CURSO
LITERATURA 6°AÑO
LECTURA
COMPLEMENTARIA DE LA METAMORFOSIS FRANZ KAFKA
BARTLEBY
EL ESCRIBIENTE (1853)
Herman Melville (1819-1891)
SOY
un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis
actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio
interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito
hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido
a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas
historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a
las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los
amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era
uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga
noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías
completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay
material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este
hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era
uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes
originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que
la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que
figurará en el epílogo.
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Al
principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera
padecido un
ayuno
de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se
detenía para la
digestión.
Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las
velas. Yo,
encantado
con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera
sido un
trabajador
alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una
de las indispensables tareas del escribiente es verificar la
fidelidad de la copia,
palabra
por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se
ayudan
mutuamente
en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original.
Es un
asunto
cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos
sanguíneos
resultaría
intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado
junto a
Bartleby,
resignado a cotejar un expediente de qnientas páginas, escritas con
letra
apretada.
Yo
ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a
Turkey o a
Nippers
con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a
mano, detrás del
biombo,
era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer
día de su
estada,
y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa
por completar un
trabajito
que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el
apuro y en
la
justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el
escritorio con la
cabeza
inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo
nerviosamente
extendida,
de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y
seguir el
trabajo
sin dilaciones.
En
esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es,
examinar un breve
escrito
conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando, sin moverse
de su
ángulo,
Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría
no hacerlo.
Me
quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas
facultades. Primero, se
me
ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había
entendido mis palabras.
Repetí
la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió
la respuesta.
-Preferiría
no hacerlo.
-Preferiría
no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y
cruzando
el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco.
Necesito que
me
ayude a confrontar esta página; tómela -y se la alcancé.
-Preferiría
no hacerlo -dijo.
Lo
miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises,
vagamente serenos.
Ni
un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la
menor incomodidad,
enojo,
impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en
él cualquier
manifestación
normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero,
dadas
las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido
busto en yeso de
Cicerón.
Me
quedé mirándolo un rato largo, mientras él seguía escribiendo y
luego volví a mi
escritorio.
Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes.
Resolví
olvidar
aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé
del otro
cuarto
a Nippers y pronto examinamos el escrito.
Pocos
días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias
cuadruplicadas
de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería
de la
Corte.
Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran
precisión era
indispensable.
Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que
estaban en
el
otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las
cuatro copias
mientras
yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados
en fila,
cada
uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se
uniera al
interesante
grupo.
-¡Bartleby!,
pronto, estoy esperando.
Oí
el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó
en aparecer a la
entrada
de su ermita.
-¿En
qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.
-Las
copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le
alargué la
cuarta
copia.
-Preferiría
no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por
algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de
mi columna
de
amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar
el motivo de
esa
extraordinaria conducta.
-¿Por
qué rehúsa?
-Preferiría
no hacerlo.
Con
cualquier otro hombre me hubiera precipitado en un arranque de ira,
desdeñando
explicaciones,
y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo
en
Bartleby
que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera
maravillosa me
conmovía
y desconcertaba. Me puse a razonar con él.
-Son
sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará
trabajo, pues
un
examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los
copistas están
obligados
a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
-Prefiero
no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que, mientras me
dirigía a
él,
consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero
el significado;
que
no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo
tiempo alguna
suprema
consideración lo inducía a contestar de ese modo.
-¿Está
resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud; solicitud hecha de
acuerdo con
la
costumbre y el sentido común?
Brevemente
me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su
decisión
era
irrevocable.
No
es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e
irrazonable
bruscamente
descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar
vagamente
que,
por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón
están del otro lado; si
hay
testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo
refuercen.
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Pasaron
algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo
trabajo. Su
conducta
extraordinaria me hizo vigilarle estrechamente. Observé que jamás
iba a
almorzar;
en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera,
había estado
ausente
de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a
las once de la
mañana,
Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído
por una
señal
silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo
sonar unas
monedas,
y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba
en la
ermita,
recibiendo dos de ellos como jornal.
Vive
de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un
almuerzo;
debe
de ser un vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, ni come
más que
bizcochos
de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo
régimen de
bizcochos
de jengibre. Se llaman así porque el jengibre es uno de sus
principales
componentes,
y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa
cálida y
picante.
¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces,
no ejercía
efecto
alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo
ejerciera.
Nada
exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el
individuo
resistido
no es inhumano y el individuo resistente es inofensivo en su
pasividad, el
primero,
en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su
imaginación
interprete
lo que su entendimiento no puede resolver.
Así
me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre!, pensé yo,
no lo hace
por
maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es
suficiente prueba de
lo
involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él.
Si lo despido, caerá
con
un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará
miserablemente a
morirse
de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa
sensación de
amparar
a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará
poquísimo
o
nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente
será un dulce
bocado
para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La
pasividad de
Bartleby
solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con
él en un
nuevo
encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a
la mía. Pero
hubiera
sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de
mi mano
en
un pedazo de jabón Windsor.
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CREO
que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación
puede suplir
fácilmente
el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme
del lector,
quiero
advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante
para despertar su
curiosidad
sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el
narrador trabara
conocimiento
con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no
puedo
satisfacerla.
No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos,
meses
después
del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni
puedo
decir
qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de
interés para mí,
aunque
es triste, puede también interesar a otros.
El
rumor es éste: Bartleby había sido un empleado subalterno en la
Oficina de Cartas
Muertas
de Washington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la
administración.
Cuando pienso en este rumor, apenas puedo expresar la emoción que me
embargó.
¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Concebid un
hombre por
naturaleza
y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio
puede
aumentar
esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas
y
clasificarlas
para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces,
el
pálido
funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo que iba
destinado tal
vez
ya se corrompe en la tumba-; un billete de banco remitido en urgente
caridad a quien
ya
no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron
desesperados;
esperanza
para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes
murieron
sofocados
por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se
apresuran
hacia
la muerte.
¡Oh artleby! ¡Oh humanidad!
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