TEXTO DE
PORTADA CURSO LITERATURA AÑO 2019.
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ESTUDIO EN ESCARLATA
Arthur Conan Doyle.
Primera parte
(Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y
oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)
1. Mr. Sherlock Holmes
En el año 1878 obtuve el título de
doctor en, medicina por la Universidad de Londres, asistiendo después en Netley
a los cursos que son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos
allí mis estudios, fui puntualmente destinado el 5.0 de Fusileros de Northumberland
en calidad de médica ayudante. El regimiento se hallaba por entonces estacionado
en la India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de
Afganistán. Al desembarcar en Bombayme llegó la noticia de que las tropas a las
que estaba agregado habían traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de
territorio enemigo.
Seguí, sin embargo, camino con muchos
otros oficiales en parecida situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y
salvo, y en compañía por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi
nuevo servicio.
La campaña trajo a muchos honores, pero
a mí sólo desgracias y calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a
las tropas de Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de
Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el hombro, haciéndose
añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia.
Hubiera caído en manos de los despiadados
ghazis a no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras
ponerme de través sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas
británicas.
Agotado por el dolor, y en un estado de gran
debilidad a causa de las muchas fatigas sufridas, fui trasladado, junto a un
nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base
de Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que
otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la terraza, cuando
caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones indias. Durante meses no
se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto al conocimiento de las cosas, e
iniciada la convalecencia, me sentí tan extenuado, y con tan pocas fuerzas, que
el consejo médico determinó sin más mi inmediato retorno a Inglaterra.
Despachado en el transporte militar Orontes,
al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud malparada para siempre
y nueve meses de plazo, sufragados por un gobierno paternal, para probar a
remediarla.
No tenía en Inglaterra parientes ni
amigos, y era, por tanto, libre como una alondra ––es decir, todo lo libre que
cabe ser con un ingreso diario de once chelines y medio––.
Hallándome en semejante coyuntura
gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera
fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio.
Permanecí durante algún tiempo en un hotel
del Strand, viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y
gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi
posición recomendaba.
Tan alarmante se hizo el estado de mis
finanzas que pronto caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas
que decir adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical
cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por hacerme a la
idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y
pretencioso.
No había pasado un día desde semejante decisión,
cuando, hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano
que al dar media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el
antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la
jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En
los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero
ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme.
En ese arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y
juntos subimos a un coche de caballos.
––Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? ––me
preguntó sin embozar su sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría
camino por las pobladas calles de Londres––. Está delgado como un arenque y más
negro que una nuez.
Le hice un breve resumen de mis
aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos a destino.
––¡Pobre de usted! ––dijo en tono
conmiserativo al escuchar mis penalidades––. ¿Y qué proyectos tiene?
––Busco alojamiento ––repuse––. Quiero ver
si me las arreglo para vivir a un precio razonable.
––Cosa extraña ––comentó mi compañero––,
es usted la segunda persona que ha empleado esas palabras en el día de hoy.
––¿Y quién fue la primera? ––pregunté.
––Un tipo que está trabajando en el
laboratorio de química, en el hospital. Andaba quejándose esta mañana de no
tener a nadie con quien compartir ciertas habitaciones que ha encontrado,
bonitas a lo que parece, si bien de precio demasiado abultado para su bolsillo.
––¡Demonio! ––exclamé––, si realmente
está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones,soy el hombre que
necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.
El joven Stamford, el vaso en la mano,
me miró de forma un tanto extraña.
––No conoce todavía a Sherlock Holmes ––
dijo––, podría llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo de
persona que a uno le gustaría tener siempre por vecino.
––¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?
––Oh, en ningún momento he sostenido que
haya nada contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un
entusiasta de algunas ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es
mala persona.
––Naturalmente sigue la carrera médica
–– inquirí.
––No... Nada sé de sus proyectos. Creo
que anda versado en anatomía, y es un químico de primera clase; pero según mis
informes, no ha asistido sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue
en el estudio rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho
acopio de una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían atónitos
no pocos de sus profesores.
––¿Le ha preguntado alguna vez qué se
trae entre manos?
––No; no es hombre que se deje llevar
fácilmente a confidencias, aunque puede resultar comunicativo cuando está en
vena.
––Me gustaría conocerle ––dije––. Si he
de partir la vivienda con alguien, prefiero que sea persona tranquila y
consagrada al estudio.
No me siento aún lo bastante fuerte para
sufrir mucho alboroto o una excesiva agitación.
Afganistán me ha dispensado ambas cosas
en grado suficiente para lo que me resta
de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto
con este amigo de usted?
––Ha de hallarse con seguridad en el
laboratorio ––repuso mi compañero––. O se ausenta de él durante semanas, o
entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos
llegarnos allí después del almuerzo.
––Desde luego ––contesté, y la
conversación tiró por otros derroteros.
Una vez fuera de Holborn y rumbo ya
allaboratorio, Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que llevaba
trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.
––Sepa exculparme si no llega a un
acuerdo con él ––dijo––, nuestro trato se reduce a unos cuantos y ocasionales
encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de
modo que quedo exento de toda responsabilidad.
––Si no congeniamos bastará que cada
cual siga su camino ––repuse––. Me da la sensación,
Stamford ––añadí mirando fijamente a mi
compañero––, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este
negocio.
¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro
hombre? Hable sin reparos.
––No es cosa sencilla expresar lo
inexpresable ––repuso riendo––. Holmes posee un carácter demasiado científico
para mi gusto..., un carácter que raya en la frigidez. Me lo figuro ofreciendo
a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal, no con malicia,
entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos.
Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo engulliría él mismo
con igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el
conocimiento detallado y preciso.
––Encomiable actitud.
––Y a veces extremosa... Cuando le
induce a aporrear con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se
pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.
––¡Aporrear los cadáveres!
––Sí, a fin de ver hasta qué punto
pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto.
Lo he contemplado con mis propios ojos.
––¿Y dice usted que no estudia medicina?
––No. Sabe Dios cuál será el objeto de
tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una
opinión sobre el personaje.
Cuando esto decía enfilamos una
callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral fuimos
a dar a una de las alas del gran
hospital.
Siéndome el terreno familiar, no precisé
guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a través
luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño.
Casi al otro extremo, un corredor
abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al
laboratorio de química.
Era éste una habitación de elevado
techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o
yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y
anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su
azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario
estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al
escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una
exclamación de júbilo.
––¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! ––gritó a
mi acompañante mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la
mano––. He hallado un reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con
ella.
El descubrimiento de una mina de oro no habría
encendido placer más intenso en aquel rostro.
––Doctor Watson, el señor Sherlock
Holmes ––anunció Stamford a modo de presentación.
––Encantado ––dijo cordialmente mientras
me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía––. Por lo
que veo, ha estado usted en tierras afganas.
––¿Cómo diablos ha podido adivinarlo?
––pregunté, lleno de asombro.
––No tiene importancia ––repuso él
riendo por lo bajo––. Volvamos a la hemoglobina.
¿Sin duda percibe usted el alcance de mi
descubrimiento?
––Interesante desde un punto de vista
químico
––contesté––, pero, en cuanto a su
aplicación práctica...
––Por Dios, se trata del más útil
hallazgo que en el campo de la Medina Legal haya tenido lugar durante los
últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las
manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!
Era tal su agitación que me agarró de la
manga de la chaqueta, arrastrándome hasta el tablero donde había estado
realizando sus experimentos.
––Hagámonos con un poco de sangre fresca
––dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo en una probeta de
laboratorio la gota manada de la herida.
––Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre
a un litro de agua. Puede usted observar que la mezcla resultante ofrece la
apariencia del agua pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un
millón. No me cabe duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener
la reacción característica.
Mientras tal decía, arrojó en el recipiente
unos pocos cristales blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido
transparente.
En el acto la mezcla adquirió un apagado
color caoba, en tanto que se posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un
polvo parduzco.
––¡Ajá! ––exclamó, dando palmadas y
alborozado como un niño con zapatos nuevos––.
¿Qué me dice ahora?
––Fino experimento ––repuse.
––¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional
prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del
examen de los corpúsculos de sangre... Este último es inútil cuando las manchas
cuentan arriba de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un
procedimiento que actúa tanto si
la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo
más temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado tiempo
atrás las penas a que sus crímenes les
hacen acreedoras.
––Caramba... ––murmuré.
––Los casos criminales giran siempre
alrededor del mismo punto. A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen
meses más tarde de cometido éste; se someten a examen
sus trajes y ropa blanca: aparecen unas
manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta?
Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto, y ¿sabe usted
por qué? Por la inexistencia de una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado
ahora esa prueba, queda el camino despejado en lo venidero.
Había al hablar destellos en sus ojos;
descansó la palma de la mano a la altura del corazón, haciendo después una
reverencia, como si delante suyo se hallase congregada un imaginaria multitud.
––Merece usted que se le felicite
––apunté, no poco sorprendido de su entusiasmo.
––¿Recuerda el pasado año el caso de Von
Bischoff, en Frankfort? De haber existido esta prueba, mi experimento le habría
llevado en derechura a la horca. ¡Y qué decir de Mason,el de Bradford, o del
célebre Muller, o de Lefévrede Montpellier, o de Samson el de Nueva
Orleans! Una veintena de casos me acuden
a la mente en los que la prueba hubiera sido decisiva
.––Parece usted un almanaque viviente de
hechos
criminales ––apuntó Stamford con
una
carcajada––. ¿Por qué no publica algo?
Podría titularlo
«Noticiario policiaco de tiempos pasados».
––No sería ningún
disparate ––repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito de parche sobre el pinchazo––.
He de andar con tiento ––prosiguió mientras se volvía sonriente hacia mí––, porque
manejo venenos con mucha frecuencia.
Al tiempo que hablaba
alargó la mano, y eché de ver que la tenía moteada de similares y descolorida por el efecto de
ácido fuertes.
––Hemos venido a tratar
un negocio ––dijo Stamford tomando asiento en un elevado
taburete de tres patas,
y empujando otro hacia mí con el pie––. Este señor anda buscando dónde
cobijarse, y como se lamentaba usted de no encontrar nadie que quisiera ir a medias
en la misma operación, he creído la idea de reunirlos a los dos.
A Sherlock Holmes
pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda conmigo.
––Tengo echado el ojo a
unas habitaciones en Baker Street ––dijo––, que nos vendrían de perlas. Espero
que no le repugne el olor a tabaco fuerte.
––No gasto otro
––repuse.
––Hasta ahí vamos
bastante bien. Suelo trastear con sustancias químicas y de vez en cuanto
realizo algún experimento. ¿Le importa?
––En absoluto.
––Veamos..., cuáles son
mis otros inconvenientes.
De tarde en tarde me
pongo melancólico y no despego los labios durante días.
No lo atribuya usted
nunca a mal humor o resentimiento. Déjeme sencillamente a miaire y verá qué
pronto me enderezo. En fin, ¿qué tiene usted a su vez que confesarme? Es aconsejable
que dos individuos estén impuestos
sobre sus peores
aspectos antes de que se decidan a vivir juntos.
Me hizo reír semejante
interrogatorio. ––
Soy dueño de un cachorrito
––dije––, y desapruebo los estrépitos porque mis nervios están destrozados... y
me levanto a las horas más inesperadas y me declaro, en fin, perezoso en extremo.
Guardo otra serie de vicios para los momentos de euforia, aunque los enumerados
ocupan a la sazón un lugar preeminente.
––¿Entra para usted el
violín en la categoría de lo estrepitoso? ––me preguntó muy alarmado.
––Según quién lo toque
––repuse––. Un violín bien tratado es un regalo de los dioses, un violín en
manos poco diestras...
––Magnífico ––concluyó
con una risa alegre––.
Creo que puede
considerarse el trato zanjado..., siempre y cuando dé usted el visto bueno a
las habitaciones.
––¿Cuándo podemos
visitarlas?
––Venga usted a
recogerme mañana a mediodía; saldremos después juntos y quedará todo arreglado.
––De acuerdo, a las
doce en punto ––repuse estrechándole la mano.
Lo dejamos enzarzado
con sus productos químicos y juntos fuimos caminando hacia el hotel.
––Por cierto ––pregunté
de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a Stamford––, ¿cómo demonios ha
caído en la cuenta de que venía yo de Afganistán?
Sobre el rostro de mi
compañero se insinuó una enigmática sonrisa.
––He ahí una
peculiaridad de nuestro hombre ––dijo––. Es mucha la gente a la que intriga esa
facultad suya de adivinar las cosas.
––¡Caramba! ¿Se trata
de un misterio? –– exclamé frotándome las manos––. Esto empieza a ponerse
interesante. Realmente, le agradezco infinito su presentación... Como reza el
dicho, «no hay objeto de estudio más digno del hombre que el hombre mismo». ––Aplíquese
entonces a la tarea de estudiar a su amigo ––dijo Stamford a modo de
despedida––.
Aunque no le arriendo
la ganancia.
Verá como acaba
sabiendo él mucho más de usted, que usted de él... Adiós.
––Adiós ––repuse, y
proseguí sin prisas mi camino hacia el hotel, no poco intrigado por el individuo que acababa de conocer.
ARTHUR CONAN DOYLE
“Estudio en escarlata”
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