EL
AMOROSO CAOS DE PAUL AUSTER. EVE GIL.
¿Qué
es un escritor? «El escritor –res-
ponde
Paul Auster en su autobiografía
A
salto de mata – no «elige una profe-
sión»,
como el que se hace médico o
policía.
No se trata tanto de escoger
como
de ser escogido, y una vez que se
acepta
el hecho de que no se vale para
otra
cosa, hay que estar preparado para
recorrer
un largo y penoso camino
durante
el resto de su vida.» El escritor,
el
auténtico escritor, a menos que sea un
tocado
de los dioses, continúa Auster,
deberá
agenciarse una vía alterna de
subsistencia,
es decir, trabajar el doble
que
cualquier mortal, lo cual constituye
un
dudoso privilegio. A salto de mata es,
de
hecho, el testimonio de ese «largo y
penoso»
camino recorrido por el hoy
Premio
Príncipe de Asturias; el mismo
inexorable
camino que ha de recorrer
todo
aquel cogido por el, llamémosle,
demonio
de la escritura, en pos de la
conquista
del derecho de ya no hacer
otra
cosa en la vida sino escribir. Mozo
de
un barco petrolero, articulista,
traductor
del francés, guionista, hasta
inventor
de un juego de cartas, fueron
algunos
de los oficios que tuvo que
alternar
con la escritura en los años
aciagos,
que fueron muchos, pues no
logró
publicar un libro sino hasta casi
los
cuarenta años... y aquella primera
novela,
Juego de presión, fue por cierto
un
monumental fracaso que actual-
mente
circula como obra de culto entre
los
amantes de Auster.
Para
conquistar el derecho de vivir
de
la escritura, pues, se ha de asumir la
condición
humana no como una cir-
cunstancia
sino como una responsa-
bilidad.
En la práctica consciente de la
propia
humanidad germina ese misterio
que
indiscriminadamente llamamos
«estilo»,
pues el primordial instrumento
de
trabajo de la escritura, más incluso
que
la máquina, la pluma o el dicciona-
rio,
es la capacidad para desentrañar la
esencia
de cada individuo y explicarla
según
la particular visión del mundo.
Uno
de sus primeros libros exitosos, La
invención
del padre (Compactos
Anagrama,
1994), es un admirable
botón
de muestra de hasta qué punto el
autor
entrenó su asimilación cabal de
lo
humano, aún tratándose de hechos
que
le conciernen en forma más que
directa
por tratarse de asuntos
familiares:
«Mi abuela mató a mi abuelo.
El
13 de enero de 1919, exactamente
sesenta
años antes de que muriera mi
padre,
su madre disparó y mató a su
marido
en la cocina de la casa de
Fremont
Avenue en Kenosha,
Winsconsin.
Los hechos en sí no me
atormentan
más de lo que cabría
esperarse.
Lo difícil es verlos impresos,
desenterrarlos
del ámbito de lo secreto,
por
así decirlo, y convertidos en suceso
público
(...)» (p. 55). De ahí que a
muchos
Paul Auster (Nueva Jersey,
1947)
nos sea tan entrañable, pues
nunca
deja de mirarse y mirarnos con
la
desencantada ternura del escritor al
que
nadie quería publicar y que, nutrido
de
incomprensión y de rechazos ad-
quirió
el inconmensurable don de reírse
no
del mundo sino con el mundo. El
secreto
del éxito de Auster, que sin
proponérselo
encontró la veta para
cumplir
la premisa garciamarquesiana
de
«escribir para que me quieran», ha
sido
retener el espíritu del joven escritor
desalentado,
más abnegado que cínico,
que
escribe no por esperanza sino para
seguir
respirando. Su renuencia a des-
prenderse
de su destartalada máquina
Olympia,
a la que incluso le escribió un
libro,
Historia de mi máquina de escribir,
lo
que hace de Auster el último clásico
norteamericano
(aunque su esposa, la
también
novelista Siri Husvedt, tiene su
propia
Olympia), no es una pose sino
una
forma de garantizar a su escritura
ese
talante de irónica melancolía que
exige
el acompañamiento del golpeteo
nostálgico
de las teclas: «No me parecía
bien,
por principio –continúa Auster
quien,
contrario a lo que podría
suponerse,
fue un doctorando ejemplar
de
la Universidad de Columbia-, que un
escritor
se refugiase en la universidad,
rodeándose
de personas afines y vivien-
do
demasiado a gusto. Existía un riesgo
de
autocomplacencia, y una vez que cae
en
ella, el escritor puede darse por ven-
cido.»
Así pues, Auster le apostó la
condición
privilegiada como docente de
una
de las más prestigiadas universi-
dades
del mundo a la escritura. Apostó
y
ganó.
La
concesión del Premio Príncipe de
Asturias
para el que estaban postulados
los
candidatos al Nóbel Amos Oz y
Phillip
Roth, no es algo que Auster haya
buscado
(ni siquiera sabía que su agente
lo
había propuesto); tampoco le brinda
un
goce superior al de la experimenta-
ción
del cotidiano misterio de la escri-
tura,
aunque resulta harto significativo
el
hecho de que el jurado haya consi-
derado
que su literatura representa una
renovación
al fusionar lo mejor de las
tradiciones
americana y europea
(Auster
desciende directamente de
franceses),
si bien el aludido ha decla-
rado
no hacerlo de manera consciente.
Escribir:
ese ha sido el verdadero premio
para
Auster. Lo más hermoso del asunto
es
que sus libros reflejan esa circunstan-
cia.
Hay en su prosa una exaltación
continua
de la propia escritura y de la
escritura
de otros, un regodeo del inme-
diato
placer de estarse saliendo con la
suya,
de ahí que toda su narrativa
encierre
un aliento autobiográfico, aún
cuando
Auster trabaja esencialmente
con
su imaginación. Lo último que le
preocupa,
y eso también se vuelve
evidente,
es satisfacer a una masa
anónima,
pues de hecho no escribe para
nadie
y, aunque suene a egoísmo, no
piensa
sino en satisfacer al lector que lo
habita.
Ese es el arte: un acto de auto-
gratificación
que terminará gratificando
a
sus receptores. Esto es verificable en
el
carácter intimista de la obra de
Auster;
carácter que no cancela, sin
embargo,
la posibilidad de una injeren-
cia
activa de terceros en la hermética
intimidad
que distingue a sus protago-
nistas,
seres solitarios que se identifican
en
el camino con las soledades de otros.
Los
héroes austerianos invariablemente
iniciarán
una pesquisa que, suponen, les
concierne
sólo a ellos para descubrir,
hacia
el final, que no será posible
alcanzar
solos la meta. En su más
reciente
novela, Brooklyn follies
(Anagrama,
2006), la búsqueda de
soledad
de un individuo termina
generando
a su alrededor una verdadera
hermandad
de solitarios que, como
tales,
son seres excéntricos: Nathan
Glass
es un sobreviviente del cáncer,
recién
divorciado, que desea plasmar sus
experiencias
en un libro y para lo cual
se
muda a un barrio bohemio de
Brooklyn,
sin imaginar que se topará
con
un querido sobrino al que no veía
desde
hace muchos años, Tom, quien
fugitivo,
como el propio Auster, de las
aulas
universitarias, ha optado por con-
ducir
un taxi para incrementar sus
vivencias.
Harry Brightman, el entraña-
ble
homosexual, propietario de una li-
brería
de segunda mano, vendrá a refor-
zar
el nudo de la mutua retroalimenta-
ción
literaria: «El antiguo doctorando y
erudito
(Tom) se aclaró la garganta y me
pidió
licencia para expresar su desa-
cuerdo.
No había normas en lo que se
refería
a escribir, afirmó. Cuando se
consideraba
la vida de los poetas y
novelistas,
se acababa frente al más
absoluto
caos, una infinita sucesión de
anomalías.
Eso se debía al hecho de que
escribiera
una enfermedad, prosiguió
Tom,
algo así como una infección o una
gripe
del espíritu que podía atacar a
cualquiera
en el momento más insos-
pechado.»
(p. 154). La descripción que
de
la interioridad del escritor realiza
Tom,
podría aplicarse tal cual al uni-
verso
narrativo de Auster: una infinita
sucesión
de anomalías donde la
literatura,
su quehacer y su práctica, se
torna
una especie de enfermedad, de
compulsión,
como en El libro de las
ilusiones
(Anagrama, 2003): «La vida era
un
sueño febril, descubrió, y la realidad
un
universo sin fundamento, un hecho
de
fantasías y alucinaciones, donde todo
lo
imaginario se hacía real.» La narrativa
de
Auster parte de la premisa de que lo
verdaderamente
real es lo que escapa a
la
atención de los seres ordinarios;
edifica
una realidad paralela con base
en
los acontecimientos que de manera
excepcional
rasgan la cotidianidad de las
grandes
ciudades, es decir, nada de lo
que
ocurre en sus novelas es inexplicable
o
extraordinario, simplemente es una
recreación
de las paradojas de la
existencia
común. La noche del oráculo,
por
ejemplo (Anagrama, 2004), pare-
ciera
una sucesión de hechos extraños
que
no son sino los incidentes propios
de
la visión y la memoria de un escritor
asaltado
por una serie de coincidencias
relacionadas
con su escritura del mo-
mento,
fenómeno fácilmente certifica-
ble
por otros escritores de carne y hueso:
«Dios
apartó la vista de nosotros y
abandonó
el mundo para siempre. Y yo
estuve
allí para presenciarlo.» (p. 103).
Llamado
por los críticos «el escritor
del
azar», la genialidad de Auster reside,
sin
embargo, en su forma de aplicar este
factor
que, por lo general, no es sino una
vía
de escape para una trama demasiado
intrincada,
particularmente dentro del
género
negro del que Auster ha tomado
la
estructura del suspense. En su novelís-
tica
el azar cumple, en efecto, una fun-
ción
medular, sin embargo se efectúa por
medio
de la lógica y no del recurso
desesperado.
Como ilustra la frase ante-
rior,
los protagonistas parecen estar
siempre
en el lugar adecuado, en el
momento
preciso para presenciar cómo
Dios
le da la espalda al mundo. Sus
personajes,
tan espontáneos, tan dolo-
rosamente
vivos, podrían decir exacta-
mente
lo mismo que de sus clientes dice
Max
Klein, el detective de la primera
novela
publicada de Auster, una novela
negra
titulada Jugada de presión,
recientemente
publicada en la colección
Compactos
de Anagrama, y que Auster
firmó
como Paul Benjamín: «Puede que
cueste
entenderlo, pero yo no elijo a mis
clientes,
y no estoy en condiciones de
emitir
un juicio sobre sus cualidades
morales.
Me vienen con sus problemas
concretos
y yo hago lo posible por resol-
verlos.
No les exijo que me presenten
cartas
de recomendación.» (p. 88). A
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