CANTO I
1 Canta, oh diosa, la cólera del Pelida aquiles;
cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y
precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes,
a quienes hizo
presa de perros y pasto de aves cumplíase la voluntad de
Zeus desde que se separaron disputando el Atrida, rey de
hombres, y el divino Aquiles.
8
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que
pelearan? El hijo de Leto y de Zeus. Airado con el rey, suscitó en
el ejército maligna peste, y los hombres perecían por el
ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Éste, deseando
redimir a su hija, se había presentado en las veleras naves aqueas
con un inmenso rescate y las ínfulas de Apolo, el que hiere de
lejos, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los
aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos,
así les suplicaba:
17
¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses,
que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de
Príamo y regresar felizmente a la patria! Poned en libertad a mi
hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, a Apolo, el que
hiere de lejos.
22
Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetara al sacerdote y se
admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a
quien no plugo el acuerdo, le despidió de mal modo y con altaneras
voces:
26
No dé yo contigo, anciano, cerca de las cóncavas naves,
ya porque ahora demores tu partida, ya porque vuelvas luego, pues
quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no
la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos,
lejos de su patria, trabajando en el telar y aderezando mi
lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte más sano y
salvo.
33
Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato.
Fuese en silencio por la orilla del estruendoso mar; y, mientras se
alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, a quien parió
Leto, la de hermosa cabellera:
37
¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la
divina Cila, a imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esminteo! Si
alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües
muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos
mis lágrimas con tus flechas!
43
Así dijo rogando. Oyóle Febo Apolo e, irritado en su corazón,
descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj
en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del
enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la
noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha y el arco de
plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba
contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus
amargas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de
cadáveres.
53
Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. En
el décimo, Aquiles convocó al pueblo al ágora: se lo puso en el
corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se interesaba por
los dánaos, a quienes veía morir. Acudieron éstos y, una vez
reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, se levantó y dijo:
59
¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás, yendo otra vez
errantes, si escapamos de la muerte; pues, si no, la guerra y la
peste unidas acabarán con los aqueos. Mas, ea, consultemos a un
adivino, sacerdote o intérprete de sueños pues también
el sueño procede de Zeus , para que nos diga por qué se irritó
tanto Febo Apolo: si está quejoso con motivo de algún voto o
hecatombe, y si quemando en su obsequio grasa de corderos y de
cabras escogidas, querrá libramos de la peste.
68
Cuando así hubo hablado, se sentó. Levantóse entre ellos Calcante
Testórida, el mejor de los augures conocía lo presente, lo
futuro y lo pasado, y había guiado las naves aqueas hasta Ilio por
medio del arte adivinatoria que le diera Febo Apolo , y
benévolo los arengó diciendo:
74
¡Oh Aquiles, caro a Zeus! Mándasme explicar la cólera
de Apolo, del dios que hiere de lejos. Pues bien, hablaré; pero
antes declara y jura que estás pronto a defenderme de palabra y de
obra, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los
argivos todos y es obedecido por los aqueos. Un rey es más poderoso
que el inferior contra quien se enoja; y, si bien en el mismo día
refrena su ira, guarda luego rencor hasta que logra ejecutarlo
en el pecho de aquél. Dime, pues, si me salvarás.
84
Y contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:
85
Manifiesta, deponiendo todo temor, el vaticinio que sabes; pues
¡por Apolo, caro a Zeus; a quien tú, Calcante, invocas siempre
que revelas oráculos a los dánaos!, ninguno de ellos pondrá en ti
sus pesadas manos, cerca de las cóncavas naves, mientras yo
viva y vea la luz acá en la tierra, aunque hablares de Agamenón,
que al presente se jacta de ser en mucho el más poderoso de todos
los aqueos.
92
Entonces cobró ánimo y dijo el eximio vate:
93
No está el dios quejoso con motivo de algún voto o hecatombe,
sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote,
a quien no devolvió la hija ni admitió el rescate. Por esto el
que hiere de lejos nos causó males y todavía nos causará otros. Y
no librará a los dánaos de la odiosa peste, hasta que sea
restituida a su padre, sin premio ni rescate, la joven de ojos vivos,
y llevemos a Crisa una sagrada hecatombe. Cuando así le hayamos
aplacado, renacerá nuestra esperanza.
101
Dichas estas palabras, se sentó. Levantóse al punto el poderoso
héroe Agamenón Atrida, afligido, con las negras entrañas
llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego; y,
encarando a Calcante la torva vista, exclamó:
106 ¡Adivino
de males! jamás me has anunciado nada grato. Siempre te
complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste
nada bueno. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el que
hiere de lejos les envía calamidades, porque no quise admitir
el espléndido rescate de la joven Criseide, a quien anhelaba tener
en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi
legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el
natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y
todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que
el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra
recompensa, para que no sea yo el único argivo que sin ella se
quede; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se va a otra
parte la que me había correspondido.
121
Replicóle en seguida el celerípede divino Aquiles:
122
¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo
pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sabemos que
existan en parte alguna cosas de la comunidad, pues las del saqueo de
las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los
hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al
dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si
Zeus nos permite algún día tomar la bien murada ciudad de Troya.
130
Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:
131
Aunque seas valiente, deiforme Aquiles, no ocultes así tu
pensamiento, pues no podrás burlarme ni persuadirme. ¿Acaso
quieres, para conservar tu recompensa, que me quede sin la mía,
y por esto me aconsejas que la devuelva? Pues, si los magnánimos
aqueos me dan otra conforme a mi deseo para que sea equivalente... Y
si no me la dieren, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de
Ayante, o me llevaré la de Ulises, y montará en cólera aquél a
quien me llegue. Mas sobre esto deliberaremos otro día. Ahora,
ea, echemos una negra nave al mar divino, reunamos los
convenientes remeros, embarquemos víctimas para una hecatombe y a la
misma Criseide, la de hermosas mejillas, y sea capitán
cualquiera de los jefes: Ayante, Idomeneo, el divino Ulises o tú,
Pelida, el más portentoso de todos los hombres, para que nos
aplaques con sacrificios al que hiere de lejos.
148
Mirándolo con torva faz, exclamó Aquiles, el de los pies ligeros:
149
¡Ah, impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto
a obedecer tus órdenes ni un aqueo siquiera, para emprender la
marcha o para combatir valerosamente con otros hombres? No he venido
a pelear obligado por los belicosos troyanos, pues en nada se me
hicieron culpables no se llevaron nunca mis vacas ni mis
caballos, ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ftía,
criadora de hombres, porque muchas umbrías montañas y el
ruidoso mar nos separan , sino que te seguimos a ti,
grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los
troyanos a Menelao y a ti, ojos de perro. No fijás en esto la
atención, ni por ello te tomas ningún cuidado, y aun me
amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me
dieron los aqueos. Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando
éstos entran a saco una populosa ciudad de los troyanos: aunque la
parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos,
tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor; y yo vuelvo a
mis naves, teniéndola pequeña, aunque grata, después de
haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ftía, pues lo
mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso
permanecer aquí sin honra para procurarte ganancia y riqueza.
172
Contestó en seguida el rey de hombres, Agamenón:
173
Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por
mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente
el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes,
alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y
peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a la
patria, llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los
mirmidones, no me importa que estés irritado, ni por ello me
preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a
Criseide, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo
mismo a tu tienda, me llevaré a Briseide, la de hermosas mejillas,
tu recompensa, para que sepas bien cuánto más poderoso soy y
otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo.
188
Así dijo. Acongojóse el Pelida, y dentro del velludo pecho su
corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que
llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su
cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en
su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada,
vino Atenea del cielo: envióla Hera, la diosa de los níveos brazos,
que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se interesaba.
Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera,
apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía.
Aquiles, sorprendido, volvióse y al instante conoció a Palas
Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando
con ella, pronunció estas aladas palabras:
202 ¿Por
qué nuevamente, oh hija de Zeus, que lleva la égida, has venido?
¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamenón Atrida?
Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia
perderá pronto la vida.
206
Díjole a su vez Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
207 Vengo
del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía
Hera, la diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a
entrambos y por vosotros se interesa. Ea, cesa de disputar, no
desenvaines la espada a injúrialo de palabra como te parezca. Lo que
voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día
triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos.
213
Y, contestándole, Aquiles, el de los pies ligeros, le dijo:
216
Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el corazón
esté muy irritado. Proceder así es lo mejor. Quien a los dioses
obedece es por ellos muy atendido.
219
Dijo; y puesta la robusta mano en el argénteo puño, envainó la
enorme espada y no desobedeció la orden de Atenea. La diosa
regresó al Olimpo, al palacio en que mora Zeus, que lleva la égida,
entre las demás deidades.
223
El Pelida, no amainando en su cólera, denostó nuevamente al
Atrida con injuriosas voces:
225
¡Ebrioso, que tienes ojos de perro y corazón de ciervo!
Jamás te atreviste a tomar las armas con la gente del pueblo
para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes
aqueos: ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor
arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a
quien te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a
hombres abyectos...; en otro caso, Atrida, éste fuera tu último
ultraje. Otra cosa voy a decirte y sobre ella prestaré un gran
juramento: Sí, por este cetro que ya no producirá hojas ni
ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque
el bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo
empuñan los aqueos que administran justicia y guardan las leyes de
Zeus (grande será para ti este juramento): algún día los
aqueos todos echarán de menos a Aquiles, y tú, aunque te aflijas,
no podrás socorrerlos cuando muchos sucumban y perezcan a
manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu
corazón, pesaroso por no haber honrado al mejor de los aqueos.
245
Así dijo el Pelida; y, tirando a tierra el cetro tachonado con
clavos de oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba
enfureciéndose. Pero levantóse Néstor, suave en el hablar,
elocuente orador de los pilios, de cuya boca las palabras fluían
más dulces que la miel había visto perecer dos generaciones
de hombres de voz articulada que nacieron y se criaron con él en la
divina Pilos y reinaba sobre la tercera , y benévolo los
arengó diciendo:
254
¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado a
la tierra aquea! Alegrananse Príamo y sus hijos, y regocijaríanse
los demás troyanos en su corazón, si oyeran las palabras con que
disputáis vosotros, los primeros de los dánaos así en el consejo
como en el combate. Pero dejaos convencer, ya que ambos sois más
jóvenes que yo. En otro tiempo traté con hombres aún más
esforzados que vosotros, y jamás me desdeñaron. No he visto todavía
ni veré hombres como Pirítoo, Driante, pastor de pueblos, Ceneo,
Exadio, Polifemo, igual a un dios, y Teseo Egeida, que parecía
un inmortal. Criáronse éstos los más fuertes de los hombres;
muy fuertes eran y con otros muy fuertes combatieron: con los
montaraces centauros, a quienes exterminaron de un modo estupendo. Y
yo estuve en su compañía habiendo acudido desde Pilos,
desde lejos, desde esa apartada tierra, porque ellos mismos me
llamaron y combatí según mis fuerzas. Con tales hombres no
pelearía ninguno de los mortales que hoy pueblan la tierra; no
obstante lo cual, seguían mis consejos y escuchaban mis
palabras. Prestadme también vosotros obediencia, que es lo
mejor que podéis hacer. Ni tú, aunque seas valiente, le quites la
joven, sino déjasela, puesto que se la dieron en recompensa los
magnánimos aqueos; ni tú, Pelida, quieras altercar de igual a igual
con el rey, pues jamás obtuvo honra como la suya ningún otro
soberano que usara cetro y a quien Zeus diera gloria. Si tú eres más
esforzado, es porque una diosa te dio a luz; pero éste es más
poderoso, porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida,
apacigua tu cólera; yo te suplico que depongas la ira contra
Aquiles, que es para todos los aqueos un fuerte antemural en el
pernicioso combate.
285
Y, contestándole, el rey Agamenón le dijo:
286
Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir. Pero este
hombre quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere
dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes que alguien, creo, se
negará a obedecer. Si los sempiternos dioses le hicieron belicoso,
¿le permiten por esto proferir injurias?
292
Interrumpiéndole, exclamó el divino Aquiles:
293
Cobarde y vil podría llamárseme si cediera en todo lo que
dices; manda a otros, no me des órdenes, pues yo no pienso ya
obedecerte. Otra cosa te diré que fijarás en la memoria: No he de
combatir con estas manos por la joven ni contigo, ni con otro alguno,
pues al fin me quitáis lo que me disteis; pero, de lo demás que
tengo junto a mi negra y veloz embarcación, nada podrías llevarte
tomándolo contra mi voluntad. Y si no, ea, inténtalo, para que
éstos se enteren también; y presto tu negruzca sangre brotará
en torno de mi lanza.
304
Después de altercar así con encontradas razones, se levantaron
y disolvieron el ágora que cerca de las naves aqueas se
celebraba. Fuese el Pelida hacia sus tiendas y sus bien
proporcionados bajeles con el Menecíada y otros amigos; y el Atrida
echó al mar una velera nave, escogió veinte remeros, cargó
las víctimas de la hecatombe para el dios, y, conduciendo a
Criseide, la de hermosas mejillas, la embarcó también; fue capitán
el ingenioso Ulises.
312
Así que se hubieron embarcado, empezaron a navegar por líquidos
caminos. El Atrida mandó que los hombres se purificaran, y ellos
hicieron lustraciones, echando al mar las impurezas, y sacrificaron
junto a la orilla del estéril mar hecatombes perfectas de toros
y de cabras en honor de Apolo. El vapor de la grasa llegaba al cielo,
enroscándose alrededor del humo.
318
En tales cosas ocupábanse éstos en el ejército. Agamenón no
olvidó la amenaza que en la contienda había hecho a Aquiles, y dijo
a Taltibio y Euríbates, sus heraldos y diligentes servidores:
322
Id a la tienda del Pelida Aquiles, y asiendo de la mano a
Briseide, la de hermosas mejillas, traedla acá, y, si no os la
diere, ire yo mismo a quitársela, con más gente, y todavía le será
más duro.
326
Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió.
Contra su voluntad fuéronse los heraldos por la orilla del estéril
mar, llegaron a las tiendas y naves de los mirmidones, y
hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra nave. Aquiles, al
verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y, habiendo hecho una
reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo
comprendió todo y dijo:
334
¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres!
Acercaos; pues para mí no sois vosotros los culpables sino Agamenón,
que os envía por la joven Briseide. ¡Ea, Patroclo, del linaje
de Zeus! Saca la joven y entrégasela para que se la lleven. Sed
ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los
mortales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás
necesidad de mí para librarse de funestas calamidades porque él
tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en
lo futuro y en lo pasado, a fin de que los aqueos se salven
combatiendo junto a las naves.
345
Así dijo. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a
Briseide, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la
llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer
iba con ellos de mala gana. Aquiles rompió en llanto, alejóse
de los compañeros, y, sentándose a orillas del blanquecino mar
con los ojos clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas,
dirigió a su madre muchos ruegos:
352
¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus
altitonante debía honrarme y no lo hace en modo alguno. El
poderoso Agamenón Atrida me ha ultrajado, pues tiene mi recompensa,
que él mismo me arrebató.
357
Así dijo derramando lágrimas. Oyóle la veneranda madre desde
el fondo del mar, donde se hallaba junto al padre anciano, a
inmediatamente emergió de las blanquecinas ondas como niebla,
sentóse delante de aquél, que derramaba lágrimas, acariciólo con
la mano y le habló de esta manera:
362
¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma?
Habla; no me ocultes lo que piensas, para que ambos lo sepamos.
364
Dando profundos suspiros, contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
365
Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a Teba,
la sagrada ciudad de Eetión; la saqueamos, y el botín que
trajimos se lo distribuyeron equitativamente los aqueos, separando
para el Atrida a Criseide, la de hermosas mejillas. Luego Crises,
sacerdote de Apolo, el que hiere de lejos, deseando redimir a su
hija, se presentó en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate
y las ínfulas de Apolo, el que hiere de lejos, que pendían de
áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos los aqueos, y
particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los
aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se
admitiera el espléndido rescate; mas el Atrida Agamenón, a quien no
plugo el acuerdo, to despidió de mal modo y con altaneras voces. El
anciano se fue irritado; y Apolo, accediendo a sus ruegos, pues le
era muy querido, tiró a los argivos funesta saeta: morían los
hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban por
todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un adivino
bien enterado nos explicó el vaticinio del que hiere de lejos, y yo
fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios. El Atrida
encendióse en ira; y, levantándose, me dirigió una amenaza que ya
se ha cumplido. A aquélla los aqueos de ojos vivos la conducen a
Crisa en velera nave con presentes para el dios; y a la hija de
Briseo, que los aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado
ahora mismo de mi tienda. Tú, si puedes, socorre a tu buen
hijo; ve al Olimpo y ruega a Zeus, si alguna vez llevaste consuelo a
su corazón con palabras o con obras. Muchas veces, hallándonos en
el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú
sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Cronida, el de
las sombrías pubes, cuando quisieron atarlo otros dioses
olímpicos, Hera, Posidón y Palas Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y
lo libraste de las ataduras, llamando en seguida al espacioso Olimpo
al centímano a quien los dioses nombran Briareo y todos los hombres
Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó
entonces al lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronlo los
bienaventurados dioses y desistieron del atamiento. Recuérdaselo,
siéntate a su lado y abraza sus rodillas: quizás decida
favorecer a los troyanos y acorralar a los aqueos, que serán muertos
entre las popas, cerca del mar; para que todos disfruten de su rey y
comprenda el poderoso Agamenón Atrida la falta que ha cometido
no honrando al mejor de los aqueos.
413
Respondióle en seguida Tetis, derramando lágrimas:
414
¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te he criado, si en hora aciaga te
di a luz? ¡Ojalá estuvieras en las naves sin llanto ni pena, ya que
tu vida ha de ser corta, de no larga duración! Ahora eres juntamente
de breve vida y el más infortunado de todos. Con hado funesto te
parí en el palacio. Yo misma iré al nevado Olimpo y hablaré a
Zeus, que se complace en lanzar rayos, por si se deja convencer. Tú
quédate en las naves de ligero andar, conserva la cólera contra los
aqueos y abstente por entero de combatir. Ayer se marchó Zeus
al Océano, al país de los probos etíopes, para asistir a un
banquete, y todos los dioses lo siguieron. De aquí a doce días
volverá al Olimpo. Entonces acudiré a la morada de Zeus,
sustentada en bronce; le abrazaré las rodillas, y espero que lograré
persuadirlo.
428
Dichas estas palabras partió, dejando a Aquiles con el corazón
irritado a causa de la mujer de bella cintura que violentamente
y contra su voluntad le habían arrebatado.
430
En tanto, Ulises llegaba a Crisa con las víctimas para la sagrada
hecatombe. Cuando arribaron al profundo puerto, amainaron las velas,
guardándolas en la negra nave; abatieron rápidamente por medio
de cuerdas el mástil hasta la crujía, y llevaron la nave, a
fuerza de remos, al fondeadero. Echaron anclas y ataron las amarras,
saltaron a la playa, desembarcaron las víctimas de la hecatombe
para Apolo, el que hiere de lejos, y Criseide salió de la nave
surcadora del ponto. El ingenioso Ulises llevó la doncella al
altar y, poniéndola en manos de su padre, dijo:
442
¡Oh Crises! Envíame al rey de hombres, Agamenón, a traerte
la hija y ofrecer en favor de los dánaos una sagrada hecatombe a
Febo, para que aplaquemos a este dios que tan deplorables males ha
causado a los argivos.
446
Habiendo hablado así, puso en sus manos la hija amada, que
aquél recibió con alegría. Acto continuo, ordenaron la sagrada
hecatombe en torno del bien construido altar, laváronse las
manos y tomaron la mola. Y Crises oró en alta voz y con las manos
levantadas:
451
¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y
a la divina Cila a imperas en Ténedos poderosamente! Me escuchaste
cuando te supliqué, y, para honrarme, oprimiste duramente al
ejército aqueo; pues ahora cúmpleme este voto: ¡Aleja ya de los
dánaos la abominable peste!
457
Así dijo rogando, y Febo Apolo lo oyó. Hecha la rogativa y
esparcida la mola, cogieron las víctimas por la cabeza, que tiraron
hacia atrás, y las degollaron y desollaron; en seguida cortaron
los muslos, y, después de pringarlos con gordura por uno y otro
lado y de cubrirlos con trozos de carne, el anciano los puso sobre la
leña encendida y los roció de vino tinto. Cerca de él, unos
jóvenes tenían en las manos asadores de cinco puntas. Quemados
los muslos, probaron las entrañas, y, dividiendo lo restante en
pedazos muy pequeños, lo atravesaron con pinchos, lo asaron
cuidadosamente y lo retiraron del fuego. Terminada la faena y
dispuesto el banquete, comieron, y nadie careció de su
respectiva porción. Cuando hubieron satisfecho el deseo de beber y
de comer, los mancebos coronaron de vino las crateras y lo
distribuyeron a todos los presentes después de haber ofrecido
en copas las primicias. Y durante todo el día los aqueos
aplacaron al dios con el canto, entonando un hermoso peán a Apolo,
el que hiere de lejos, que los oía con el corazón complacido.
475
Cuando el sol se puso y sobrevino la noche, durmieron cerca de
las amarras de la nave. Mas, así que apareció la hija de la mañana,
la Aurora de rosados dedos, hiciéronse a la mar para volver al
espacioso campamento aqueo, y Apolo, el que hiere de lejos, les envió
próspero viento. Izaron el mástil, descogieron las velas, que
hinchó el viento, y las purpúreas olas resonaban en torno de la
quilla mientras la nave corría siguiendo su rumbo. Una vez llegados
al vasto campamento de los aqueos, sacaron la negra nave a
sierra firme y la pusieron en alto sobre la arena, sosteniéndola
con grandes maderos. Y luego se dispersaron por las tiendas y
los bajeles.
488
El hijo de Peleo y descendiente de Zeus, Aquiles, el de los pies
ligeros, seguía irritado en las veleras naves, y ni frecuentaba el
ágora donde los varones cobran fama, ni cooperaba a la guerra;
sino que consumía su corazón, permaneciendo en las naves, y
echaba de menos la gritería y el combate.
493
Cuando, después de aquel día, apareció la duodécima aurora,
los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza.
Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre
las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y
halló al largovidente Cronida sentado aparte de los demás dioses en
la más alta de las muchas cumbres del monte. Acomodóse ante él,
abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocóle la barba con la
derecha y dirigió esta súplica al soberano Zeus Cronión:
503
¡Padre Zeus! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales
con palabras a obras, cúmpleme este voto: Honra a mi hijo, el
héroe de más breve vida, pues el rey de hombres, Agamenón, lo ha
ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene.
Véngalo tú, próvido Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los
troyanos hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y lo colmen
de honores.
511
Así dijo. Zeus, que amontona las nubes, nada contestó guardando
silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó
sus rodillas, le suplicó de nuevo:
514
Prométemelo claramente, asintiendo, o niégamelo pues en
ti no cabe el temor para que sepa cuán despreciada soy
entre todas las deidades.
517
Zeus, que amontona las nubes, díjole afligidísimo:
518 ¡Funestas
acciones! Pues harás que me malquiste con Hera, cuando me zahiera
con injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los
inmortales dioses, porque dice que en las batallas favorezco a los
troyanos. Pero ahora vete, no sea que Hera advierta algo; yo me
cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te haré con la
cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Éste
es el signo más seguro, irrevocable y veraz para los
inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la
cabeza.
528
Dijo el Cronida, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento;
los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano
inmortal, y a su intlujo estremecióse el dilatado Olimpo.
531
Después de deliberar así, se separaron: ella saltó al profundo
mar desde el resplandeciente Olimpo, y Zeus volvió a su palacio.
Todos los dioses se levantaron al ver a su padre, y ninguno
aguardó que llegara, sino que todos salieron a su encuentro. Sentóse
Zeus en el trono; y Hera, que, por haberlo visto, no ignoraba que
Tetis, la de argénteos pies, hija del anciano del mar, con él había
departido, dirigió al momento injuriosas palabras a Zeus Cronida:
540
¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo?
Siempre te es grato, cuando estás lejos de mí, pensar y resolver
algo secretamente, y jamás te has dignado decirme una sola palabra
de to que acuerdas.
544
Respondióle el padre de los hombres y de los dioses:
545
¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te
resultará difícil aun siendo mi esposa. Lo que pueda decirse,
ningún dios ni hombre lo sabrá antes que tú; pero lo que quiera
resolver sin contar con los dioses, no lo preguntes ni procures
averiguarlo.
551
Replicó en seguida Hera veneranda, la de ojos de novilla:
552
¡Terribilísimo Cronida, qué palabras proferiste! No será
mucho lo que te haya preguntado o querido averiguar, puesto que muy
tranquilo meditas cuanto te place. Mas ahora mucho recela mi
corazón que te haya seducido Tetis, la de argénteos pies, hija del
anciano del mar. A1 amanecer el día sentóse cerca de ti y abrazó
tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a
Aquiles y causar gran matanza junto a las naves aqueas.
560
Y contestándole, Zeus, que amontona las nubes, le dijo:
561
¡Ah, desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada,
empero, podrás conseguir sino alejarte de mi corazón; lo cual
todavía te será más duro. Si es cierto lo que sospechas, así debe
de serme grato. Pero siéntate en silencio y obedece mis palabras. No
sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo,
acercándose a ti, cuando te ponga encima mis invictas manos.
569
Así dijo. Temió Hera veneranda, la de ojos de novilla, y,
refrenando el coraje, sentóse en silencio. Indignáronse en el
palacio de Zeus los dioses celestiales. Y Hefesto, el ilustre
artífice, comenzó a arengarlos para consolar a su madre Hera, la de
los níveos brazos:
573
Funesto a insoportable será lo que ocurra, si vosotros
disputáis así por los mortales y promovéis alborotos entre
los dioses; ni siquiera en el banquete se hallará placer alguno,
porque prevalece lo peor. Yo aconsejo a mi madre, aunque ya ella
tiene juicio, que obsequie al padre querido, a Zeus, para que no
vuelva a reñirla y a turbarnos el festín. Pues, si el Olímpico
fulminador quiere echarnos del asiento... nos aventaja mucho en
poder. Pero halágalo con palabras cariñosas y en seguida el
Olímpico nos será propicio.
584
De este modo habló y, tomando una copa de doble asa, ofrecióla a su
madre, diciendo:
586
Sufre, madre mía, y sopórtalo todo, aunque estés afligida;
que a ti, tan querida, no lo vean mis ojos apaleada sin que pueda
socorrerte, porque es difícil contrarrestar al Olímpico. Ya
otra vez que quise defenderte me asió por el pie y me arrojó de los
divinos umbrales. Todo el día fui rodando y a la puesta del sol caí
en Lemnos. Un poco de vida me quedaba y los sinties me recogieron tan
pronto como hube caído.
595
Así dijo. Sonrióse Hera, la diosa de los níveos brazos; y,
sonriente aún, tomó la copa que su hijo le presentaba. Hefesto
se puso a escanciar dulce néctar para las otras deidades, sacándolo
de la cratera; y una risa inextinguible se alzó entre los
bienaventurados dioses viendo con qué afán los servía en el
palacio.
601
Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín; y
nadie careció de su respectiva porción, ni faltó la hermosa
cítara que tañía Apolo, ni las Musas que con linda voz cantaban
alternando.
605
Mas, cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los dioses
fueron a recogerse a sus respectivos palacios, que había
construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia
inteligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho donde
acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió y
acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono.