CURSO LITERATURA 6°AÑO
Fragmentos de “Carta al padre” Franz Kafka 1919
Querido
padre:
Hace
poco tiempo me preguntaste por qué te tengo tanto miedo. Como
siempre, no supe qué contestar, en parte por ese miedo que me
provocas, y en parte porque son demasiados los detalles que lo
fundamentan, muchos más de los que podría expresar cuando hablo.
Sé
que este intento de contestarte por escrito resultará muy
incompleto.
He sido un
niño miedoso; sin embargo, también era seguramente testarudo,
como son los niños; es probable que también me malcriara mi madre,
pero no puedo creer que fuese especialmente indócil, no puedo
creer que una palabra amable, un silencioso coger-de-la-mano, una
mirada bondadosa, no hubiese conseguido de mí lo que se hubiese
querido. Es verdad que tú, en el fondo, eres un hombre blando y
bondadoso (lo que viene a continuación no será una contradicción,
sólo hablo del efecto que tu persona hacía en aquel niño), pero no
todos los niños tienen la constancia y la valentía de escarbar
hasta dar con la bondad. Tú sólo puedes tratar a un niño de la
manera como estás hecho tú mismo, con fuerza, ruido e iracundia, lo
que en este caso te pareció además muy adecuado, porque querías
hacer de mí un chico fuerte y valeroso.
Tus métodos
de educación de los primeros años, hoy, naturalmente, no los
puedo describir por recuerdo directo, pero me los imagino
deduciéndolos de los años posteriores y por tu manera de tratar a
Felix1.
Hay que tener además en cuenta, como agravante, que tú eras
entonces más joven, y por tanto más vivo, impetuoso, espontáneo,
más despreocupado aún que hoy y que además estabas
completamente atado a la tienda y, todo lo más, aparecías ante
mi vista una vez al día, haciendo por eso una impresión tanto más
fuerte en mí, una impresión que prácticamente nunca quedó
reducida a mera costumbre.
Sólo tengo recuerdo directo de
un incidente de los primeros años. Quizás lo recuerdes tú
también. Una noche no paraba yo de lloriquear pidiendo agua,
seguro que no por sed, sino probablemente para fastidiar, en parte, y
en parte para entretenerme. Después que no sirvieron de nada varias
recias amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste al balcón y
me dejaste allí un rato solo, en camisa y con la puerta cerrada.
No quiero decir que estuviese mal hecho, tal vez no hubo entonces
realmente otra manera de lograr el descanso nocturno, pero con
ello quiero caracterizar tus métodos de educación y su efecto
en mí. En aquella ocasión, seguro que fui obediente después, pero
quedé dañado por dentro. Lo para mí natural de aquel absurdo
pedir-agua y lo inusitado y horrible del ser-llevado-fuera, yo,
dado mi carácter, nunca pude combinarlo bien. Todavía años después
sufría pensando angustiado que aquel hombre gigantesco, mi
padre, la última instancia, pudiese venir casi sin motivo y
llevarme de la cama al balcón, y que yo, por tanto, no era
absolutamente nada para él.
En aquella época -y en aquella
época en todo momento- hubiera necesitado el estímulo. ¡Si ya
estaba yo aplastado por tu mera corporeidad! Me acuerdo, por ejemplo,
de cómo muchas veces nos desvestíamos juntos en una cabina. Yo
flaco, enclenque, esmirriado, tú fuerte, alto, ancho. Ya en la
cabina, mi aspecto me parecía lastimoso, y no sólo delante de ti,
sino del mundo entero, pues tú eras para mí la medida de todas las
cosas. Pero cuando salíamos de la cabina delante de la gente, yo de
tu mano, un pequeño esqueleto, inseguro, descalzo sobre las planchas
de madera, con miedo al agua, incapaz de imitar los movimientos
natatorios que tú, con buena intención pero en realidad para mi
gran oprobio, me enseñabas todo el tiempo, entonces estaba
completamente desesperado y todas mis malas experiencias en todos los
terrenos venían a coincidir maravillosamente en tales
momentos. Cuando más a gusto me encontraba, era si alguna vez
tú te desvestías primero y yo podía quedarme solo en la cabina y
aplazar el oprobio de la aparición pública hasta que tú venías
por fin a ver qué pasaba y me sacabas de allí. Te estaba
agradecido porque tú no parecías notar mi angustia, y también
estaba orgulloso del cuerpo de mi padre. Por cierto, esa
diferencia entre nosotros sigue existiendo hoy de un modo muy
similar.
En esa misma proporción estaba
tu superioridad espiritual. Tú habías llegado tan lejos debido
única y exclusivamente a tu propio esfuerzo, por consiguiente
tenías ilimitada confianza en tu opinión. Eso para mí, de
niño, ni siquiera era tan fascinante como lo fue más tarde para el
adolescente. Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión
era acertada, cualquier otra era absurda, exaltada, de locos,
anormal. Y tu confianza en ti mismo era tan grande que no necesitabas
ser consecuente para tener siempre razón. También podía
suceder que no tuvieses opinión respecto a un tema y, en tal caso,
todas las opiniones posibles a ese respecto eran, sin excepción,
erróneas.
Por ello el mundo quedó dividido
para mí en tres partes: una en la que yo, el esclavo, vivía bajo
unas leyes que sólo habían sido inventadas para mí y que además,
sin saber por qué, nunca podía cumplir del todo; después, otro
mundo que estaba a infinita distancia del mío, un mundo en el que
vivías tú, ocupado en gobernar, en impartir órdenes y en
irritarte por su incumplimiento, y finalmente un tercer mundo en
el que vivía feliz el resto de la gente, sin ordenar ni
obedecer. Yo vivía en perpetua ignominia: o bien obedecía tus
órdenes, y eso era ignominia, pues tales órdenes sólo tenían
vigencia para mí; o me rebelaba, y también era ignominia, pues
cómo podía yo rebelarme contra ti; o bien no podía obedecer, por
no tener, por ejemplo, tu fuerza, ni tu apetito ni tu habilidad,
y tú sin embargo me lo pedías como lo más natural; ésa era, por
supuesto, la mayor ignominia. De este género eran, no las
reflexiones, sino los sentimientos de aquel niño
«Con ésa no se puede hablar,
enseguida le salta a uno a la cara», sueles decir tú; pero en
realidad no es ella la que salta; tú confundes la cosa con la
persona; es la cosa la que te salta a la vista, y tú te formas un
juicio al momento sin escuchar a la persona; lo que se pueda aducir
después, a ti sólo te puede irritar más, nunca convencerte. Lo
único que sale entonces de tu boca es: «Haz lo que quieras; por mí,
tienes toda la libertad; eres mayor de edad; no tengo por qué
darte consejos», y todo ello con ese tono, ronco y terrible, de
la cólera y del más absoluto rechazo, un tono que si hoy me produce
menos temblor que en la infancia es sólo porque el exclusivo
sentimiento de culpabilidad del niño ha sido parcialmente sustituido
por la clara visión de nuestro mutuo desvalimiento.
La
imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia,
en el fondo muy natural: perdí la facultad de hablar. Seguramente
tampoco habría sido nunca un gran orador, pero el lenguaje fluido
habitual de los hombres lo habría dominado. Tú, sin embargo, me
negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: «¡No contestes!»
y aquella mano levantada a la vez me
han acompañado desde siempre.
Los insultos los reforzabas con
amenazas, y eso sí que ya me concernía directamente. Para mí era
horrible por ejemplo la siguiente: «Voy a despedazarte como a
un pez», aunque yo sabía que eso no iba seguido de nada malo
(cuando era muy pequeño, sin embargo, no lo sabía), pero encajaba
casi plenamente con la idea que yo tenía de tu poder el que también
fueses capaz de eso. También era horrible cuando corrías dando
voces en torno a la mesa para agarrarle a uno, por lo visto no
querías hacerlo, pero fingías quererlo y la madre, por fin,
parecía salvarlo a uno. A aquel niño le parecía que, una vez más,
había conservado la vida gracias a tu clemencia y que el hecho
de seguir vivo era un inmerecido regalo tuyo. Aquí hay que
situar también tus amenazas por las consecuencias de mi
desobediencia. Cuando yo empezaba a hacer algo que no te gustaba y tú
me amenazabas con el fracaso, mi respeto a tu opinión era tan
grande que ese fracaso, aunque tal vez viniese más tarde, ya era
inevitable. Perdí la confianza en lo que hacía. Era inseguro,
dubitativo. Cuantos más años iba teniendo, tanto mayor era el
material que tú podías presentarme como prueba de mi nulidad; poco
a poco empezaste a tener realmente razón, en cierto sentido. Otra
vez me guardo de afirmar que yo haya llegado a ser así únicamente
por ti; tú sólo reforzaste lo que había, pero lo reforzaste
mucho, por ser tan poderoso conmigo y por emplear todo tu poder en
ello.
Más certero has sido con tu
aversión a mi quehacer literario y a todo lo relacionado con
él, y que tú ignorabas. En este punto me había alejado un tanto de
ti, efectivamente, y por mis propios medios, aunque eso recordase un
poco al gusano que, aplastado por detrás de un pisotón, se
libera con la parte delantera y repta hacia un lado. Me encontraba
hasta cierto punto a salvo, pude respirar hondo; la aversión que,
naturalmente, sentiste de inmediato por mi actividad literaria,
en este caso, excepcionalmente, me resultó agradable. Aunque mi
vanidad, mi amor propio se resentían ante la acogida, célebre entre
nosotros, que reservabas a mis libros: «¡Déjalo encima de la
mesilla de noche!» (casi siempre estabas jugando a las cartas
cuando llegaba un libro), en el fondo me encontraba a gusto así, no
sólo por malicia y rebeldía, no sólo porque me alegraba ver
confirmado una vez más lo que yo pensaba sobre nuestra relación,
sino también porque esa fórmula, pura y simplemente, me sonaba a
una especie de: «¡Ahora eres libre!» Era un engaño, por supuesto,
no era libre o, en el caso más favorable, todavía no lo era.
Lo que yo escribía trataba de ti, sólo me lamentaba allí de lo que
no podía lamentarme reclinado en tu pecho. Era una despedida de
ti expresamente demorada, despedida a la que tú me habías obligado,
pero que iba en la dirección marcada por mí. ¡Pero qué poca cosa
era todo eso! Sólo vale la pena hablar de ello porque ha ocurrido en
mi vida -en otro lugar no se la percibiría en absoluto-, y
también porque dominó mi vida, en la infancia como presentimiento,
luego como esperanza, y después muchas veces como
desesperación, dictándome -si se quiere, otra vez adoptando tu
figura- mis pocas y pequeñas decisiones.
En esa situación, pues, se me
dio libertad para escoger profesión. ¿Pero estaba yo capacitado a
esas alturas para hacer uso de tal libertad? ¿Tenía aún la
suficiente confianza en mí mismo para llegar a tener una verdadera
profesión? La opinión que tenía de mí dependía de ti mucho más
que de ninguna otra cosa, de un éxito exterior por ejemplo. Eso era
un estímulo que duraba un instante, y fuera de eso, nada; pero en el
otro lado, tu peso empujaba cada vez con más fuerza hacia abajo.
Nunca aprobaré el primer grado de la escuela elemental, pensaba
yo, pero aprobé, hasta me dieron un premio; pero el examen de
ingreso en el instituto, ése no lo pasaré, pero lo pasé; pero
ahora me suspenden seguro en primero de bachillerato, no, no me
suspendieron, y así fui aprobando un curso tras otro. Aquello, sin
embargo, no me infundía la menor seguridad, al contrario, siempre
estaba convencido -y el rechazo que se veía en tu cara era prueba
suficiente de ello- de que cuanto más fuese consiguiendo, tanto peor
iba a resultar todo al final. Muchas veces veía yo mentalmente aquel
horrible claustro de profesores (el instituto es sólo el
ejemplo más placativo, pero en torno a mí la situación era
semejante) que, cuando yo había aprobado primero, o sea en segundo,
y cuando había aprobado segundo, o sea en tercero, y así
sucesivamente, se reunían para deliberar sobre aquel caso
singular que clamaba al cielo, y averiguar cómo yo, el más
inepto y en cualquier caso el más ignorante, había logrado llegar
solapadamente hasta aquel curso, el cual, puesta ya en mí la
atención de todos, lógicamente me vomitaría al momento, para
alegría de todos los justos liberados de aquella pesadilla. Vivir
con tales ideas no es fácil para un niño. En esas condiciones, ¿qué
me importaban las clases? ¿Quién era capaz de hacerme sentir
un mínimo de interés por nada? Las clases me interesaban -y no
sólo las clases sino todo lo que me rodeaba en aquellos años
decisivos- más o menos como le pueden interesar a un estafador
de banco, que todavía está en su puesto y tiembla de que le
descubran, las pequeñas operaciones bancarias que tiene que seguir
realizando a diario en su calidad de empleado del banco. Tan pequeño,
tan lejano era todo en comparación con lo esencial. Todo siguió así
hasta el examen de reválida, que ése sí que, en parte, lo aprobé
de modo fraudulento, y luego todo había acabado, yo era libre. Si a
pesar de los límites que impone el instituto, sólo me había
ocupado de mí mismo, cuánto más ahora que tenía libertad. Es
decir, verdadera libertad para elegir oficio no la había para
mí, yo sabía que, en comparación con lo esencial, todo me iba a
ser tan indiferente como las asignaturas que estudié en el
instituto, así que se trataba de encontrar un oficio que, sin herir
demasiado mi vanidad, me permitiese sobre todo seguir teniendo
esa indiferencia. Así pues, fue obvio que estudiara derecho.
Pequeños intentos en dirección contraria, dictados por la vanidad,
por una esperanza absurda, como dos semanas estudiando química,
seis meses de filología germánica, sólo confirmaron aquella
convicción fundamental. De modo que estudié derecho. Eso
significaba que durante los meses anteriores a los exámenes
finales, aparte de maltratar poderosamente mis nervios, me
alimenté espiritualmente de serrín, masticado además previamente
por miles de bocas. Pero en un cierto sentido aquello me gustaba,
como me gustó antes en un cierto sentido el instituto y después la
oficina, pues todo eso se acordaba perfectamente con mi situación.
En cualquier caso, en ese punto yo mostré una asombrosa
clarividencia, ya de niño tuve claros presentimientos en lo relativo
a carrera y profesión. De allí yo no esperaba la salvación, hacía
tiempo que había renunciado a encontrarla por aquel camino.
Sobre Carta al padre:
Carta la padre es un
texto autobiográfico escrito en forma de carta por parte del
autor a su padre Hermann en 1919; según el amigo del autor Max Bood
Kafka entregó a su madre dicho texto para ser entregado a su
destinatario pero su madre se la devolvió a su hijo
La carta original comprendía 103
páginas que el autor corrigió recurrentes veces tardando dos
semanas en redactarla. Escrita en puño y letra del autor luego fue
escrita a máquina y entrega a una amiga del escritor, pero nunca
llegó a su destinatario. Si bien la intención de Kafka era que su
amigo quemara su obra tras su muerte esta obra fue publicada en forma
póstuma en el año 1952
1.
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