A SALTO DE MATA. Crónica de un fracaso precoz. Paul Auster (fragmento)
Me fui a París hacia mediados de
febrero de 1971. Después del encuentro
en la escalera, no volví a ver a Joe en
varias semanas. Luego, unos días antes
de mi marcha, me tropecé con él en
Broadway. Tenía mucho mejor aspecto,
y la expresión intimidada había
desaparecido de su rostro. Cuando le
conté que estaba a punto de irme a vivir
a París, enseguida recobró el brío,
mostrando la misma efusividad de
siempre.
—Es curioso que mencione París —
me dijo—. En realidad, es una
coincidencia de lo más oportuna. Hace
solo dos o tres días, iba paseando por la
Quinta Avenida y a quién me encuentro
sino a mi viejo amigo Antoine, director
de la Cunard Lines. «Joe», me dijo, «no
tienes buen aspecto, Joe», y yo le
contesté: «No, Antoine, es cierto,
últimamente no me he encontrado muy
bien», y Antoine repuso que quería
hacer algo por mí, echarme una mano,
por decirlo así, para encarrilarme de
nuevo. Lo que me propuso el otro día
ahí mismo, en la Quinta Avenida, era
embarcarme a París y alojarme en el
Hotel George V Con todos los gastos
.
pagados, por supuesto, además de un
guardarropa nuevo. Me dijo que podía
quedarme allí el tiempo que quisiera.
Dos semanas, dos meses, y hasta dos
años, si me apetecía. Si me decido a ir,
y creo que sí, me marcharé a finales de
mes. Lo que significa, joven, que
coincidiremos en París. Agradable
perspectiva, ¿no? Confíe en verme allí.
Tomaremos el té, cenaremos juntos. No
tiene más que dejarme recado en el
hotel. En los Champs-Élysées. Allí nos
veremos la próxima vez, amigo mío. En
París, en los Champs-Élysées.
Tras lo cual, se despidió de mí
estrechándome la mano y deseándome un
buen y feliz viaje.
Nunca volví a ver a Joe Reilly.
Incluso antes de decirnos adiós aquel
día, supe que hablaba con él por última
vez, y cuando acabó desapareciendo
entre la multitud unos momentos
después, fue como si ya se hubiera
convertido en un fantasma. Durante
todos los años que viví en París, me
acordaba de él siempre que ponía los
pies en los Champs-Élysées. Incluso
ahora, cada vez que vuelvo allí, pienso
en él.
El dinero no me duró tanto como creía.
Encontré un apartamento a la semana de
llegar, y una vez que pagué la comisión
de la agencia, la garantía, la conexión
del gas y la electricidad, el primer mes
de alquiler, el último mes de alquiler y
la póliza de seguros obligatoria, no me
quedó mucho. Justo desde el principio,
por tanto, tuve que bregar por
mantenerme a flote. En los tres años y
medio que viví en Francia, tuve muchos
empleos, salté de un trabajillo a tiempo
parcial a otro, y me hinché a hacer
colaboraciones. Cuando estaba sin
trabajo, lo buscaba. Cuando tenía,
pensaba en la forma de encontrar más.
Aun en las mejores épocas, rara vez
ganaba lo suficiente para vivir tranquilo,
y a pesar de estar un par de veces al
borde de la ruina total, me las arreglé
para evitarla. Vivía, como suele decirse,
a salto de mata. Durante todo el tiempo
escribí sin parar, y si deseché muchos
textos (principalmente en prosa),
conservé buena parte de ellos (sobre
todo poemas y traducciones). Para bien
o para mal, cuando volví a Nueva York,
en julio de 1974, la idea de no escribir
me resultaba inconcebible.
Conseguía la mayoría de los trabajos
a través de amigos, de amigos de amigos
o de amigos de amigos de amigos. El
hecho de vivir en un país extranjero
reduce las posibilidades, y sin conocer a
gente dispuesta a echar una mano es casi
imposible arrancar. No solo no se abren
las puertas, sino que ni siquiera se sabe
a qué puertas llamar. Yo tuve la suerte
de disponer de algunos aliados, y en un
momento u otro todos movieron
pequeñas montañas para mí.
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