EL
PROBLEMA FINAL
Sir
Arthur Conan Doyle
(1893)
Tomo
la pluma con tristeza para redactar estos pocos párrafos, que serán
los últimos que yo
dedicaré a dejar constancia de las singulares
dotes que distinguieron a mi amigo el señor Sherlock
Holmes. Me he
esforzado, aunque de una manera inconexa y, estoy profundamente
convencido de
ello, del todo inadecuada, en relatar como he podido
las extraordinarias aventuras que me han
ocurrido en su compañía
desde que la casualidad nos juntó, en el período del Estudio en
escarlata,
hasta la intervención de Holmes en el asunto de El
Tratado naval, intervención que tuvo como
consecuencia indiscutible
la de evitar una grave complicación internacional. Era propósito
mío el
haber terminado con ese relato, sin hablar para nada del
suceso que dejó en mi vida un vacío que los
dos años transcurridos
desde entonces han hecho muy poco por llenar. Pero las recientes
cartas en
que el coronel James Moriarty defiende la memoria de su
hermano me fuerzan a ello, y no tengo otra
alternativa que la de
exponer los hechos tal como ocurrieron.
Soy
la única persona que conoce la verdad exacta del caso, y estoy
convencido de que ha
llegado el momento en que a nada bueno conduce
el suprimirla. Por lo que yo sé, sólo han aparecido
en la Prensa
tres relatos: el que publicó el Journal de Geneve el día 6 de mayo
de 1891, el telegrama
de Reuter que apareció en los diarios
ingleses el día 7 de mayo y, por último, las cartas recientes a
que antes aludí. El primero y el segundo de estos relatos son
sumamente lacónicos, en tanto que el
último
tergiversa por completó los hechos, según voy a demostrarlo. Me
toca a mí el contar por
primera vez qué es lo que verdaderamente
ocurrió entre el
profesor Moriarty y el señor Sherlock Holmes.
Se
recordará que después de mi matrimonio y de mi
consiguiente
iniciación en el ejercicio independiente de la
profesión médica
se vieron, hasta cierto punto, modificadas las
íntimas relaciones
que habían existido entre Holmes y yo. Siguió
recurriendo
a mí de cuando en cuando, es decir, siempre que
deseaba tener un
compañero en sus investigaciones, pero tales
oportunidades fueron
haciéndose cada vez más raras, como lo
demuestra el que sólo
conservo notas de tres casos durante el
año 1890. Leí en los
periódicos, durante el invierno de ese año y
los comienzos de la
primavera de 1891, que el Gobierno francés
había comprometido sus
servicios en un asunto de suprema
importancia, y recibí de Holmes
dos cartas, fechada la una en
Narbona y la otra en Nimes, de las que
deduje la probabilidad de
que su estancia en el país francés iba a
ser larga. Por eso me
produjo cierta sorpresa el verlo entrar en mi
consultorio la tarde
del día 24 de abril. Me produjo la impresión
de que estaba más
pálido y enjuto que de costumbre.
—Sí,
me he estado empleando con bastante generosidad —
me
explicó, respondiendo a mi mirada más bien que a mis palabras—.
Los asuntos me han
apremiado algo en los últimos tiempos. ¿Le
causará alguna molestia si cierro los postigos de la
ventana?
No
había en la habitación otra luz que la que proporcionaba la lámpara
colocada encima de la
mesa en que yo estaba leyendo. Holmes avanzó
pegado a la pared hasta llegar a la ventana, y
juntando los postigos
los aseguró por dentro con el pestillo.
—¿Tiene
usted miedo de algo? —le pregunté.
—Lo
tengo.
—¿De
qué?
—De
los fusiles de aire comprimido.
—¿Qué
me quiere dar a entender, querido Holmes?
—Creo
que usted me conoce lo bastante bien, Watson, para saber que no soy
en modo alguno
un
hombre nervioso. Por otra parte, el cerrar los ojos al peligro cuando
uno lo tiene encima es
estupidez y no valentía.
—¿Me
puede dar usted una cerilla?
Aspiró
el humo de su cigarrillo como si recibiese con gratitud su influencia
sedante.
—Tengo
que pedirle disculpa por venir tan tarde, y, además, he de
suplicarle que se muestre tan
poco
apegado a las buenas formas que me permita dentro de un rato
abandonar su casa
descolgándome por la pared del jardín
posterior.
—Pero,
¿qué significa todo esto? —le pregunté.
Alargó
la mano y pude ver a la luz de la lámpara que dos de los nudillos de
sus dedos estaban
reventados y sangrando.
—Como
ve, no se trata de una minucia impalpable —me contestó,
sonriendo—. Todo lo
contrario, se trata de algo lo bastante más
sólido como para destrozarle a un hombre la mano. ¿Está
en casa
su señora?
—Está
ausente, pues marchó de visita.
—iAh,
sí! ¿Está usted solo?
—Completamente.
—Pues
entonces ya me resulta menos violento el
proponerle que se venga a
pasar conmigo una
semana en el continente.
—¿En
qué parte?
—iOh,
donde quiera! Para mí es lo mismo.
Todo
aquello resultaba muy extraño. No entraba
en el carácter de Holmes
el tomarse unas vacaciones
sin una finalidad concreta, y algo que
observé en su rostro, pálido y cansado, me dio a entender que
los
nervios de mi amigo estaban en el punto máximo de tensión. El vio
en mis ojos la pregunta y,
juntando las yemas de sus dedos y
colocando los codos encima de sus rodillas, me explicó lo que
ocurría.
—Es
probable que jamás haya oído usted hablar del profesor Moriarty,
¿verdad? —me preguntó.
—Jamás.
—¡Ahí
está precisamente lo genial y asombroso del asunto! —exclamó—.
El hombre llena por
completo Londres, y nadie ha oído hablar de él.
Esa razón es la que lo empinó hasta la cumbre en los
fastos del
crimen. Le digo con toda seriedad, Watson, que si yo consiguiera
vencer a ese hombre, si
me fuera posible libertar de él a la
sociedad, tendría la sensación de que mi carrera había alcanzado
su cúspide, y estaría dispuesto a consagrarme a un género de vida
más sosegado. Entre nosotros,
los casos recientes en los que pude
ser de utilidad a la real familia de Escandinavia y a la República
francesa
me han colocado en una situación tal que me seria posible seguir
viviendo de la manera
tranquila que va tan bien con mi carácter, y
concentrar mi atención en mis investigaciones químicas.
Pero
yo no podría descansar, Watson, no podría permanecer tranquilo en
mi sillón, con el
pensamiento de que un hombre como el profesor
Moriarty se paseaba por las calles de Londres sin
que nadie le fuese
a la mano.
—Pero
¿qué es lo que él ha hecho?
—Su
carrera ha sido de las extraordinarias. Es hombre de buena cuna y de
excelente educación,
y está dotado por la Naturaleza de una
capacidad matemática fenomenal. A la edad de veintiún años
escribió un tratado sobre el teorema de los binomios, que alcanzó
boga en toda Europa. Con esa
base ganó la cátedra de matemáticas
en una de nuestras universidades menores. Se abría delante
de él,
según todas las apariencias, una brillante carrera. Pero el hombre
en cuestión tenía ciertas
tendencias hereditarias de la índole
más diabólica. Coma por sus venas sangre criminal que, en vez
de
modificarse, se multiplicó y se hizo infinitamente más peligrosa
mediante sus extraordinarias dotes
mentales. Circularon negros
rumores en torno suyo por la ciudad en que estaba situada la
Universidad y, por fin, se vio obligado a renunciar a su cátedra y a
venir a Londres, donde se
estableció como preparador de oficiales
del ejército.
Todo
eso es lo que el mundo sabe del profesor, pero ahora le voy a’
contar lo que yo mismo he
descubierto. Usted sabe bien, Watson, que
nadie conoce tan bien como yo el alto mundo de la
criminalidad
londinense. Por espacio de varios años he vivido con la constante
sensación de que
detrás de los malhechores existía algún poder,
un poder de gran capacidad organizadora, que se
cruza siempre en el
camino de la justicia y que cubre con su escudo a los delincuentes.
Una vez, en casos de la más diversa variedad, falsificaciones,
robos, asesinatos, he palpado la presencia
de esa fuerza de que le
hablo, y he deducido la intervención de su mano en muchos de los
crímenes
que no llegaron a descubrirse y en los que no se me
consultó personalmente. Me he esforzado
durante años en rasgar el
velo que envolvía ese poder. Hasta que llegó el momento en que
pude
agarrar mi hilo y lo seguí, y ese hilo me condujo, después de
mil astutos rodeos, hasta el profesor
Moriarty,
el afamado matemático. Watson, ese hombre es el Napoleón del
crimen.
Es
el organizador de la mitad de los delitos y de casi todo lo que no
llega a descubrirse en esta
gran ciudad. Ese hombre es un genio, un
filósofo, un pensador abstracto. Posee un cerebro de primer
orden.
Permanece inmóvil en su sitio, igual que una araña tiende mil hilos
radiales y él conoce
perfectamente todos los estremecimientos de
cada uno de ellos. Es muy poco lo que actúa
personalmente. Se
limita a proyectar. Pero sus agentes son numerosos y
magníficamente
organizados. En cuanto hay un crimen que cometer, un
documento que sustraer, una casa que
saquear, un hombre a quien
quitar de en medio, se notifica al profesor lo que ocurre, se
organiza el
hecho y se lleva a cabo. Existe la posibilidad de que el
agente sea apresado. En ese caso hay
siempre dinero dispuesto para
ofrecer como garantía de su libertad provisional o para su defensa.
Pero
el poder central que se sirve de ese agente no cae nunca en manos de
la justicia, y ni siquiera
llega a sospecharse su existencia. He
aquí la organización de cuya realidad me aseguré mediante
deducciones, Watson, y a cuyo descubrimiento público y destrucción
he dedicado todas mis energías.
Pero
el profesor se había rodeado de salvaguardias tan astutamente
colocadas que hiciese yo lo que
hiciese, parecía imposible lograr
pruebas capaces de demostrar su culpabilidad ante un tribunal
de
justicia. Usted, mi querido Watson, conoce los puntos que yo
calzo, pero al cabo de tres meses me vi
obligado a confesar que había
tropezado, por fin, con un antagonista que me igualaba en capacidad
intelectual. El horror que me inspiraban sus crímenes se diluyó en
mi admiración ante su destreza.
Pero
un buen día tuvo un resbalón pequeño, pequeñísimo. Sin embargo,
fue más que suficiente, y yo
le caí encima. Se me había presentado
mi oportunidad, y, partiendo de aquel resbalón, he urdido mi
red en
tomo al profesor. La red está a punto de cerrarse. De aquí a tres
días, es decir, el lunes
próximo, estarán las cosas maduras, y el
profesor caerá en manos de la Policía con todos los
miembros
destacados de su cuadrilla. Entonces presenciaremos la vista de la
mayor causa criminal
del
siglo, el esclarecimiento de cuarenta y tantos misterios y el dogal
como condena de cada uno de
ellos; pero, compréndame, si actuamos
prematuramente, quizá se nos escurran de entre las manos
incluso en
el último instante. Ahora bien: si hubiésemos podido hacer esto sin
que se enterase el
profesor Moriarty, todo habría salido a pedir de
boca. Pero es hombre demasiado precavido para
semejante cosa. A él
no se le escapó ni uno solo de los pasos que yo he dado para ir
cercándolo con
mis lazos. Una y otra vez ha intentado romper el
cerco, pero siempre he desbaratado yo sus
tentativas.
Le
digo, amigo mío, que si fuera posible escribir un relato detallado
de esa lucha silenciosa, seria
considerado
como el ejercicio más brillante de estocadas y paradas de la
historia del detectivismo.
Jamás
me he elevado yo a tales alturas y jamás me he visto tan duramente
acosado por mi
adversario. El hiló muy fino, pero yo afiné todavía
más. Esta mañana se
han tomado las últimas disposiciones, y sólo
se necesitarán tres días
para dar cima al asunto. Me hallaba yo
sentado en mi habitación,
discurriendo sobre este asunto, cuando se
abrió la puerta y compareció
ante mí el profesor Moriarty. Yo
tengo los nervios bastante bien
templados, Watson, pero tengo que
confesar que di un respingo al ver en
pie, en el umbral de mi
puerta, al mismísimo hombre que no se apartaba
de mis pensamientos.
Yo estaba familiarizado con su aspecto personal.
Es
un hombre muy alto y seco; su frente ancha se yergue en blanca
curva
como un torreón, y tiene los ojos profundamente hundidos en el
cráneo. Va completamente afeitado, es pálido, de apariencia asceta
y
conserva en sus rasgos ciertas características propias de un
profesor. Es
cargado de hombros, debido a su mucho estudiar, y
mantiene su rostro
adelantado en una especie de perpetua y lenta
oscilación de un lado para
otro, al extraño modo de los reptiles.
Me miró con sus ojos medio
cerrados, con expresión de curiosidad,
y, por fin, me dijo: «Posee usted
un
desarrollo frontal inferior al que yo calculaba. Es una costumbre
peligrosa la de poner el dedo en el gatillo de un arma cargada que
se
lleva en el batín.» La verdad es que yo me di cuenta, así que
él entró, del
gravísimo peligro personal en que me encontraba. No
había para él otra
posible escapatoria que la de silenciar mi
lengua.
Fue
cosa de un instante el sacar el revólver del cajón, meterlo en mi
bolsillo y apuntarle por
detrás de la tela. Al oírle hablar así,
saqué mi revólver y lo coloqué encima de la mesa con el gatillo
levantado. El profesor seguía sonriéndome y parpadeando, pero algo
tenían sus ojos que me hizo
alegrarme de tener a mano el arma «Está
claro que usted no me conoce», dijo. «Todo lo contrario —
le
contesté—; creo que está bastante claro que lo conozco. Siéntese,
por favor. Le puedo dedicar
cinco
minutos si tiene algo que manifestarme.»
«Todo
cuanto querría decirle yo ha cruzado ahora por su imaginación», me
contestó. «Pues
entonces, quizá haya cruzado mi respuesta por la
suya», le dije. «¿Sigue usted en sus trece?» «Por
completo.»
Metió él de golpe la mano en su bolsillo, y yo empuñé el arma.
Pero él se limitó a sacar un
uaderno en el que había garrapateado
algunas notas, y dijo: «El cuatro de enero se cruzó usted en
mi
camino. El veintitrés me molestó; hacia mediados de febrero esas
molestias se hicieron muy
serias; a fines de marzo me vi sumamente
embarazado en mis proyectos, y ahora, a fines de abril, me
encuentro
colocado en situación tal, por culpa de la persecución constante de
queusted me ha hecho
objeto, que estoy en verdadero peligro de
perder mi libertad. La situación se está haciendo
imposible.»
«¿Tiene usted alguna sugerencia que hacer?», le pregunté.
«Debe
usted abandonar el asunto, señor Holmes —me dijo, con el balanceo
característico de su
cara—. Ya sabe usted que debe abandonarlo.»
«Después del lunes», le contesté. «¡Vaya, vaya! —
dijo él—.
Un hombre de su inteligencia tiene que comprender que este negocio no
tiene sino una
salida Es preciso que usted se retire. Ha dispuesto
usted las cosas de tal manera que sólo nos ha
dejado
una alternativa. Para mí ha constituido un placer intelectual la
manera como ha abordado
usted este problema, y le aseguro, con
sinceridad, que me
dolería muchísimo el yerme obligado a recurrir a
una
medida extrema. Usted se sonríe, pero le aseguro que me
dolería»
«El peligro es una parte de mi profesión», le hice
notar.
«Aquí no se trata de un peligro. Se trata de una
destrucción
inevitable. Usted no se interpone solamente en
el camino de un
individuo, sino en el de una poderosa
organización, cuyo alcance
pleno usted, a pesar de toda su
inteligencia, ha sido incapaz de
medir. Señor Holmes, debe
apartarse o, de lo contrario, será
pisoteado.» «Estoy viendo
que el placer que me proporciona esta
conversación me
hace desatender asuntos de importancia que me
esperan
en otra parte», le dije poniéndome en pie. También él
se
levantó y me miró en silencio, moviendo tristemente la
cabeza.
«Bueno, bueno —dijo por último—. Parece una
lástima, pero he
hecho cuanto estuvo en mi mano. Conozco
una por una todas sus
jugadas. Nada puede usted hacer
antes del lunes. Hemos sostenido un
duelo usted y yo, Holmes. Usted espera llevarme al banquillo.
Yo
le aseguro que jamás me sentaré en el banquillo. Usted confía en
vencerme. Yo le aseguro que
no me vencerá jamás. Si su habilidad
llega hasta destrozarme, tenga la seguridad de que yo haré lo
propio con usted.» «Señor Moriarty, usted me ha dirigido varios
cumplidos —contesté yo--.
Permítame
que le diga a mi vez que, si yo estuviera seguro de la primera de
estas alternativas,
aceptaría gustoso, en interés del público, la
segunda» «Yo puedo prometerle una cosa, pero no la
otra», contestó
burlón, y con eso me volvió sus cargadas espaldas y salió del
cuarto, fijándose en
todo y parpadeando. Tal fue mi extraña
entrevista con el profesor Moriarty.
Confieso
que dejó en mí una desagradable impresión. Su manera de hablar,
meliflua y concisa,
produce un convencimiento de sinceridad que no
conseguiría un simple fanfarrón. Naturalmente que
usted me dirá
«Por qué no adoptar contra el profesor ciertas precauciones
policíacas?» Pues porque
estoy bien convencido de que el ataque me
vendrá de sus agentes. Poseo las mejores pruebas de
que ocurriría
eso.
—¿Ha
sido usted ya objeto de alguna agresión?
—Mi
querido Watson, no es el profesor Moriarty hombre que deje crecer la
hierba bajo sus pies.
A
eso del mediodía salí para realizar unas transacciones en Oxford
Street. Al cruzar desde la esquina
de Bentinck Street hasta Welbeck
Street, un carro de muebles tirado por doscaballos enloquecidos
la
dobló y se precipitó sobre mí como un rayo. Yo pegué un salto,
gané la acera y me salvé por una
fracción de segundo. El carro de
muebles se precipitó desde Maylebone Lane y desapareció en un
instante..Desde ese momento no me salí de la acera, Watson; pero
cuando caminaba por Vere Street
adelante, cayó del tejado de una de
las casas un ladrillo y se hizo pedazos a mis pies. Llamé a la
policía y se revisó la casa. Había en el tejado unos montones de
pizarras y de ladrillos destinados a
algunas reparaciones y
quisieron hacerme creer que el viento había volteado uno de estos
últimos.
Yo
estaba mejor enterado, pero no podía probar nada. Después de eso,
cogí un coche de alquiler y
me dirigí a las habitaciones de mi
hermano en Pall Mall, donde he pasado el día. Hace un rato,
cuando
venía hacia esta casa, fui atacado por un maleante armado de una
porra. Lo derribé por el
suelo, y la Policía lo tiene detenido,
pero puedo decirle a usted con la más absoluta seguridad que
no
logrará en modo alguno establecerse- el que exista una conexión
entre el individuo sobre cuyos
dientes delanteros me he despellejado
los nudillos y el aislado preparador matemático, que
seguramente
está a diez millas de allí resolviendo problemas en un encerado. No
se extrañará,
Watson, de que mi primer acto, al entrar en sus
habitaciones, haya sido cerrar los postigos de sus
ventanas, y el
que me haya visto obligado a pedirle permiso para abandonar la casa
por una salida
menos visible que la puerta delantera.
Yo
me había admirado con frecuencia del valor de mi amigo, pero nunca
más que en aquel
momento en que, sentado tranquilamente, iba
enumerando una serie de incidentes que, reunidos,
había hecho de
aquél un día espantoso.
—¿Pasará
usted aquí la noche? —le pregunté.
—No,
amigo mío, porque quizá le resultase un huésped peligroso. Me he
trazado mis planes, y
todo saldrá bien. Las cosas se hallan tan
avanzadas que la Policía puede actuar sin necesidad de mi
ayuda,
por lo que se refiere a las detenciones, aunque mi presencia sea
indispensable como pieza de
convicción ante el juez. Por
consiguiente, está claro que lo mejor que puedo hacer es alejarme
durante los pocos días que han de transcurrir antes de que la
Policía tenga las manos libres para
actuar. Por consiguiente, será
para mí un gran placer el que usted me acompañe al continente.
—Mi
clientela da poco trabajo, y, además, tengo un compañero y
convecino muy dispuesto a
servirme. Me alegrará, pues,
acompañarle.
—¿Saliendo
de aquí mañana por la mañana?
—Si
es preciso.
—iOh,
sí!, es muy necesario. Pues entonces, mi querido Watson, he aquí
mis instrucciones, y yo
le suplico que las siga al pie de la letra,
porque está usted desde este momento metido en una
partida, de
pareja conmigo, contra el bribón más inteligente y contra la
organización de criminales
más poderosa de Europa Escuche, pues:
despachará usted los equipajes que tenga intención de
llevar,
entregándoselos a un mensajero de confianza esta noche, y sin poner
etiqueta alguna, para
que los lleve a la estación Victoria Por la
mañana enviará usted a buscar un coche hanson,
ordenándole a su
hombre que no tome ni el primero ni el segundo de los que le salgan
al paso.
Subirá
rápidamente al coche, y marchará usted en él hasta el extremo que
da al Strand de los
soportales Lowther, entregándole la dirección
al cochero escrita en un papelito con la indicación de
que no lo
tire. Tenga preparado el importe del viaje y, en el instante mismo en
que se detenga su
coche, atraviese corriendo los soportales,
calculando el tiempo de manera que llegue al otro extremo
a las
nueve y cuarto. Junto al bordillo de la acera estará esperando un
pequeño coche brougham,
guiado
por un cochero que llevará una gruesa capa negra con el cuello
ribeteado dé rojo. Se meterá
usted dentro, y llegará a la
estación Victoria con el tiempo suficiente para subir al expreso
continental.
—¿Dónde
me veré con usted?
—En
la estación. El segundo coche de primera clase, contando desde la
cabeza del tren, estará
reservado
para nosotros.
—
De
modo, que el lugar de la cita es dentro del coche del ferrocarril.
—En
efecto.
Fue
inútil el que insistiese con Holmes en que se quedase a pasar la
velada. Era evidente para
mí que él pensaba que su presencia
podría acarrear molestias bajo el techo que le cobijaba, y que
ése
era el motivo que le impulsaba a marcharse. Se levantó después de
pronunciar algunas frases
precipitadas referentes a nuestros planes
para el día siguiente, y salió conmigo al jardín, trepando
por
encima de la pared que linda con Mortimer Street. Llamó
inmediatamente a un coche con un silbido, y
le oí alejarse en el
carruaje.
A
la mañana siguiente me ceñí al pie de la letra a las instrucciones
de Holmes. Se me buscó un
hansom, adoptando todas las precauciones
necesarias para impedir que estuviese preparado allí
esperándonos
a nosotros, e inmediatamente después de desayunarme salí para los
soportales de
Lowther, que atravesé a todo correr de mis piernas. Me
estaba esperando un coche brougham con un
voluminoso cochero
envuelto en una capa negra. En el instante mismo en que yo me metí
dentro del
coche, él fustigó a su caballo y rodamos
estrepitosamente hacia la estación Victoria. En el momento
de
apearme hizo girar el carruaje, y se alejó a toda velocidad sin
mirar siquiera hacia mí.
Todo
había marchado hasta ese momento de manera admirable. Me esperaba mi
equipaje y no
tuve dificultad alguna en encontrar el coche que
Holmes me había indicado, tanto más cuanto que era
el único con
el cartel de reservado. Mi sola preocupación desde ese momento era
el que no hiciese
acto de presencia Holmes. El reloj de la estación
señalaba siete minutos tan sólo para la hora de
salida del tren.
En vano busqué entre los grupos de viajeros, y de gente que había
ido a despedir a
los
mismos, la delgada silueta de mi amigo. No se le veía por ninguna
parte. Perdí algunos minutos
sirviendo de intérprete a un
venerable sacerdote italiano, que se esforzaba por hacer comprender
a
un mozo de equipajes en su inglés chapurreado que tenía que
facturar su equipaje hasta París. Después eché un nuevo
vistazo
por todas partes, y regresé a mi coche, encontrándome
con que el
mozo de equipajes, sin hacer caso del cartelito, me
había dado de
compañero de viaje a mi decrépito amigo
italiano. Fue inútil que
yo intentase hacer comprender a éste
que su presencia allí suponía
un entremetimiento, porque el
italiano que yo hablaba era todavía
más escaso que el inglés
que
hablaba él; me encogí, pues, de hombros con resignación,
y seguí
buscando ansiosamente con la mirada a mi amigo. Me
corrió por el
cuerpo un escalofrío de miedo al pensar en que su
ausencia podía
significar que habían descargado sobre él
durante
la noche algún ataque. Ya estaban cerradas todas las
portezuelas y
había sonado el silbato, cuando...
—Mi
querido Watson -dijo una voz—, ni siquiera ha tenido
usted la
condescendencia de darme los buenos días.
Me
volví presa de irreprimible asombro. El anciano
eclesiástico se
había vuelto a mirarme. Instantáneamente, las
arrugas se fueron
alisando, la nariz se alejó de la barbilla, el labio inferior dejó
de estar pendiente y la
boca de farfullar, recobrando los ojos
apagados su brillo e irguiéndose el cuerpo alicaído. Un instante
después volvió todo él a desmadejarse, y Holmes desapareció con
la misma rapidez con que había
surgido.
—¡Santo
Dios! —exclamé---. ¡Cómo me ha sobresaltado usted!
—Todas
las precauciones siguen siendo necesarias —me cuchicheó—. Tengo
razones para
pensar que nos siguen la pista muy de cerca ¡Ahí está
Moriarty en persona!
Al
decir Holmes estas palabras el tren había empezado ya a moverse.
Miré hacia atrás y vi a un
hombre de mucha estatura abriéndose
paso furiosamente a empujones por entre la multitud y
haciendo señas
con la mano como si desease obligar al tren a pararse. Sin embargo,
era demasiado
tarde, porque íbamos ganando rápidamente velocidad,
y un instante después nos lanzábamos fuera
de la estación.
—Ya
ve usted que con todas nuestras precauciones nos hemos escapado por
un pelo -dijo
Holmes,
echándose a reír.
Se
levantó, se quitó la sotana negra y el sombrero con que se había
disfrazado, y los guardó
dentro de un maletín.
—¿Leyó
usted los periódicos de la mañana, Watson?
—No.
—¿No
ha leído entonces nada acerca de Baker Street?
—¿Baker
Street?
—Anoche
pegaron fuego a nuestras habitaciones, aunque los perjuicios no han
sido grandes.
—¡Válgame
Dios, Holmes! Esto es intolerable.
—Debieron
de perder por completo mi pista después de la detención por la
Policía del hombre
de la cachiporra. De otro modo, no habrían
podido imaginarse que yo había regresado a mi domicilio.
Sin
embargo, es evidente que tomaron la precaución de vigilarlo a usted,
y eso es lo que trajo a
Moriarty
a la estación Victoria. ¿No habrá cometido usted algún error al
venir?
—Hice
todo exactamente tal y cual usted me indicó.
—¿Encontró
usted al coche brougharn?
—Sí,
me estaba esperando.
—¿No
adivinó quién era el cochero?
—No.
—Era
mi hermano Mycroft. Es una ventaja en casos así el no verse en la
precisión de confiar un
secreto a una persona mercenaria. Pero
vamos a calcular cuál debe ser nuestra conducta de aquí en
adelante por lo que respecta a Moriarty.
—Como
éste es un tren expreso y como el barco del estrecho funciona en
conexión con el
mismo, yo diría que nos hemos sacudido muy
eficazmente al tal Moriarty.
—Mi
querido Watson, por lo que veo, usted no comprendió todo el alcance
de mis palabras
cuando le dije que es preciso considerar a este
hombre como el igual mío en el plano intelectual.
Usted
no se imaginará que si yo fuera el perseguidor me dejaría burlar
por un obstáculo tan
insignificante. ¿Por qué, pues, va usted a
tener una opinión tan mezquina de él?
—¿Qué
es lo que hará?
—Lo
que haría yo.
—Pues
entonces, ¿que haría usted?
—Hacer
preparar un tren especial.
—Pero
sería tarde.
—De
ninguna manera. Este tren nuestro se detiene en Canterbury, y hay por
lo menos un cuarto
de
hora de tiempo para la salida del barco. Allí nos alcanzará.
—Cualquiera
pensaría que somos nosotros los criminales. Hagámoslo arrestar en
cuanto llegue.
—Con
ello echaríamos a perder la tarea de tres meses. Pescaríamos al pez
gordo, pero los otros
peces pequeños se nos desbandarían a derecha
e izquierda de nuestra red. El lunes serán nuestros
todos ellos.
No, una detención es inadmisible en este momento.
—¿Qué
haremos, pues?
—Nos
apearemos en Canterbury.
—¿Y
luego?
—Pues
tendremos que hacer un viaje a través del país hasta Newhaven, y
desde allí cruzaremos
el estrecho hasta Dieppe. Moriarty hará otra
vez lo que
haríamos nosotros. Seguirá viaje hasta París,
descubrirá
nuestros equipajes y montará la guardia durante dos
días en el
depósito de los mismos. Entre tanto, nosotros nos
obsequiaremos
con un par de maletines, fomentaremos la
fabricación en los países
por los que viajemos y nos dirigiremos
tranquilamente a Suiza,
pasando por Luxemburgo y Basilea.
Yo
soy un viajero demasiado curtido para que la pérdida
de mi equipaje
me cause serios inconvenientes; pero confieso
que me molestó la
idea de yerme obligado a andar con tretas y
ocultaciones frente a un
hombre cuya historia estaba
manchada de infamias indecibles. Sin
embargo, era evidente
que Holmes veía la situación con mayor
claridad que yo. Por
consiguiente, nos apeamos del tren en
Canterbury,
encontrándonos
con que teníamos que esperar una hora antes
de que saliese el
primer tren para Newhaven.
Aún seguía yo mirando con tristeza hacia
el furgón que
contenía
mi equipaje y que desaparecía rápidamente, cuando Holmes me tiró
de la manga y me
señaló un punto lejano de la línea
—Ya
lo ve usted —me dijo.
Muy
lejos, de entre los bosques de Kent, se alzaba una fina nubecilla de
humo. Un minuto
después pudimos ver cómo desembocaba a toda
velocidad un tren compuesto de la máquina y un
vagón por la curva
amplia que conduce a la estación. Tuvimos el tiempo justo de
situarnos detrás de
una pila de equipajes; el tren pasó retumbando
con estrépito y lanzándonos a la cara una vaharada
de
aire caliente.
—Allá
se nos va -dijo Holmes, viendo cómo el único coche de aquel tren
saltaba y se balanceaba
al pasar por las agujas—. Como usted ve,
la inteligencia de nuestro amigo tiene ciertos límites. Si
él
hubiese razonado, calculando lo que haríamos nosotros y actuando
en consecuencia, habría dado
con ella un coup de maître.
—¿Y
qué habría hecho si nos hubiese dado alcance?
—No
puede haber la menor duda de que habría lanzado contra mí un ataque
asesino. Sin
embargo, ése es un juego en que los jugadores pueden
ser dos. La cuestión ahora es la de si
debemos hacer aquí un
temprano desayuno, o si debemos correr el peligro de pasar hambre
antes de
que lleguemos al buffet de Newhaven.
Aquella
noche llegamos a Bruselas, donde pasamos dos días, siguiendo al
siguiente nuestro
viaje hasta llegar a Estrasburgo. El lunes por la
mañana Holmes telegrafió a la Policía londinense, y
por la noche
encontramos la contestación al llegar a nuestro hotel. Holmes rasgó
el sobre, y luego lo
tiró al fuego de la chimenea, lanzando una
amarga maldición.
—Debí
suponérmelo —suspiró--. ¡Se ha escapado!
—¡Moriarty!
—Han
atrapado a toda la cuadrilla menos a él. Les dio esquinazo.
Naturalmente, una vez que yo
me ausenté del país, ya no hubo nadie
capaz de hacerle frente. Sin embargo, yo creí que les
había
entregado la pieza de caza en sus propias manos. Watson, creo
que lo mejor será que regrese usted
a Inglaterra.
—¿Por
qué?
—Porque
voy a resultarle de ahora en adelante un compañero peligroso. Este
hombre ha
perdido su ocupación. Si yo no me equivoco acerca de su
carácter, consagrará todas sus energías a
vengarse de mí. Si
regresa a Londres está perdido. En nuestra breve entrevista me lo
dijo, yo creo
que hablaba en serio. Así pues, tengo que recomendarle
que vuelva usted y atienda a su clientela
No
eran ésas unas palabras como para que ejerciesen influencia en quien
era, como yo soy, un
veterano de la guerra y también un veterano
amigo. Estuvimos discutiendo el asunto por espacio de
media hora en
el comedor de Estrasburgo, pero esa misma noche reanudamos el viaje y
marchamos
camino de Ginebra.
Durante
una semana encantadora vagabundeamos por el
valle del Ródano, y
después, desviándonos en Leuk, cruzamos el
paso de Gemmy, cubierto
aún por una espesa capa de nieve,
dirigiéndonos por Interlaken a
Meiringen. Fue un viaje
encantador,
entre el verdor delicioso de la primavera que se
distinguía debajo
de nosotros y el blanco virginal del invierno por
encima; pero
también fue evidente para mí que ni por un instante
se olvidaba
Holmes de la sombra que se cruzaba en su camino.
En
las sencillas aldeas de los Alpes o en los solitarios pasos de
lamontaña advertía yo, por el rápido ir y venir de sus ojos y su
aguda manera de escudriñar todas las caras que con nosotros se
cruzaban, que él estaba muy convencido de que fuésemos a
donde
fuésemos, no conseguiríamos ponernos a distancia del
peligro que
seguía nuestros pasos.
Recuerdo
que en cierta ocasión, cuando cruzábamos el
Gemmy y caminábamos
por la orilla del melancólico Daubensee,
rodó con estrépito una
gran roca desprendida del espolón que se alzaba a nuestra derecha y
fue a parar rugiendo al lago a espaldas de nosotros. Holmes corrió
alinstante hasta lo alto del espolón y, en pie en una alta cima,
alargó su cuello en todas direcciones.
Fue
inútil que nuestro guía le asegurase que en ese lugar y durante la
primavera venía a ser
cosa corriente el que se desplomasen algunos
peñascos. Holmes no dijo nada, pero se sonrió
mirándome con la
expresión de quien ve cumplirse algo que él espera.
Sin
embargo, ese constante estar en guardia no abatió nunca su buen
humor. Al contrario, no
recuerdo haberlo visto jamás de una alegría
tan, exuberante. Una y otra vez traía a colación el hecho
de que
si él estuviera seguro de que la sociedad quedaba libre del profesor
Moriarty, acabaría su
propia carrera muy alegremente.
—Watson,
yo creo que puedo llegar hasta ufanarme de que mi vida no ha sido por
completo
vana
—me dijo a modo de comentario-. Si esta noche llegase a su fin la
historia de la mía, podría yo
contemplarla con ecuanimidad. Mi
presencia ha contribuido a purificar la atmósfera de Londres. No
recuerdo, en más de mil casos, uno solo en el que yo haya empleado
mis facultades en favor de la
parte culpable. En los últimos tiempos
me he sentido inclinado a bucear en los problemas originados
por la
Naturaleza, más bien que en aquellos otros más superficiales de que
es responsable nuestro
artificioso sistema social. Sus Memorias,
Watson, llegarán a su fin el día en que yo corone mi carrera
con
la captura o muerte del más peligroso y más inteligente criminal de
Europa.
Seré
conciso, aunque siempre exacto, en lo poco que aún me queda por
relatar. No es tema en
el que a mí me agradaría extenderme, pero
tengo conciencia de que hay un deber que me obliga a no
omitir
ningún detalle.
El
día 3 de mayo llegamos a la pequeña aldea de Meirigen, donde nos
alojamos en el Englischer
Hof, atendido entonces por Peter Steiler,
padre. Era el dueño del hotel un hombre inteligente y
hablaba
perfectamente el inglés, por haber servido durante tres años de
camarero en el Grosvenor
Hotel, de Londres. Por consejo suyo salimos
juntos la tarde del día 4 con el propósito de cruzar las
colinas y
pasar la noche en la pequeña aldea de Rosenlaui. Sin embargo,
insistió en que no
cruzásemos bajo ningún concepto frente a la
catarata de Reichenbach, que se encuentra más o
menos a mitad de
altura de la colina, sin hacer un pequeño rodeo para contemplarla.
Se
trata, sin duda alguna, de un sitio que causa pavor. El torrente,
crecido por el deshielo, se
precipita en un abismo tremendo, del que
salta hacia arriba el agua convertida en fino rocío que
parece la
humareda de una casa incendiada El abismo en que el río se precipita
forma una inmensa
hendidura, entre paredes de roca reluciente y
negra como el carbón, que se van estrechando hasta
desembocar en un
pozo de incalculable profundidad, que rebosa y despide con fuerza la
corriente de
agua por encima de sus dentados bordes. La larga masa de
agua que cae eternamente rugiendo, y la
tupida nube ondulante de
vapor de agua que asciende eternamente silbando, marea con su
estruendo y con sus remolinos a quien las mira. Desde cerca del borde
mirábamos hacia la hondura
contemplando el centelleo de las aguas
que se estrellaban contra las negras rocas, mucho más abajo
que
nosotros, y escuchábamos el griterío, que tenía algo de cosa viva,
que subía retumbando desde
el hondo abismo con los borbollones de
agua menudísima.
Ha
sido abierto un sendero en semicircunferencia alrededor de la
cascada, y desde el mismo se
domina ésta por completo; pero termina
bruscamente, y el viajero se ve obligado a retroceder sobre
sus
pasos. Dimos media vuelta para hacerlo, cuando vimos que un mozo
suizo avanzaba corriendo,
con una carta en la mano. Traía ésta el
membrete del hotel que acabábamos de dejar, y me la dirigía
a mí
el dueño del mismo. Decía en ella que, a los pocos minutos de
marcharnos, había llegado una
señora
inglesa que parecía estar en el grado más avanzado de consunción.
Había invernado en
Davos Platz, y marchaba a reunirse con amigos
suyos que estaban en Lucerna, cuando la acometió
una repentina
hemorragia. Se creía que apenas le quedaban algunas horas de vida,
pero sería para
ella un gran consuelo el verse atendida por un
médico inglés, de manera que, si yo quería regresar,
etc., etc. El
bueno de Steiler me daba la seguridad, en una posdata, de que él lo
consideraría como
un gran favor personal, ya que la señora aquélla
se negaba a que la atendiese un médico suizo, por
lo cual Steiler
creía estar incurriendo en una grave responsabilidad.
Yo
no podía mostrarme sordo a semejante requerimiento. Era imposible
rehusar acudir a la
llamada de una compatriota que se moría en
tierra extraña Sin embargo, sentí escrúpulos de
abandonar a
Holmes. Al fin convinimos en que el joven mensajero suizo se quedaría
con él,
sirviéndole de guía y de acompañante mientras yo
regresaba a Meiringen. Mi amigo me dijo que
quería permanecer un
ratito más junto a la cascada, y que luego seguiría camino
lentamente, hasta
pasar al otro lado de la colina y llegar a
Rosenlaui, lugar donde yo me reuniría con él a la caída de la
tarde.
Cuando yo me alejaba, vi a Holmes apoyado de espaldas contra una
roca, cruzado de brazos y
viendo precipitarse las aguas en el abismo
que había a sus pies. Era ésa la última visión que de él
había
yo de tener en este mundo.
Cuando
me hallaba al pie de la cuesta me volví para mirar hacia atrás.
Desde este sitio me era
imposible a mí contemplar la cascada, pero
sí podía distinguir la
curva del sendero que zigzagueaba por
encima de la lomera de la
colina y conducía hasta ella. Recuerdo
que un hombre avanzaba
con gran -rapidez por ese sendero. Distinguí
su negra silueta
perfectamente dibujada sobre el fondo azul. Me fijé
en él y
también
me llamó la atención la energía con que caminaba, pero
dejé de
pensar en su persona para marchar rápidamente a
cumplir
mi cometido.
Tardaría yo poco más de una hora en llegar a
Meiringen. El
viejo
Steiler estaba en pie en el pórtico de su hotel.
—Bueno
—le dije, acercándome presuroso—, confío en que
esa señora no
habrá empeorado.
Una
mirada de sorpresa cruzó por su cara, y mi corazón se
volvió como
de plomo dentro de mi pecho, observando el primer
temblor de sus
cejas al arquearse.
—¿No
es usted quien ha escrito esto? —le dije, sacando la
carta del
bolsillo—. ¿No hay en el hotel ninguna señora inglesa
enferma?
—De
ninguna manera —exclamó sorprendido-. ¡Pero tiene el membrete del
hotel! ¡Ya caigo!
Debió
de escribirlo aquel inglés muy alto que llegó después que ustedes
se marcharon. Dijo que...
Pero
yo no esperé a oír las explicaciones del dueño del hotel.
Acometido de un hormigueo de
temor, corría ya por la calle de la
aldea adelante, en busca del sendero por el que acababa de bajar.
Una
hora había invertido en el descenso. A pesar de todos mis esfuerzos,
habían transcurrido dos
horas más cuando llegué otra vez a la
catarata de Reichenbach. Encontré todavía el bastón de
montañero
de Holmes apoyado en la roca junto a la cual yo le había dejado.
Pero a él no se le veía
por ninguna parte, y fue en vano el que yo
gritase. La única respuesta que obtuve fue la de mi propia
voz, que
rebotaba, formando ecos sucesivos, en los peñascos que se alzaban a
mi alrededor.
Fue
la vista de aquel bastón de montañero lo que me dejó frío y
enfermo. El atestiguaba que
Holmes no había marchado a Rosenlaui.
Se había quedado en aquel sendero de tres pies de
anchura, con un
muro cortado a pico en un lado y el abismo también cortado a pico en
el otro, hasta
que le alcanzó su enemigo. También había
desaparecido el joven suizo, que estaba probablemente a
sueldo de
Moriarty y se había retirado dejando solos a los dos hombres. ¿Qué
había ocurrido
después? ¿Quién podía contarnos lo que después
había
ocurrido?
Permanecí
inmóvil por espacio de un par de minutos para
serenarme, porque me
hallaba atónito por lo espantoso del
suceso. Luego empecé a pensar
en los métodos que seguía
Holmes,
e intenté ponerlos en práctica para esclarecer aquella
tragedia.
¡Por desgracia, me resultó demasiado fácil la tarea!
Nosotros
¡10 habíamos llegado en nuestra conversación hasta
el final del
sendero, y el bastón de alpinista indicaba el sitio en
que nos
habíamos detenido. La corriente continua de la nube de
rocío
mantiene eternamente blando el suelo negruzco, y hasta
un
pájaro dejaría en él su huella. Dos líneas de huellas de pie se
distinguían con claridad a lo largo del sendero hasta su última
extremidad, ambas alejándose de mí. Pero, en cambio, no había
ninguna huella de pies en el sentido opuesto. A pocas yardas de
la
extremidad del sendero, el suelo estaba removido y
convertido en un
pequeño lodazal; las cañas y helechos que
bordeaban el abismo
estaban arrancados o destrozados. Me
tumbé boca abajo y miré hacia
el fondo, mientras las
salpicaduras
de agua menuda saltaban hacia arriba en torno
mío. Había ido
oscureciendo desde mi marcha, y ya sólo podía distinguir, aquí y
allá, el brillo de la
humedad
en las negras paredes, y allá muy hondo, al final de la hendidura,
el relampagueo de las
aguas revueltas con violencia. Grité; pero
sólo llegó hasta mis oídos el mismo gritde la cascada,
que
parecía tener algo de cosa viva.
Pero
mi destino había ordenado que, a fin de cuentas, recibiese yo unas
últimas frases de saludo
de mi amigo y camarada. Ya he dicho que su
bastón de alpinista había quedado apoyado en una roca
que
sobresalía junto al sendero. El brillo de un objeto colocado en lo
alto de esa roca hirió mis ojos;
alargué la mano y me encontré con
que lo producía la pitillera de plata que solía llevar consigo.
Al
cogerla en mi mano, cayó al suelo un pedazo pequeño y cuadrado
de papel, sobre el que la pitillera
se apoyaba. Lo desdoblé,
encontrándome con que eran tres páginas arrancadas de su cuaderno
de
notas y que estaban dirigidas a mí. Dato característico de lo
que era aquel hombre es que la dirección
era tan clara y la
escritura tan segura y legible, como si hubiese sido redactada en su
despacho.
Decía
así:
«Mi
querido Watson: Escribo estas pocas líneas por una amabilidad del
señor Moriarty,
que espera el momento cómodo para mí de entablar
la discusión final de las cuestiones
que median entre nosotros. El
me ha hecho un esbozo de los métodos de que se valió
para esquivar
a la Policía inglesa y mantenerse al corriente de nuestras
andanzas.
Confirman, desde luego, la elevada opinión que yo me había
formado de su inteligencia.
Me
satisface el pensar que podré librar a la sociedad de los nuevos
efectos que pudiera
causarle su presencia en ella, aunque me temo
que será a un precio que entristecerá a
mis amigos, y
especialmente a usted, mi querido Watson. Sin embargo, ya le tengo
explicado que mi carrera había de todos modos hecho crisis, y que
ningún otro final podía
resultarme
más a gusto que éste. Quiero hacerle una confesión plena, y es que
yo estaba
completamente seguro de que la carta de Meiringen era un
cebo para atraerlo a usted, y le
permití que marchase a cumplir
aquel cometido con el convencimiento de que iba a
producirse algún
hecho de esta clase. Informe al inspector Paterson de que los
documentos que necesita para demostrar la culpabilidad de la
cuadrilla se hallan
archivados en la carpeta M, dentro de un sobre
azul que lleva la inscripción de Moriarty.
Antes
de salir de Inglaterra dispuse todo lo referente a mis bienes, e hice
entrega de los
mismos a mi hermano Mycroft. Sírvase presentar mis
saludos a la señora Watson, y
téngame, mi querido compañero, por
sinceramente suyo,
Sherlock
Holmes.»
Bastarán
sólo algunas palabras para el relato de lo poco que aún queda por
contar. Un examen
realizado por técnicos apenas si deja dudas
acerca de que la lucha personal entre los dos hombres
acabó, como
no tenía más remedio que acabar, en semejante situación, cayendo
ambos al abismo,
abrazados el uno al otro.
Cualquier
tentativa que se hiciese por recuperar los cadáveres estaba
condenada a un fracaso
irremediable, y allí, en lo más hondo del
espantoso caldero de agua en remolinos y de espuma
hirviente,
quedarán para siempre el más peligroso de los criminales y el
campeón más distinguido de
la justicia que ha tenido su
generación. No volvió a saberse el paradero del joven suizo, y no
cabe
duda de que se trataba de uno de tantos agentes como tenía
Moriarty a sus órdenes. En cuanto a la
cuadrilla, todavía
recordará el público de qué manera más completa puso en evidencia
a su
organización
la serie de pruebas que Holmes había acumulado, y cuán pesadamente
cayó sobre
ellos la mano del difunto. Pocos detalles salieron
durante el proceso a la luz pública acerca de su
terrible jefe, y si
yo me he visto hoy obligado a hacer una clara exposición de su
carrera, ello se ha
debido a ciertos defensores poco juiciosos que
han intentado reivindicar su memoria mediante
ataques a la persona
de aquel a quien yo consideraré siempre como el mejor y el más
entendido de
los hombres a quienes me ha sido dado conocer.