Ya sé que era un amor anormal para la
mayoría de la gente. Pero estaba dispuesto a morir por su amor.
Murió por él.
-Pues
para mí eso no era amor, puedes estar segura –dijo Mel-. Lo que
quiero decir es que nadie sabe por qué lo hizo. He visto muchos
suicidas, y en mi opinión nadie ha sabido nunca por qué lo
hicieron.
Mel
se puso las manos en la nuca e inclinó la silla hacia atrás.
-No
me interesa ese tipo de amor –declaró-. Si para ti eso es amor,
allá tú.
Terri
explicó:
-Estábamos
asustados. Mel incluso hizo testamento, y escribió a su hermano, que
había sido Boina Verde y vivía en California, diciéndole a quién
debía buscar si algo le sucedía.
Terri
bebió de su vaso. Prosiguió:
-Pero
Mel tiene razón: vivíamos como fugitivos. Teníamos miedo. Mel
tenía miedo, ¿verdad, cariño? Yo, llegado cierto momento, hasta
llamé a la policía, pero no sirvió de nada. Me aseguraron que no
podían actuar mientras Ed no hiciera algo concreto. ¿No tiene
gracia? –dijo Terri.
Se
sirvió lo que quedaba de ginebra y agitó la botella. Mel se levantó
y fue al aparador. Sacó otra botella.
-Bien,
Nick y yo sabemos lo que es amor –dijo Laura-. Para nosotros, por
lo menos. –Laura me dio un golpecito en la rodilla con la suya-. Se
supone que ahora debes decir algo –insinuó, y se volvió hacia mí
sonriendo.
A
modo de respuesta, cogí la mano de Laura y me la llevé a los
labios. La besé con gran fruición y vehemencia. Todos mostraron su
regocijo.
-Somos
afortunados –declaré.
-Eh,
chicos –exclamó Terri-. Dejadlo. Me estáis poniendo mala. Aún
seguís en la luna de miel, santo Dios. Aún seguís alejados, ¿será
posible? Pero ya veréis. ¿Cuánto tiempo lleváis juntos? ¿Cuánto
tiempo hace? ¿Un año? ¿Más de un año?
-Un
año y medio –contestó Laura, ruborizada y sonriente.
-Oh,
vaya –dijo Terri-. Pues esperad un poco. Levantó el vaso y miró a
Laura.
-Sólo
estoy bromeando –puntualizó Terri.
Mel
abrió la botella y nos sirvió ginebra
-Vamos,
muchachos –intervino-. Brindemos. Quiero proponer un brindis. Un
brindis por el amor. Por el amor verdadero.
Hicimos
chocar los vasos.
-Por
el amor –coreamos.
Fuera,
en el patio, empezó a ladrar uno de los perros. Las hojas del álamo
temblón que pendían al otro lado de la ventana golpeaban tenuemente
el cristal. El sol de la tarde era como una presencia en la cocina:
la ancha luz de la calma y la generosidad. Podríamos haber estado en
cualquier otro lugar, en algún lugar encantado. Volvimos a alzar los
vasos y nos sonreímos unos a otros como niños que han pactado
algo prohibido.
-Voy
a explicaros lo que es el amor verdadero –dijo Mel-. Voy a poneros
un buen ejemplo. Luego podréis sacar vuestras propias conclusiones.
–Se sirvió ginebra. Añadió un cubito de hielo y una rodajita de
lima. Esperamos, bebimos a pequeños sorbos. Laura y yo volvimos a
juntar nuestras rodillas. Le puse la mano en el cálido muslo y la
dejé allí encima.
-¿Qué
es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? –dijo
Mel?- creo que en el amor no somos más que participantes. Decimos
que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me
ama a mí, también vosotros os amáis. Ya sabéis a qué tipo de
amor me refiero ahora. Al amor físico, ese impulso que te arrastra
hacia alguien concreto, y al amor que inspira el ser de otra persona.
La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno,
digamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano para con la otra
persona. Pero a veces me resulta difícil explicarme el hecho de que
también debí de amar a mi primera mujer. Pero la amé, sé que la
amé. Así que supongo que soy como Terri a ese respecto. Como Terri
y Ed. –Se quedó pensando en ello y luego continuó-: Hubo un
tiempo en que creí que amaba a mi ex mujer más que a la propia
vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso?
¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que
quisiera yo saber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo. Ahí
tenemos a Ed. De acuerdo, otra vez a Ed. Ama tanto a Terri que trata
de matarla, y acaba matándose a sí mismo.
-Calló
y bebió un trago de ginebra-. Vosotros lleváis juntos dieciocho
meses, y os amáis. Se os nota en todo.
Rebosáis
amor. Pero los dos habéis amado a otra gente antes de encontraros.
Los dos habéis estado casados antes, igual que nosotros. Y
probablemente habréis amado a otras personas antes de vuestro primer
matrimonio. Terri y yo llevamos juntos cinco años, y casados cuatro.
Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la gracia
salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de
nosotros, perdonadme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de
nosotros, mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal
una temporada, entendéis, pero, luego, el que sobreviviese saldría
y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo
el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni
siquiera un recuerdo. ¿Me equivoco? ¿Estoy desbarrando?
Porque quiero que me corrijáis si no estoy en lo cierto. Quiero
saber. Porque no sé nada, ¿Entendéis? Y soy el primero en
admitirlo.
-Mel,
por amor de Dios –intervino Terri. Se inclinó hacia él y le tomó
de la muñeca-. ¿Ya la has cogido, cariño? ¿Estás borracho?
-Cariño,
solo estoy hablando –protestó Mel-. ¿Vale? No necesito estar
borracho para decir lo que pienso. Estamos hablando, ¿no es eso?
–dijo, y fijó la mirada en ella.
-No
te estoy criticando –aseguró Terri.
Terri
cogió su vaso.
-Hoy
no estoy de guardia –puntualizó Mel-. Permíteme que te lo
recuerde. No estoy de guardia.
-Mel,
te queremos –dijo Laura.
Mel
miró a Laura. La miró como si no lograra situarla, como si no fuera
la mujer que era.
-Yo
también te quiero, Laura –dijo Mel-. Y a ti, Nick. También te
quiero a ti. ¿Sabéis una cosa? –se interrumpió-. Sois nuestros
amigos –afirmó y cogió el vaso.
-Iba
a contarnos algo –empezó Mel-. Bueno, iba a demostrar algo.
Veréis: sucedió hace unos meses, pero sigue sucediendo en este
mismo instante, y es algo que debería hacer que nos avergoncemos
cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos
de amor.
-Vamos,
Mel –le regañó Terri-. No hables como si estuvieras borracho si
no lo estás.
-Cállate
por una vez en la vida –le pidió Mel con suma calma-. ¿Me harás
ese favor, sólo durante un minuto? Como iba diciendo, hay una vieja
pareja que tuvo un accidente en la autopista interestatal. Un
jovencito chocó con ellos y los dejó hechos mierda. Nadie les daba
muchas probabilidades de salir con vida.
Terri
nos miró y luego miró a Mel. Parecía ansiosa, aunque quizá ésta
sea una palabra demasiado fuerte.
Mel
nos pasaba la botella.
-Yo
estaba de guardia aquella noche –explicó- era mayo, o quizá
junio. Terri y yo acabábamos de sentarnos a la mesa cuando llamaron
del hospital. Era por lo de ese accidente de una interestatal. Un
jovencito borracho, un quinceañero, había estrellado la camioneta
de su papá contra el coche-caravana de los viejos. Tenían unos
setenta y tantos años, los viejos. El chico dieciocho o diecinueve o
algo así, murió al llegar al hospital. Se había hundido el volante
en el esternón. La pareja de ancianos seguía con vida, ya veis.
Bueno, malamente. Tenían de todo. Fracturas múltiples, heridas
internas, hemorragias, contusiones, desgarrones, de todo… Y
conmoción cerebral, los dos. Creedme, un estado lamentable. Y, claro
está, la edad lo empeoraba todo. Creo que ella estaba bastante peor
que él. Se le había reventado el bazo, para acabar de arreglarlo. Y
tenía las dos rótulas fracturadas. Pero llevaban puestos los
cinturones de seguridad, y bien sabe Dios que eso fue lo que les
salvó de una muerte instantánea.
-Chicos,
he aquí un aviso del Consejo Nacional de Seguridad Vial. Vuestro
portavoz, el doctor Melvin R. McGinnis, al habla –Terri rió-. Mel
–prosiguió-, a veces demasiado. Pero te quiero, cariño.
-Cariño, te quiero –declaró Mel.
Adelantó
el cuerpo por encima de la mesa. Terri fue a su encuentro. Se
besaron.
-Terri
tiene razón –corroboró Mel, de nuevo en su silla-. Usad siempre
los cinturones de seguridad. Pero hablando en serio, los viejos
estaban muy mal. Cuando llegué abajo, el chico había muerto, como
ya os he dicho. Estaba en un rincón, tendido en una camilla.
Reconocí por encima a los viejos y le dije a la enfermera de
urgencias que hiciera bajar inmediatamente a un neurólogo y a un
traumatólogo y a un par de cirujanos.
Bebió
un trago de ginebra.
-Trataré
de no extenderme –continuó-. Los subimos al quirófano y estuvimos
casi toda la noche con ellos. Qué increíble resistencia la de esos
viejos. Raras veces se ve algo parecido. De modo que hicimos todo lo
que estaba en nuestra mano, y al filo de la mañana les dábamos un
cincuenta por ciento de probabilidades, quizá algo menos a ella. Y
ahí los tenéis por la mañana, vivos. Bien, pues los instalamos en
Vigilancia Intensiva, se pasaron dos semanas luchando por sobrevivir,
mejorando poco a poco en todos los aspectos. Así que los trasladamos
a una habitación.
Mel
hizo una pa -Venga –prosiguió-. Acabemos esta maldita ginebra
barata. Y nos vamos a cenar, ¿de acuerdo? Terri y yo conocemos un
sitio nuevo. Cenaremos allí, en ese sitio. Pero no nos moveremos
hasta que acabemos esta maldita ginebra.
Terri
aclaró
-En
realidad aún no hemos comido allí nunca. Pero tiene buen aspecto.
Por fuera, quiero decir.
-Me
gusta comer –comentó Mel-. Si volviera a empezar de nuevo, me
haría chef, ¿sabéis? ¿Te parece bien Terri?
Rió.
Hurgó en los cubitos de hielo con los dedos.
-Terri
lo sabe –explicó-. Terri puede contároslo. Pero dejad que os diga
una cosa. Si pudiera volver a nacer, vivir una vida diferente, en un
tiempo diferente y todo eso, ¿sabéis qué? Me gustaría ser un
caballero andante. Uno tenía que sentirse muy seguro con aquellas
armaduras. Tuvo que estar muy bien eso de ser caballero, hasta que
inventaron la pólvora y los mosquetones y las pistolas.
-A
Mel le gustaría ir a caballo con la lanza en ristre –añadió
Terri.
-Y
llevar siempre consigo un pañuelo de mujer –apostilló Laura.
simplemente
una mujer –redondeó Mel.
-¿No
te da vergüenza? –saltó Laura.
Terri
dijo:
-Supón
que volvieras a vivir y fueses un siervo. Los siervos no lo tenían
tan fácil en aquellos tiempos.
-Los
siervos no lo han tenido nunca fácil –dijo Mel-. Pero imagino que
hasta los caballeros eran vesallos[
de alguien. ¿No era así como funcionaban las cosas? Pero incluso
hoy todos somos siempre vesallos de alguien. ¿No es cierto? ¿Eh,
Terri? Pero lo que me gusta de los caballeros, aparte de sus damas,
es esa armadura que llevaban. No era nada fácil herirles. No había
coches en aquel tiempo. No había jovencitos borrachos que te
embistieran y te rompieran la crisma.
-Vasallos
–corrigió Terri. -¿Qué? –preguntó Mel.
-Vasallos
–repitió Terri-. Es vasallos, no vesallos.
-Vasallos,
vesallos –protestó Mel-. ¿Qué diferencia hay, mierda? Me has
entendido, ¿no? Muy bien –reconoció-. No soy culto. He aprendido
lo mío. Soy cirujano del corazón, perfecto, pero no soy más que un
mecánico. Voy y me meto por allí y arreglo cosas. Mierda.
-La
modestia no te sienta bien –dijo Terri.
-No
es más que un humilde matasanos –intervine yo-. A veces, Mel, los
caballeros se asfixiaban dentro de aquellas armaduras. Sufrían
incluso ataques al corazón si las armaduras se calentaban en exceso,
o si ellos estaban demasiado cansados y desfallecidos. He leído en
alguna parte que a veces se caían del caballo y no podían
levantarse, porque el cansancio les impedía mantenerse en pie con
toda aquella armadura encima. Y a veces los pisoteaban sus propios
caballos.
-Terrible
–exclamó Mel-. Es terrible, Nicky. Los imagino tendidos en el
suelo, a la espera de que apareciera alguien y los convirtiera en
pinchos morunos.
Algún
vesallo como ellos –dijo Terri
-Exacto
–apoyó Mel-. Aparecería algún vasallo y atravesaría a los muy
bastardos en nombre del amor. O en nombre de la jodida causa por la
que lucharan en aquellos tiempos.
-Las
mismas por las que luchamos hoy en día –dijo Terri.
Laura
sentenció:
-Nada
ha cambiado.
Las
mejillas de Laura seguían subidas de color. Sus ojos brillaban. Se
llevó el vaso a los labios.
Mel
se sirvió otra copa. Miró la etiqueta detenidamente, como si
estudiara la larga hilera de números. Luego dejó la botella sobre
la mesa, con lentitud, y alargó la mano despacio hacia el agua
tónica.
-¿Qué
pasó con la pareja de ancianos? –quiso saber Laura-. No has
acabado de contar la historia.
Laura
tenía dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le
apagaban una y otra vez.
La
luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferente; cambiaba, se
hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían
trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los
cristales y en el tablero de formica. No eran formas iguales, claro
está.
-¿Qué
pasó con los viejos? –pregunté.
-Más
viejos pero más sabios –comentó Terri.
Mel
la miró con fijeza.
Terri
prosiguió:
-Sigue
con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?
-Terri,
a veces… -empezó Mel.
-Mel,
por favor –le interrumpió Terri-. No seas tan serio siempre,
cariño. ¿No soportas una broma?
-¿Dónde
está la broma? –inquirió Mel.
Mantuvo
el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
-¿Qué
pasó? –insistió Laura.
Mel
clavó la mirada en Laura. Dijo:
-Laura,
si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi
mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
-Cuéntanos
la historia –le insistió Terri-. Y luego nos vamos a ese
restaurante nuevo, ¿de acuerdo?
-De
acuerdo –dijo Mel-. ¿Dónde estaba? –Se quedó mirando la mesa;
luego siguió con la historia-: Iba a verlos a los dos todos los
días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar
a otros enfermos. Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies,
ambos. Ya sabéis, lo habéis visto en las películas. Ese era el
aspecto que tenían, igual que en las películas. Sólo unos
agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para
colmo con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido
la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su
mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el
accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no
lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y él me decía
que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía
verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le
hacía sentirse así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al
hombre le rompía el corazón no poder volver la maldita cabeza para
ver a su maldita esposa.
Mel
nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir,
meneó la cabeza.
-Digo
que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a
su jodida mujer.
Los
tres miramos a Mel.
-¿Entendéis
lo que quiero decir? –preguntó.
Puede
que para entonces estuviéramos ya un poco borrachos. Sé que nos
resultaba difícil mantener las cosas en su justo punto. La luz
abandonaba ya la cocina, se retiraba a través de la ventana hacia el
lugar de donde había venido. Y sin embargo nadie hizo el más mínimo
ademán de levantarse para encender la luz de encima de nuestras
cabezas.
-Escuchad
–propuso Mel-. Acabemos esta puta ginebra. Todavía queda para una
ronda más. Luego nos vamos a cenar. A ese sitio nuevo.
-Está
deprimido –observó Terri. Mel, ¿por qué no te tomas una
pastilla?
Mel
sacudió la cabeza.
-He
tomado todo lo que hay.
-A
todos nos hace falta una pastilla de vez en cuando –dije.
-Hay
gente que las necesita desde que nace –comentó Terri.
Frotaba
con el dedo algo que había encima de la mesa. Luego dejó de
hacerlo.
-Creo
que me apetece llamar a mis hijos –dijo Mel-. ¿Os importa? Voy a
llamar a mis hijos.
Terri
le avisó:
-¿y
si Marjorie contesta al teléfono? Eh, chicos ¿os hemos hablado de
Marjorie? Cariño, sabes muy bien que no quieres hablar con Marjorie.
Te hará sentirte peor.
-No
quiero hablar con Marjorie –reconoció Mel- Pero quiero hablar con
mis hijos.
-No
pasa un día sin que Mel diga que tiene ganas de que su ex mujer
vuelva a casarse. O que se muera –explicó Terri-. En primer lugar
–afirmó-, nos está arruinando. Mel dice que si no se casa es sólo
para fastidiarle. Tiene un novio que vive con ella y con los niños.
Así que Mel mantiene también al novio.
Marjorie
es alérgica a las abejas –contó Mel-. Cuando no rezo para que
vuelva a casarse, rezo para que se le eche encima un maldito enjambre
de abejas y la mate a aguijonazos.
-Qué
vergüenza –dijo Laura.
Bzzzzz
–susurró Mel, convirtiendo sus dedos en abejas y haciéndolas
zumbar en dirección a la garganta de Terri. Después dejó caer las
manos a ambos lados.
>>Es
perversa –dijo Mel-. A veces se me ocurre ir a su casa vestido de
apicultor. Ya sabes: esa especie de yelmo con la plancha que te tapa
la cara, los grandes guantes y el traje acolchado. Llamo a la puerta
y suelto el enjambre dentro de la casa. Pero antes tendría que
asegurarme de que no estuvieran los chicos, por supuesto.Cruzó las
piernas. Le llevó su tiempo hacerlo. Luego puso ambos pies en el
suelo y se inclinó hacia adelante, con los codos sobre la mesa y la
barbilla en el hueco de las manos.
-Puede
que no llame a mis hijos. Puede que no fuera tan buena idea. Puede
que lo que hagamos sea irnos a cenar. ¿Qué os parece?
-A mí me parece bien
–asentí-. Comer o no comer. O seguir bebiendo. Yo podría seguir
hasta que anochezca.
-¿Qué
quieres decir, cariño? Preguntó Laura.
-Exactamente
lo que he dicho –respondí-. Que podría seguir. Eso es todo lo que
he dicho.
-pues
yo comentaría algo –confesó Laura-. Creo que no he tenido tanta
hambre en mi vida. ¿Hay algo para picar?
-Sacaré
queso y galletas –dijo Terri.
Pero
Terri siguió sentada. No se levantó ni trajo nada.
Mel
volcó su vaso. Lo derramó sobre la mesa.
-Se
acabó la ginebra –anunció.
-¿Y
ahora qué? –dijo Terri.
Oía
los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el
ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos ninguno lo
más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.
RAYMUND
CARVER (1938 1988)
Perteneciente a :
“De qué hablamos cuando hablamos de amor” 1981.
No hay comentarios:
Publicar un comentario