26 de agosto de 2015

6°año. Fragmento del cuento "Bartleby" de Melvile para trabajo en clase


CURSO LITERATURA 6°AÑO
LECTURA COMPLEMENTARIA DE LA METAMORFOSIS FRANZ KAFKA
BARTLEBY EL ESCRIBIENTE (1853)
 Herman Melville (1819-1891)
SOY un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
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Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un
ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la
digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo,
encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un
trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia,
palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan
mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un
asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos
resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a
Bartleby, resignado a cotejar un expediente de qnientas páginas, escritas con letra
apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a
Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del
biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su
estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un
trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en
la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la
cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente
extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el
trabajo sin dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve
escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando, sin moverse de su
ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se
me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras.
Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta.
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y
cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que
me ayude a confrontar esta página; tómela -y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos.
Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad,
enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier
manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero,
dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de
Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo, mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi
escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví
olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro
cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias
cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la
Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era
indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en
el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias
mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila,
cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al
interesante grupo.
-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.
Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la
entrada de su ermita.
-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.
-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la
cuarta copia.
-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna
de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de
esa extraordinaria conducta.
-¿Por qué rehúsa?
-Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando
explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en
Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me
conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.
-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues
un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están
obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que, mientras me dirigía a
él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado;
que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna
suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.
-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud; solicitud hecha de acuerdo con
la costumbre y el sentido común?
Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión
era irrevocable.
No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable
bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente
que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si
hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.
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Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su
conducta extraordinaria me hizo vigilarle estrechamente. Observé que jamás iba a
almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado
ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la
mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una
señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas
monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la
ermita, recibiendo dos de ellos como jornal.
Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo;
debe de ser un vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, ni come más que
bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de
bizcochos de jengibre. Se llaman así porque el jengibre es uno de sus principales
componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y
picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía
efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.

Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo
resistido no es inhumano y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el
primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación
interprete lo que su entendimiento no puede resolver.
Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre!, pensé yo, no lo hace
por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de
lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá
con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a
morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de
amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo
o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce
bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de
Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un
nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero
hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano
en un pedazo de jabón Windsor.
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CREO que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir
fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector,
quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su
curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara
conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo
satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses
después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo
decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí,
aunque es triste, puede también interesar a otros.
El rumor es éste: Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas
Muertas de Washington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la
administración. Cuando pienso en este rumor, apenas puedo expresar la emoción que me
embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Concebid un hombre por
naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede
aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y
clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el
pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo que iba destinado tal
vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de banco remitido en urgente caridad a quien
ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados;
esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron
sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran
hacia la muerte.
¡Oh artleby! ¡Oh humanidad!

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