7 de marzo de 2010

LECTURA INICIAL CURSO 2010

CURSO INICIAL DE LITERATURA AÑO 2010

BAJO CONTROL REMOTO

El señor Malbran trabajaba en la farmacia. Le habían dado una camisa celeste sin corbata y una pistola y todas las mañanas montaba guardia en la puerta desde muy temprano hasta las 5 de la tarde, cuando lo venían a reemplazar. Apenas llegaba a su departamento, en Caballito, se dejaba caer en el sofá y encendía la tele. Hundido en el sillón, dejaba de ser el guardia alerta y enhiesto para convertirse en un hombre viejo y agotado al que le gustaban los programas cómicos, aunque nunca se reía con las bromas, y los de entretenimiento en los que la gente tenía que responder preguntas complejas y se ganaba una suma de dinero o un auto.

La señora Malbran paseaba con su perro Willy tres veces al día por Parque Centenario, menos para que hiciera sus necesidades que para satisfacer las de ella, que, por supuesto, no eran las mismas. Ella necesitaba informarse de las últimas novedades del barrio, de la ciudad y del país. Por eso hablaba con cada uno de los porteros de los edificios cuando barrían las veredas, porque son los que más saben y que, si no lo saben, lo imaginan con la precisión de un acontecimiento real. A ella le interesaba saber sobre todo si había ocurrido algún robo en los edificios de la zona, un hurto, un incendio o algún cacerolazo pero no era que lo preguntara porque tuviera miedo sino porque esos acontecimientos le producían una suerte de excitación de la que su vida carecía por completo. Por ese motivo también era una ávida consumidora de noticieros (no de diarios, que daba tanto trabajo leerlos)

Es así que volvió a protestar cuando encontró al señor Malbran plantado como todas las tardes en el sofá monopolizando la televisión y el control remoto que apretaba en su mano izquierda. Impasible al encendido borboteo de sus palabras, él mantuvo silencio y cuando consideró que esa vez se prolongaba más de lo acostumbrado, manoteó con la mano derecha la pistola que se sacaba apenas llegaba del trabajo y colocaba a su lado sobre el almohadón y le disparó. La señora Malbrán, ciega de dolor pero sobre todo de rabia, salió del living y del departamento dando tumbos primero y arrastrándose después. El señor Malbrán, después de callar con un grito a Willy que no paraba de ladrar, siguió concentrado en la pantalla del televisor. Cuando unos minutos después _ en el preciso momento en que uno de los participantes intentaba responder el grado de inclinación que tiene la Tierra con respecto a su eje_ el programa fue interrumpido por una tanda de publicidad y por las noticias de último momento que se anunciaban en blanco bajo fondo colorado, maldijo en voz alta. Bajo las miradas estupefactas del portero, vecinos y transeúntes, la cámara mostraba la mancha de sangre sobre el pecho de la señora Malbran que agonizaba en el palier del edificio.

Cuando entraron a buscarlo, los policías se anticiparon ágilmente a los movimientos del señor Malbrán y le dispararon un segundo antes de que él pudiera pulsar el control remoto con el que los apuntaba.

IRENE KLEIN. (Inédito)

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. JULIO CORTÀZAR (“FINAL DE JUEGO”)1956

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