PRE ROMANTICISMO INGLÉS.
POESÍA SEPULCRAL.
ELEGÍA ESCRITA EN UN CEMENTERIO DE ALDEA.
Thomas Gray. (1716_1771)
El
toque de campana dobla al caer la tarde,
y
el balar del rebaño cruza tranquilo el prado;
vuelve
a casa el labriego con su paso cansado,
dejándonos
el mundo a la noche y a mí.
El
desvaído paisaje va perdiendo colores
y
en todo el aire flota una solemne calma,
que
sólo rompe el ruido del moscardón volando
y
el cencerreo monótono de lejanos rebaños;
de
la torre a lo lejos recubierta de hiedra
la
afligida lechuza a la luna se queja
de
los que merodean por sus íntimas ramas,
perturbando
su antiguo y desierto dominio.
Bajo
estos toscos olmos, a la sombra del tejo,
donde
la hierba crece en sinuosos montones,
yaciendo
para siempre, en sus angostas celdas,
los
sencillos ancestros de la aldea reposan.
Ni
el alegre reclamo del alba perfumada,
el
vencejo gorjeando sobre los cobertizos,
el
gallo cantarín o el eco de las cuernas
podrán
ya levantarlos de sus humildes lechos.
Para
ellos nunca más calentará ya el fuego,
ni
la ajetreada esposa le ofrecerá sus mimos:
no
habrá niños que corran gangueando a su regreso
trepando
a sus rodillas para el deseado beso.
Con
frecuencia a su hoz se rendían las cosechas
y
su surco ya ha roto la endurecida tierra.
¡Cuán
felices guiaban sus yuntas por el campo!
¡Cómo
ante su firme hacha se rendían los bosques!
Que
la Ambición respete su provechoso esfuerzo,
sus
gozos hogareños y su destino oscuro;
que
la Grandeza escuche sin risa desdeñosa
las
sencillas y simples historias de los pobres.
La
gloria de la heráldica, la pompa del poder,
y
todo lo que aportan la riqueza y belleza
aguardan
por igual la inevitable hora:
los
senderos de gloria conducen a la tumba.
Y
vosotros, altivos, no los culpéis del hecho
de
que en sus tumbas no haya trofeos a la Memoria,
mientras
que en los pasillos largos, de rancias criptas,
el
sonoro motete aumenta la alabanza.
¿Pueden
urnas grabadas o bustos animados
hacer
volver a casa el efímero hálito?
¿Puede
la voz altruista retar al mudo polvo
o
ablandar los halagos a la fría y sorda muerte?
En
este sitio ausente, quizá puede que duerma
algún
alma insuflada de fuego celestial
o
unas manos que asieran el cetro del imperio,
o
que a la eterna lira al éxtasis llamaran.
Pero
el Conocimiento a sus ojos jamás
desplegó
su amplia página con el saber del tiempo;
la
gélida Penuria reprimió su noble ira,
helando
en esas almas su torrente genial.
Muchas
piedras preciosas del más puro color
soportan
sombrías cuevas del insondable océano:
muchas
flores se abren sin que nadie las vea
y
malgastan su aroma en el aire desierto.
Algún
Hampden aldeano, que con corazón bravo
soportó
al tiranuelo que mandaba en sus campos;
algún
callado Milton o algún Cromwell sin culpa
de
la sangre en su tierra, puede que aquí descansen.
Ordenar
el aplauso del paciente senado,
despreciar
la miseria y el reto del dolor,
distribuir
la abundancia sobre risueñas tierras
y
contar sus historias a ojos de la nación
prohibióselo
la suerte: no sólo limitando
sus
crecientes virtudes sino también sus crímenes;
prohibióles
alcanzar con masacres el trono
y
cerrarles las puertas de la piedad a los hombres,
ocultar
las punzadas de la verdad consciente,
sofocar
los rubores de la ingenua vergüenza
o
colmar los altares del Orgullo y Lujuria
con
incienso prendido en llamas de la Musa.
Lejos
de las refriegas de las turbas febriles
sus
sensatos deseos nunca fueron erróneos;
junto
al frío y recluido páramo de la vida
transcurrió
silencioso el curso de su viaje.
Y
así, por proteger estos huesos de ultrajes
muy
cerca se erigieron frágiles monumentos
adornados
con toscas esculturas y versos,
implorando
al transeúnte la ofrenda de un suspiro.
Sus
nombres y sus años la inculta musa enuncia,
la
causa de su fama y la razón del poema:
y
siembra junto a ellos muchos textos sagrados
que
enseñan a morir al moralista aldeano.
¿Quién
sintiéndose presa del estúpido olvido
renunció
a una existencia ávida y agradable
dejando
atrás lo cálido de los días felices,
sin
mirar hacia atrás con tenaz añoranza?
El
alma que se marcha confía en un cuerpo amado,
los
ojos que se cierran requieren llanto amigo;
desde
la tumba incluso la Natura nos llama
y
hasta en nuestras cenizas sus anhelos habitan.
A
ti, que te preocupas por los muertos anónimos
estas
líneas te narran sus sencillas historias;
si
alguna vez guiada por su retraída vida
se
acercara algún alma a conocer tu sino,
podría
un zagal granado decir alegremente:
“Con
frecuencia lo vimos al despuntar el alba
con
paso presuroso evitando el rocío
para
el sol descubrir en los prados del valle.
Allí,
al pie de aquella combada y lejana haya
que
ascendiendo retuerce sus míticas raíces,
su
longitud indolente al mediodía alargaba
y
en sonoros arroyos fijaba la mirada.
Junto
a aquel bosque estaba sonriendo desdeñoso,
vagaba
murmurando veleidosas quimeras,
cabizbajo,
afligido, cual niño abandonado,
de
preocupación loco o por amor herido.
Un
día noté su ausencia por la colina amiga,
al
lado de los brezos, junto a su árbol querido;
y
transcurrió otro día: mas ya no lo encontraron
ni
al lado del arroyo, en el bosque o el prado;
Al
siguiente, con cánticos y vestidos de luto,
lentamente
a la iglesia vimos que lo llevaban.
Acércate
(tú puedes) y lee esta inscripción
grabada
aquí en la lápida bajo el vetusto espino”.
Epitafio
Aquí
yacen los restos, en la tierra materna,
de
un joven ignorado por la Fama y Fortuna;
bien
aceptó la Ciencia su humilde nacimiento,
Melancolía
marcólo como si fuera suyo.
Tan
grande fue su entrega como su alma sincera,
por
eso envióle el Cielo una gran recompensa:
su
fortuna (una lágrima) se la dio a la Miseria,
un
amigo (su anhelo) arrebatóle al cielo.
Para
poder contarlos no examines sus méritos
ni
saques sus flaquezas de su feroz morada:
allí
también reposan con trémula esperanza
el
seno de su Padre y el seno de su Dios.
LA
TUMBA.
The
grave. Robert Blair. (1699 1746)
Escrita
en 1743 o 1745
Mientras algunos sufren el sol, otros la sombra,
Unos huyen a la ciudad, otros a la eremita;
Sus objetivos son tantos como los caminos que toman
En la jornada de la vida; y esta tarea es la mía:
Pintar los sombríos horrores de la tumba;
El lugar designado para la cita,
Donde todos estos peregrinos se encuentran.
¡Tu socorro imploro, Rey Eterno! cuyo brazo
Fuerte sostiene las llaves del infierno y la muerte,
De aquella cosa temible, La Tumba.
Los hombres tiemblan cuando Tú los convocas:
La Naturaleza horrorizada se despoja de su firmeza
¡Ah, Cuán oscuros son tus extensos reinos,
Creciendo largo tiempo en deshechos pesarosos!
Donde sólo reina el silencio y la noche, la oscura noche,
Oscura como lo era el caos antes de que el sol
Comenzara a rodar, o de que sus rayos intentaran
Azotar la penumbra de tu profundidad.
La vela enferma, resplandeciendo tenuemente
A través de las bajas y brumosas bóvedas,
(Acariciando el lodo y la humedad mohosa)
Deja escapar un horror inabarcable,
Y sólo sirve para hacer tu noche más funesta.
Bien te conozco en la forma del Tejo,
¡Árbol triste y maligno! Que adora habitar
Entre los cráneos y ataúdes, epitafios y gusanos:
Donde rápidos fantasmas y sombras visionarias,
Bajo la pálida, fría luna (como es bien sabido)
Encapuchados realizan sus siniestras rondas,
¡Ninguna otra alegría tienes, árbol embotado!
Observad aquel santo templo, la piadosa labor
De nombres una vez célebres, ahora dudosos u olvidados,
Enterrados en la ruina de las cosas que fueron;
Allí yace sepultado el muerto más ilustre.
¡Escuchad, el viento se alza! ¡Escuchad cómo aulla!
Creo que nunca escuché un sonido tan triste:
Puertas que crujen, ventanas agitadas,
Y el pájaro hediondo de la noche,
Estafado en las espinas, gritando en los pasos sombríos
Su ronda negra y rígida, colgando
Con los fragmentos de escudos y armas andrajosas,
Enviando atrás sus sonidos, cargando el aire pesado
De los nichos bajos, las Mansiones de los muertos.
Despertados de sus sueños, las duras y severas filas
De espantosos espectros se movilizan,
Sonrisa horrible, obstinadamente malhumorados,
Pasan y vuelven a pasar, veloces como el paso de la noche.
¡Otra vez los chillidos del búho! ¡Canto sin gracia!
No escucharé más, pues hace que la sangre fluya helada.
Alrededor del túmulo, una fila de venerables olmos
Enseñan un espectáculo desigual,
Azotados por los rudos vientos; algunos
Desgarran sus grietas, sus troncos añejos,
Otros pierden vigor en sus copas, tanto
Que ni dos cuervos pueden habitar el mismo árbol.
Cosas extrañas, afirman los vecinos, han pasado aquí;
Gritos salvajes han brotado de las fosas huecas;
Los muertos han venido, han caminado por aquí;
Y la gran campana ha sonado: sorda, intacta.
(Tales historias se aclaman en la vigilia,
Cuando se acerca la encantada hora de la noche)
A menudo, en la oscuridad, he visto en el camposanto,
A través de la luz nocturna que se filtra por los árboles,
Al muchacho de la escuela, con sus libros en la mano,
Silbando fuerte para mantener el ánimo,
Apenas inclinándose sobre las largas piedras planas,
(Con el musgo creciendo apretado, con ortigas bordadas)
Que hablan de las virtudes de quien yace debajo.
Repentinamente él comienza, y escucha, o cree que escucha;
El sonido de algo murmurando en sus talones;
Rápido huye, sin atreverse a una mirada atrás,
Hasta que, sin aliento, alcanza a sus compañeros,
Que se reúnen para oír la maravillosa historia
De aquella horrible aparición, alta y pavorosa,
Que camina en la quietud de la noche, o se alza
Sobre alguna nueva tumba abierta; y huye (¡cosa asombrosa!)
Con la melodía evanescente del gallo.
También a la nueva viuda, oculto, he vislumbrado,
¡Triste visión! Moviéndose lenta sobre el postrado muerto:
Abatida, ella avanza enlutada en su pena negra,
Mientras mares de dolor borbotean de sus ojos,
Cayendo rápido por las mejillas frágiles,
Nutriendo la humilde tumba del hombre amado,
Mientras la atribulada memoria se atormenta,
En bárbara sucesión, reuniendo las palabras,
Las frases suaves de sus horas más cálidas,
Tenaces en su recuerdo: Todavía, todavía ella piensa
Que lo ve, y en la indulgencia de un pensamiento cariñoso
Se aferra aún más al césped insensato,
Sin observar a los caminantes que por allí pasan.
¡Tumba injusta! ¿cómo puedes separar, desgarrar
A quienes se han amado, a quienes el amor hizo uno?
Un lazo más obstinado que las cadenas de la Naturaleza.
¡Amistad! el cemento misterioso del alma,
Endulzador de la vida, unificador de la sociedad,
Grande es mi deuda. Tu me has otorgado
Mucho más de lo que puedo pagar.
A menudo he transitado los trabajos del amor,
Y los cálidos esfuerzos de un corazón apacible,
Ansioso por complacer. ¡Oh, cuándo mi amigo y yo,
Sobre alguna gruesa madera vaguemos desatentos,
Ocultos al ojo vulgar, sentados sobre el banco
Inclinado cubierto de prímulas,
Dónde la corriente límpida corre a lo largo
De aquella grata marea bajo los árboles,
Susurrando suave, se oye la voz aguda del tordo,
Reparando su canción de amor; el delicado mirlo
Endulza su flauta, ablandando cada nota:
El escaramujo olía más dulce, y la rosa
Asumía un tinte más profundo; mientras cada flor
Competía con su vecina por la lujuria de sus ropas;
¡Ah, entonces el día más largo del verano
Parece demasiado apresurado, y todavía el corazón pleno
No había impartido su mitad: era aquella una felicidad
Demasiado exquisita como para perdurar!
¡De las alegrías perdidas, aquellas que no volverán,
Cuán doloroso es su recuerdo!
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