23 de marzo de 2020

Otra invitación a leer... 4°3- 4°4

Alumnos de 4°3- 4°4 : espero estén realizando las lecturas sobre el texto de portado respecto a la figura de Sherlock Holmes. Realicen de a una las lecturas propuestas.
Ahora los invito  a leer un relato a elección de toda la colección cuyo protagonista es el detective, para ello les mando a través de cada delegado de clase (uno por cada cuarto año) las obras completas de Conan Doyle para que ustedes, en forma de elección personal, elijan un cuento, y realicen un comentario del mismo. Señalen primeramente a qué libro pertenece el cuento escogido.
Esta tarea será para exponer en clase cuando nos volvamos a encontrar en el aula
Mando en este momento las obras completas del autor, disfruten de sus cuentos.
Con esta lectura acabaríamos el tema de portada.
Abrazo
Giovanna.

20 de marzo de 2020

Otra lectura sobre Sherlock

Alumnos de 4°3 y 4°4: envío una tercer lectura sobre el tema de portada respecto al detective Sherlock Holmes. Todos los textos que copio se relacionan con lo que comenzamos, con tanto interés de parte de ustedes , a hablar en clase. Repaso las actividades hasta ahora:
1) Lean el capítulo Mr Sherlock Holmes (perteneciente a Estudio en escarlata)
2) En el cuaderno realicen una caracterización de ambos personajes: John Watson y Sherlock Holmes. Reconocer el narrador del cuento.
3) Leer el cuento "El problema final"  (perteneciente a Las memorias de Sherlock Holmes) en el que se narra la "supuesta" muerte del personaje. Relacionarlo con el cuento que leímos de Eduardo Galeano Sherlock Holmes murió dos veces.

4) Ahora los invito a leer el cuento "La casa vacía" perteneciente a "El regreso de Sherlock Holmes donde se narra el regreso del personaje.

Hasta aquí las actividad para esta semana. Los invito a leer con todo el entusiasmo que tienen en clase. Pueden imprimir los cuentos para tenerlos en clase.

"La casa vacía" De: "El regreso de Sherlock Holmes"

El regreso de Sherlock Holmes
1. La aventura de la casa vacía
En la primavera de 1894, el asesinato del honorable Ronald Adair, ocurrido en las
más extrañas e inexplicables circunstancias, tenía interesado a todo Londres y
consternado al mundo elegante. El público estaba ya informado de los detalles del
crimen que habían salido a la luz durante la investigación policial; pero en aquel
entonces se había suprimido mucha información, ya que el ministerio fiscal disponía
de pruebas tan abrumadoras que no se consideró necesario dar a conocer todos los
hechos. Hasta ahora, después de transcurridos casi diez años, no se me ha permitido
aportar los eslabones perdidos que faltaban para completar aquella notable cadena. El
crimen tenía interés por sí mismo, pero para mí aquel interés se quedó en nada,
comparado con una derivación inimaginable, que me ocasionó el sobresalto y la
sorpresa mayores de toda mi vida aventurera. Aun ahora, después de tanto tiempo,
me estremezco al pensar en ello y siento de nuevo aquel repentino torrente de alegría,
asombro e incredulidad que inundó por completo mi mente. Aquí debo pedir
disculpas a ese público que ha mostrado cierto interés por las ocasiones y fugaces
visiones que yo le ofrecía de los pensamientos y actos de un hombre excepcional, por
no haber compartido con él mis conocimientos. Me habría considerado en el deber de
hacerlo de no habérmelo impedido una prohibición terminante, impuesta por su
propia boca, que no se levantó hasta el día 3 del mes pasado.
Como podrán imaginarse, mi estrecha relación con Sherlock Holmes había
despertado en mí un profundo interés por el delito y, aun después de su desaparición,
nunca dejé de leer con atención los diversos misterios que salían a la luz pública e,
incluso, intenté más de una vez, por pura satisfacción personal, aplicar sus métodos
para tratar de solucionarlos, aunque sin resultados dignos de mención. Sin embargo,
ningún suceso me llamó tanto la atención como esta tragedia de Ronald Adair.
Cuando leí los resultados de las pesquisas, que condujeron a un veredicto de
homicidio intencionado, cometido por persona o personas desconocidas, comprendí
con más claridad que nunca la pérdida que había sufrido la sociedad con la muerte de
Sherlock Holmes. Aquel extraño caso presentaba detalles que yo estaba seguro de
que le habrían atraído muchísimo, y el trabajo de la policía se habría visto reforzado
o, más probablemente, superado por las dotes de observación y la agilidad mental del
primer detective de Europa. Durante todo el día, mientras hacía mis visitas médicas,
no paré de darle vueltas al caso, sin llegar a encontrar una explicación que me
pareciera satisfactoria. Aun a riesgo de repetir lo que todos saben, volveré a exponer
los hechos que se dieron a conocer al público al concluir la investigación.
El honorable Ronald Adair era el segundo hijo del conde de Maynooth, por aquel
entonces gobernador de una de las colonias australianas. La madre de Adair había
regresado de Australia para operarse de cataratas, y vivía con su hijo Adair y su hija
Hilda en el 427 de Park Lane. El joven se movía en los mejores círculos sociales, no
se le conocían enemigos y no parecía tener vicios de importancia. Había estado
comprometido con la señorita Edith Woodley, de Carstairs, pero el compromiso se
había roto por acuerdo mutuo unos meses antes, sin que se advirtieran señales de que
la ruptura hubiera provocado resentimientos. Por lo demás, su vida discurría por
cauces estrechos y convencionales, ya que era hombre de costumbres tranquilas y
carácter desapasionado. Y sin embargo, este joven e indolente aristócrata halló la
muerte de la forma más extraña e inesperada.
A Ronald Adair le gustaba jugar a las cartas y jugaba constantemente, aunque
nunca hacía apuestas que pudieran ponerle en apuros. Era miembro de los clubes de
jugadores Baldwin, Cavendish y Bagatelle. Quedó demostrado que la noche de su
muerte, después de cenar, había jugado unas manos de whist en el último de los
clubes citados. También había estado jugando allí por la tarde. Las declaraciones de
sus compañeros de partida -el señor Murray, sir John Hardy y el coronel Moranconfirmaron que se jugó al whish y que la suerte estuvo bastante igualada. Puede que
Adair perdiera unas cinco libras, pero no más. Puesto que poseía una fortuna
considerable, una pérdida así no podía afectarle lo más mínimo. Casi todos los días
jugaba en un club o en otro, pero era un jugador prudente y por lo general ganaba.
Por estas declaraciones se supo que, unas semanas antes, jugando con el coronel
Moran de compañero, les había ganado 420 libras en una sola partida a Godfrey
Milner y lord Balmoral. Y esto era todo lo que la investigación reveló sobre su
historia reciente.
La noche del crimen, Adair regresó del club a las diez en punto. Su madre y su
hermana estaban fuera, pasando la velada en casa de un pariente. La doncella declaró
que le oyó entrar en la habitación delantera del segundo piso, que solía utilizar como
cuarto de estar. Dicha doncella había encendido la chimenea de esta habitación y,
como salía mucho humo, había abierto la ventana. No oyó ningún sonido procedente
de la habitación hasta las once y veinte, hora en que regresaron a casa lady Maynooth
y su hija. La madre había querido entrar en la habitación de su hijo para darle las
buenas noches, pero la puerta estaba cerrada por dentro y nadie respondió a sus gritos
y llamadas. Se buscó ayuda y se forzó la puerta. Encontraron al desdichado joven
tendido junto a la mesa, con la cabeza horriblemente destrozada por una bala
explosiva de revólver, pero no se encontró en la habitación ningún tipo de arma.
Sobre la mesa había dos billetes de diez libras, y además 17 libras y 10 chelines en
monedas de oro y plata, colocadas en montoncitos que sumaban distintas cantidades.
Se encontró también una hoja de papel con una serie de cifras, seguidas por los
nombres de algunos compañeros de club, de lo que se dedujo que antes de morir
había estado calculando sus pérdidas o ganancias en el juego.
Un minucioso estudio de las circunstancias no sirvió más que para complicar aún
más el caso. En primer lugar, no se pudo averiguar la razón de que el joven cerrase la
puerta por dentro. Existía la posibilidad de que la hubiera cerrado el asesino, que
después habría escapado por la ventana. Sin embargo, ésta se encontraba por lo
menos a seis metros de altura y debajo había un macizo de azafrán en flor. Ni las
flores ni la tierra presentaban señales de haber sido pisadas y tampoco se observaba
huella alguna en la estrecha franja de césped que separaba la casa de la calle. Así
pues, parecía que había sido el mismo joven el que cerró la puerta. Pero ¿cómo se
había producido la muerte? Nadie pudo haber trepado hasta la ventana sin dejar
huellas. Suponiendo que le hubieran disparado desde fuera de la ventana, tendría que
haberse tratado de un tirador excepcional para infligir con un revólver una herida tan
mortífera. Pero, además, Park Lane es una calle muy concurrida y hay una parada de
coches de alquiler a cien metros de la casa. Nadie había oído el disparo. Y, sin
embargo, allí estaba el muerto y allí la bala de revólver, que se había abierto como
una seta, como hacen las balas de punta blanda, infligiendo así una herida que debió
provocar la muerte instantánea. Estas eran las circunstancias del misterio de Park
Lane, que se complicaba aún más por la total ausencia de móvil, ya que, como he
dicho, al joven Adair no se le conocía ningún enemigo y, por otra parte, nadie había
intentado llevarse de la habitación ni dinero ni objetos de valor.
Me pasé todo el día dándole vueltas a estos datos, intentando encontrar alguna
teoría que los reconciliase todos y buscando esa línea de mínima resistencia que,
según mi pobre amigo, era el punto de partida de toda investigación. Confieso que no
avancé mucho. Por la tarde di un paseo por el parque, y a eso de las seis me encontré
en el extremo de Park Lane que desemboca en Oxford Street. En la acera había un
grupo de desocupados, todos mirando hacia una ventana concreta, que me indicó cuál
era la casa que había venido a ver. Un hombre alto y flaco, con gafas oscuras y todo
el aspecto de ser un policía de paisano, estaba exponiendo alguna teoría propia,
mientras los demás se apretujaban a su alrededor para escuchar lo que decía. Me
acerqué todo lo que pude, pero sus comentarios me parecieron tan absurdos que
retrocedí con cierto disgusto. Al hacerlo tropecé con un anciano contrahecho que
estaba detrás de mí, haciendo caer al suelo varios libros que llevaba. Recuerdo que, al
agacharme a recogerlos, me fijé en el título de uno de ellos, El origen del culto a los
árboles, lo que me hizo pensar que el tipo debía ser un pobre bibliófilo que, por
negocio o por afición, coleccionaba libros raros. Le pedí disculpas por el tropiezo,
pero estaba claro que los libros que yo había maltratado tan desconsideradamente
eran objetos preciosísimos para su propietario. Dio media vuelta con una mueca de
desprecio y vi desaparecer entre la multitud su espalda encorvada y sus patillas
blancas.
Mi observación del número 427 de Park Lane contribuyó bien poco a resolver el
enigma que me interesaba. La casa estaba separada de la calle por una tapia baja con
verja, que en total no pasaban del metro y medio de altura. Así pues, cualquiera podía
entrar en el jardín con toda facilidad; sin embargo, la ventana resultaba absolutamente
inaccesible, ya que no había tuberías ni nada que sirviera de apoyo al escalador, por
ágil que éste fuera. Más desconcertado que nunca, dirigí mis pasos de vuelta hacia
Kensington. No llevaba ni cinco minutos en mi estudio cuando entró la doncella,
diciendo que una persona deseaba verme. Cuál no sería mi sorpresa al ver que el
visitante no era sino el extraño anciano coleccionista de libros, con su rostro afilado y
marchito enmarcado por una masa de cabellos blancos, y sus preciosos volúmenes,
por lo menos una docena encajados bajo el brazo derecho.
—Parece sorprendido de verme, señor —dijo con voz extraña y cascada.
Reconocí que lo estaba.
—Verá usted, yo soy hombre de conciencia, así que vine cojeando detrás de
usted, y cuando le vi entrar en esta casa me dije: voy a pasar a saludar a este caballero
tan amable y decirle que aunque me he mostrado un poco grosero no ha sido con
mala intención, y que le agradezco mucho que haya recogido mis libros.
—Da usted demasiada importancia a una nadería —dije yo—. ¿Puedo preguntarle
cómo sabía quién era yo?
—Bien, señor, si no es tomarme excesivas libertades, le diré que soy vecino suyo;
encontrará usted mi pequeña librería en la esquina de Church Street, donde estaré
encantado de recibirle, ya lo creo. A lo mejor es usted coleccionista, señor; aquí tengo
Aves: de Inglaterra, el Catulo, La guerra santa..., auténticas gangas todos ellos. Con
cinco volúmenes podría usted llenar ese hueco del segundo estante. Queda feo, ¿no le
parece, señor?
Volví la cabeza para mirar la estantería que tenía detrás y cuando miré de nuevo
hacia delante vi a Sherlock Holmes sonriéndome al otro lado de mi mesa. Me puse en
pie, lo contemplé durante algunos segundos con el más absoluto asombro, y luego
creo que me desmayé por primera y última vez en mi vida. Recuerdo que vi una
niebla gris girando ante mis ojos, y cuando se despejó noté que me habían
desabrochado el cuello y sentí en los labios un regusto picante a brandy. Holmes
estaba inclinado sobre mi silla con una botellita en la mano.
—Querido Watson —dijo la voz inolvidable—. Le pido mil perdones. No podía
sospechar que le afectaría tanto.
Yo le agarré del brazo y exclamé:
—¡Holmes! ¿Es usted de verdad? ¿Es posible que esté vivo? ¿Cómo se las arregló
para salir de aquel espantoso abismo?
—Un momento —dijo él—. ¿Está seguro de encontrarse en condiciones de
charlar? Mi aparición, innecesariamente dramática, parece haberle provocado un
terrible sobresalto.
—Estoy bien. Pero, de verdad, Holmes, aún no doy crédito a mis ojos. ¡Cielo
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santo! ¡Pensar que está usted aquí en mi estudio, usted precisamente! —volví a
agarrarlo de la manga y palpé el brazo delgado y fibroso que había debajo—. Bueno,
por lo menos sé que no es usted un fantasma —dije—. Querido amigo, ¡cómo me
alegro de verle! Siéntese y cuénteme cómo logró salir vivo de aquel terrible
precipicio.
Se sentó frente a mí y encendió un cigarrillo con el estilo desenfadado de siempre.
Todavía vestía la raída levita del librero, pero el resto de aquel personaje había
quedado reducido a una peluca blanca y un montón de libros sobre la mesa. Holmes
parecía aún más flaco y enérgico que antes, pero su rostro aguileño presentaba una
tonalidad blanquecina que me indicaba que no había llevado una vida muy saludable
en los últimos tiempos.
—¡Qué gusto da estirarse, Watson! —dijo—. Para un hombre alto, no es ninguna
broma rebajar su estatura un palmo durante varias horas seguidas. Ahora, querido
amigo, con respecto a esas explicaciones que me pide..., tenemos por delante, si es
que puedo solicitar su cooperación, una noche bastante agitada y llena de peligros.
Tal vez sería mejor que se lo explicara todo cuando hayamos terminado el trabajo.
—Soy todo curiosidad. Preferiría con mucho oírlo ahora.
—¿Vendrá conmigo esta noche?
—Cuando quiera y a donde quiera.
—Como en los viejos tiempos. Tendremos tiempo de comer un bocado antes de
salir. Pues bien, en cuanto a ese precipicio: no tuve grandes dificultades para salir de
él, por la sencilla razón de que nunca caí en él.
—¿Que no cayó usted?
—No, Watson, no caí. La nota que le dejé era absolutamente sincera. Tenía pocas
dudas de haber llegado al final de mi carrera cuando percibí la siniestra figura del
difunto profesor Moriarty erguida en el estrecho sendero que conducía a la salvación.
Leí en sus ojos grises una determinación implacable. Así pues, intercambié con él
unas cuantas frases y obtuve su cortés permiso para escribir la notita que usted
recibió. La dejé con mi pitillera y mi bastón y luego eché a andar por el desfiladero
con Moriarty pisándome los talones. Cuando llegamos al final, me dispuse a vender
cara mi vida. Moriarty no sacó Ninguna arma, sino que se abalanzó sobre mí,
rodeándome con sus largos brazos. También él sabía que su juego había terminado, y
sólo deseaba vengarse de mí. Forcejeamos al borde mismo del precipicio. Sin
embargo, yo poseo ciertos conocimientos de baritsu, el sistema japonés de lucha, que
más de una vez me han resultado muy útiles. Me solté de su presa y Moriarty lanzó
un grito horrible, pataleó como un loco durante unos instantes y trató de agarrarse al
aire con las dos manos. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no logró mantener el
equilibrio y se despeñó. Asomando la cara sobre el borde del precipicio, le vi caer
durante un largo trecho. Luego chocó con una roca, rebotó y se hundió en el agua
Yo escuchaba asombrado esta explicación, que Holmes iba dándome entre
chupada y chupada a su cigarrillo.
—Pero ¿y las huellas? —exclamé—. Yo vi con mis propios ojos dos series de
pisadas que entraban en el desfiladero, y ninguna de regreso.
—Esto es lo que sucedió: en el mismo instante de la muerte del profesor me di
cuenta de la extraordinaria oportunidad que me ofrecía el destino. Sabía que Moriarty
no era el único que había jurado matarme. Había, por lo menos, otros tres hombres,
cuyo afán de venganza se vería acrecentado por la muerte de su jefe. Por otra parte, si
todo el mundo me creía muerto, estos hombres se confiarían, cometerían
imprudencias y, tarde o temprano, yo podría acabar con ellos. Entonces habría
llegado el momento de anunciar que todavía pertenecía al mundo de los vivos. Es tal
la rapidez con que funciona el cerebro, que creo que ya había pensado todo esto antes
de que el profesor Moriarty llegara al fondo de la catarata de Reichenbach.
Me levanté y examiné la pared rocosa que tenía detrás. En el pintoresco relato que
usted escribió, y que yo leí con enorme interés varios meses más tarde, aseguraba
usted que la pared era lisa, lo cual no es del todo exacto. Había algunos salientes
pequeños y me pareció distinguir una cornisa. El precipicio era tan alto que parecía
completamente imposible trepar hasta arriba, pero también resultaba imposible
regresar por el sendero mojado sin dejar algunas huellas. Es cierto que podría
haberme puesto las botas al revés, como ya he hecho otras veces en ocasiones
similares, pero la presencia de tres series de pisadas en la misma dirección habrían
hecho sospechar un engaño. En conclusión, me pareció que lo mejor era arriesgarme
a trepar. Le aseguro, Watson, que no fue una escalada agradable. La catarata rugía
debajo de mí. Soy propenso a imaginar cosas, pero le doy mi palabra que me parecía
oír la voz de Moriarty llamándome desde el abismo. El menor desliz habría resultado
fatal. Más de una vez, cuando se desprendía el puñado de hierba al que me agarraba o
mis pies resbalaban en las grietas húmedas de la roca, pensé que todo había
terminado. Pero seguí trepando como pude, y por fin alcancé una cornisa de más de
un metro de anchura, cubierta de musgo verde y suave, donde podía permanecer
tendido cómodamente sin ser visto. Allí me encontraba, querido Watson, cuando
usted y sus acompañantes investigaban, de la forma más conmovedora e ineficaz, las
circunstancias de mi muerte.
Por fin, cuando todos ustedes hubieron sacado sus inevitables y completamente
erróneas conclusiones, se marcharon al hotel y yo quedé solo. Pensaba que ya habían
terminado mis aventuras, pero un hecho completamente inesperado me demostró que
aún me aguardaban sorpresas. Un enorme peñasco cayó de lo alto, pasó rozándome,
chocó contra el sendero y se precipitó en el abismo. Por un momento pensé que se
trataba de un accidente, pero un instante después miré hacia arriba y vi la cabeza de
un hombre recortada contra el cielo nocturno, mientras una segunda roca golpeaba la
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cornisa misma en la que yo me encontraba, a un palmo escaso de mi cabeza. Por
supuesto, aquello sólo podía significar una cosa: Moriarty no había estado solo. Un
cómplice —y me había bastado aquel fugaz vistazo para saber lo peligroso que era
dicho cómplice había montado guardia mientras el profesor me atacaba. Desde lejos,
sin que yo lo advirtiera, había sido testigo de la muerte de su amigo y de mi
escapatoria. Había aguardado su momento y ahora, tras dar un rodeo hasta lo alto del
precipicio, estaba intentando conseguir lo que su camarada no había logrado.
No tuve mucho tiempo para pensar en ello, Watson. Volví a ver aquel siniestro
rostro sobre el borde del precipicio y supe que anunciaba la caída de otra piedra. Me
descolgué hasta el sendero. Creo que habría sido incapaz de hacerlo a sangre fría,
porque bajar era cien veces más difícil que subir, pero no tuve tiempo de pensar en el
peligro, pues otra roca pasó zumbando junto a mí mientras yo colgaba agarrado con
las manos al borde de la cornisa. A la mitad del descenso resbalé, pero gracias a Dios
fui a caer en el sendero, lleno de arañazos y sangrando. Eché a correr, recorrí en la
oscuridad diez millas de montaña y una semana después me encontraba en Florencia,
con la certeza de que nadie en el mundo sabía lo que había sido de mí.
Sólo he tenido un confidente, mi hermano Mycroft. Le pido mil perdones, querido
Watson, pero era fundamental que todos me creyeran muerto, y estoy completamente
seguro de que usted no habría podido escribir un relato tan convincente de mi
desdichado final si no hubiera estado convencido de que era cierto. Varias veces he
tomado la pluma para escribirle durante estos tres años, pero siempre temí que el
afecto que usted siente por mí le impulsara a cometer alguna indiscreción que
traicionara mi secreto. Por esta razón me alejé de usted esta tarde cuando usted tiró
mis libros, porque la situación era peligrosa y cualquier señal de sorpresa y emoción
por su parte podría haber llamado la atención hacia mi identidad, con consecuencias
lamentables e irreparables. En cuanto a Mycroft, tuve que confiar en él para obtener
el dinero que necesitaba. En Londres, las cosas no salieron tan bien como yo había
esperado, ya que el juicio contra la banda de Moriarty dejó en libertad a dos de sus
miembros más peligrosos, mis dos enemigos más encarnizados. Así pues, me dediqué
a viajar durante dos años por el Tibet, y me entretuve visitando Lhassa y pasando
unos días con el Gran Lama. Quizás haya leído usted acerca de las notables
exploraciones de un noruego apellidado Sigerson, pero estoy seguro de que jamás se
le ocurrió pensar que estaba recibiendo noticias de su amigo.
Después atravesé Persia, me detuve en La Meca y realicé una breve pero
interesante visita al califa de Jartum, cuyos resultados he comunicado al Foreign
Office. De regreso a Francia, pasé varios meses investigando sobre los derivados del
alquitrán de carbón en un laboratorio de Montpellier, en el sur de Francia. Habiendo
concluido la investigación con resultados satisfactorios, y enterado de que sólo
quedaba en Londres uno de mis enemigos, me disponía a regresar cuando recibí
noticias de este curioso misterio de Park Lane, que me hicieron ponerme en marcha
antes de lo previsto porque el caso no sólo me resultaba atractivo por sus propios
méritos, sino que parecía ofrecer interesantes oportunidades de tipo personal. Llegué
enseguida a Londres, me presenté en Baker Street provocándole un violento ataque
de histeria a la señora Hudson, y comprobé que Mycroft había mantenido mis
habitaciones y mis papeles tal y como siempre habían estado. Y así, querido Watson,
a las dos en punto del día de hoy me encontraba sentado en mi vieja butaca, en mi
vieja habitación, deseando que mi viejo amigo Watson ocupara la otra butaca, que
tantas veces había adornado con su persona.
Este fue el extraordinario relato que escuché aquella tarde de abril, un relato que
me habría parecido absolutamente increíble de no haberlo confirmado la visión de la
alta y enjuta figura y del rostro agudo y vivaz que yo habría creído que nunca
volvería a ver. De algún modo, Holmes se había enterado de la trágica pérdida que yo
había sufrido, y demostró sus simpatías con sus maneras mejor que con sus palabras.
—El trabajo es el mejor antídoto contra las penas, querido Watson —dijo—, y
esta noche tengo una tarea para nosotros dos que, si consigo rematarla con éxito,
justificaría por sí sola la vida de un hombre en este mundo.
Le rogué en vano que me explicara algo más.
—Antes de que amanezca habrá visto y oído lo suficiente —respondió—. Hay
mucho que hablar sobre los tres últimos años. Así ocuparemos el tiempo hasta las
nueve y media, hora en que emprenderemos la trascendental aventura de la casa
vacía.
A la hora mencionada, verdaderamente como en los viejos tiempos, yo iba
sentado junto a Holmes en un cabriolé, con un revólver en el bolsillo y la emoción de
la aventura en el corazón. Cada vez que la luz de las farolas iluminaba sus austeras
facciones, yo me fijaba en que tenía las cejas fruncidas y los finos labios apretados,
en señal de reflexión. Yo no sabía qué clase de fiera salvaje íbamos a cazar en la
tenebrosa selva del delito de Londres, pero por la actitud de aquel maestro de
cazadores me daba perfecta cuenta de que la aventura era de las más serias, y la
sonrisa sardónica que de cuando en cuando rompía su ascética seriedad no presagiaba
nada bueno para el objeto de nuestra persecución.
Había pensado que nos dirigíamos a Baker Street, pero Holmes hizo detenerse el
coche en la esquina de Cavendish Square. Al bajarse, me fijé en que dirigía
inquisitivas miradas a derecha e izquierda, y cada vez que llegábamos a una esquina
tomaba las máximas precauciones para asegurarse de que nadie nos seguía. Holmes
conocía a la perfección todas las callejuelas de Londres, y en esta ocasión me llevó
con paso rápido y seguro a través de una red de cocheras y establos cuya existencia
yo ni siquiera había sospechado. Salimos por fin a una callecita de casas antiguas y
fúnebres por las que llegamos a Manchester Street, y de ahí a Blanford Street. Aquí
nos metimos rápidamente por un estrecho pasaje, cruzamos un portón de madera que
daba a un patio desierto y entonces Holmes sacó una llave y abrió la puerta trasera de
una casa. Entramos en ella y Holmes cerró la puerta con llave.
Aunque la oscuridad era absoluta, resultaba evidente que se trataba de una casa
vacía. Nuestros pies hacían crujir y rechinar las tablas desnudas del suelo, y al
extender la mano toqué una pared cuyo empapelado colgaba en jirones. Los fríos y
huesudos dedos de Holmes se cerraron alrededor de mi muñeca y me guiaron a través
de un largo vestíbulo, hasta que percibí la luz mortecina que se filtraba por el sucio
tragaluz de la puerta. Entonces Holmes giró bruscamente a la derecha y nos
encontramos en una amplia habitación cuadrada, completamente vacía, con los
rincones envueltos en sombras y el centro débilmente iluminado por las luces de la
calle. No había ninguna lámpara a mano y las ventanas estaban cubiertas por una
gruesa capa de polvo, de manera que apenas podíamos distinguir nuestras figuras. Mi
compañero me puso la mano sobre el hombro y acercó los labios a mi oreja.
—¿Sabe usted dónde estamos? —susurró.
—Yo diría que ésa es Baker Street —respondí, mirando a través de la polvorienta
ventana.
—Exacto. Nos encontramos en Candem House, justo enfrente de nuestros viejos
aposentos.
—¿Y por qué estamos aquí?
—Porque aquí disfrutamos de una excelente vista de esa pintoresca mole.
¿Tendría la amabilidad, querido Watson, de acercarse un poco más a la ventana, con
mucho cuidado para que nadie pueda verle, y echar un vistazo a nuestras viejas
habitaciones, punto de partida de tantas de nuestras pequeñas aventuras? Veamos si
mis tres años de ausencia me han hecho perder la capacidad de sorprenderle.
Avancé con cuidado y miré hacia la ventana que tan bien conocía. Al posar los
ojos en ella, se me escapó una exclamación de asombro. La persiana estaba bajada y
una fuerte luz iluminaba la habitación. A través de la persiana iluminada se distinguía
claramente la negra silueta de un hombre sentado en un sillón. La postura de la
cabeza, la forma cuadrada de los hombros, las facciones afiladas, todo resultaba
inconfundible. Tenía la cara medio ladeada, y el efecto era similar al de aquellas
siluetas de cartulina negra que nuestros abuelos solían enmarcar. Se trataba de una
imagen perfecta de Holmes. Tan asombrado me sentía que extendí la mano para
asegurarme que el original se encontraba a mi lado. Allí estaba, estremeciéndose de
risa silenciosa.
—¿Qué tal? —preguntó.
—¡Cielo santo! —exclamé—. ¡Es maravilloso!
—Parece que ni los años han ajado ni la rutina ha viciado mi infinita variedad —
dijo Holmes, y se notaba en su voz la alegría y el orgullo del artista ante su creación
—. Se parece bastante a mí, ¿no cree?
—Estaría dispuesto a jurar que es usted.
—El mérito de la ejecución debe atribuirse a monsieur Oscar Meunier, de
Grenoble, que invirtió varios días en el modelado. Se trata de un busto de cera. El
resto lo apañé yo esta tarde, durante mi visita a Baker Street.
—Pero ¿por qué?
—Porque, mi querido Watson, tenía toda clase de razones para desear que ciertas
personas creyeran que yo estaba aquí, cuando en realidad me encontraba en otra
parte.
—¿Sospecha usted que alguien vigilaba esta casa?
—Sabía que la vigilaban.
—¿Quiénes?
—Mis antiguos enemigos, Watson. La encantadora organización cuyo jefe yace
en la catarata de Reichenbach. Recuerde usted que ellos, y sólo ellos, saben que sigo
vivo. Suponían que tarde o temprano regresaría a mis habitaciones, así que montaron
una vigilancia permanente y esta mañana me vieron llegar.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque reconocí a su centinela al mirar por la ventana. Se trata de un tipejo
inofensivo, apellidado Parker, estrangulador de oficio y muy buen tocador de
birimbao. Él no me preocupaba nada. Pero sí que me preocupaba, y mucho, el
formidable personaje que tiene detrás, el amigo íntimo de Moriarty, el hombre que
me arrojó las rocas en el desfiladero, el criminal más astuto y peligroso de Londres.
Ese es el hombre que viene a por mí esta noche, Watson; pero lo que no sabe es que
nosotros vamos a por él.
Poco a poco, los planes de mi amigo se iban revelando. Desde aquel cómodo
escondite podíamos vigilar a los vigilantes y perseguir a los perseguidores. La silueta
angulosa de la casa de enfrente era el cebo y nosotros éramos los cazadores.
Aguardamos silenciosos en la oscuridad, observando las apresuradas figuras que
pasaban y volvían a pasar frente a nosotros. Holmes permanecía callado e inmóvil,
pero yo me daba cuenta de que se mantenía en constante alerta, sin despegar los ojos
de la corriente de transeúntes. Era una noche fría y turbulenta y el viento silbaba
estridentemente a lo largo de la calle. Muchas personas iban y venían, casi todas
embozadas en sus abrigos y bufandas. Una o dos veces, me pareció ver pasar una
figura que ya había visto antes, y me fijé sobre todo en dos hombres que parecían
resguardarse del viento en el portal de una casa, a cierta distancia calle arriba. Intenté
llamar la atención de mi compañero hacia ellos, pero Holmes dejó escapar una
exclamación de impaciencia y continuó clavando la mirada en la calle. Más de una
vez dio pataditas en el suelo y tamborileó rápidamente con los dedos en la pared.
Resultaba evidente que se estaba impacientando y que sus planes no iban saliendo tal
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y como había calculado. Por fin, ya cerca de la medianoche, cuando la calle se iba
vaciando poco a poco, Holmes se puso a dar zancadas por la habitación, presa de una
agitación incontrolable. Me disponía a hacer algún comentario cuando levanté la
mirada hacia la ventana iluminada y sufrí una nueva sorpresa, casi tan fuerte como la
anterior. Agarré a Holmes por el brazo y señalé hacia arriba.
—¡La sombra se ha movido!
Efectivamente, ya no la veíamos de perfil, sino que ahora nos daba la espalda.
Evidentemente, los tres años de ausencia no habían suavizado las asperezas de su
carácter ni su irritabilidad ante inteligencias menos activas que la suya.
—¡Pues claro que se ha movido! —bufó—. ¿Me cree tan chapucero, Watson,
como para colocar un monigote inmóvil y esperar que varios de los hombres más
astutos de Europa se dejen engañar por él? Llevamos dos horas en esta habitación, y
durante este tiempo la señora Hudson ha cambiado de posición el busto ocho veces,
es decir, cada cuarto de hora. Se acerca siempre por delante de la figura, de manera
que no se vea su propia sombra. ¡Ah! —Holmes aspiró con agitación.
En la penumbra del cuarto pude ver que inclinaba la cabeza hacia delante, con
todo el cuerpo rígido, en actitud de atención. Es posible que los dos hombres que yo
había visto siguieran acurrucados en el portal, pero ya no los veía. Toda la calle
estaba silenciosa y oscura, con excepción de aquella brillante ventana amarilla que
teníamos enfrente, con la negra silueta proyectada en su centro. En medio del
absoluto silencio volví a oír aquel suave silbido que indicaba una intensa emoción
reprimida. Un instante después, Holmes me arrastró hacia el rincón más oscuro de la
habitación y me puso la mano sobre la boca en señal de advertencia. Los dedos que
me aferraban estaban temblando. Jamás había visto tan alterado a mi amigo, a pesar
de que la oscura calle permanecía aún desierta y silenciosa.
Pero, de pronto, percibí lo que sus sentidos, más agudos que los míos, ya habían
captado. A mis oídos llegó un sonido bajo y furtivo que no procedía de Baker Street,
sino de la parte trasera de la casa en la que nos ocultábamos. Una puerta se abrió y
volvió a cerrarse. Un instante después, se oyeron pasos en el pasillo, pasos que
pretendían ser sigilosos, pero que resonaban con fuerza en la casa vacía. Holmes se
agazapó contra la pared y yo hice lo mismo, con la mano cerrada sobre la culata de
mi revólver. Atisbando a través de las tinieblas, logré distinguir los contornos difusos
de un hombre, una sombra apenas más negra que la negrura de la puerta abierta. Se
quedó parado un instante y luego avanzó para entrar en la habitación, encogido y
amenazador. La siniestra figura se encontraba a menos de tres metros de nosotros, y
yo ya tensaba los músculos, dispuesto a resistir su ataque, cuando me di cuenta de
que él no había advertido nuestra presencia. Pasó muy cerca de nosotros, se acercó
con sigilo a la ventana y la alzó como un palmo, con mucha suavidad y sin hacer
ruido. Al agacharse hasta el nivel de la abertura, la luz de la calle, ya sin el filtro del
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cristal polvoriento, cayó de lleno sobre su rostro. El hombre parecía fuera de sí a
causa de la emoción. Sus ojos brillaban como estrellas y sus facciones temblaban. Se
trataba de un hombre de edad avanzada, con nariz fina y pronunciada, frente alta y
calva, y un enorme bigote canoso. Llevaba un sombrero de copa echado hacia atrás, y
bajo su abrigo desabrochado brillaba la pechera de un traje de etiqueta. Su rostro era
sombrío y atezado, surcado por profundas arrugas. En la mano llevaba algo que
parecía un bastón, pero que al apoyarlo en el suelo resonó con ruido metálico. A
continuación, sacó del bolsillo de su abrigo un objeto voluminoso y se enfrascó en
una tarea que concluyó con un fuerte chasquido, como el que produce un muelle o un
resorte al encajar en su sitio. Siempre con las rodillas en el suelo, se inclinó hacia
delante, aplicando todo su peso y su fuerza sobre alguna especie de palanca; el
resultado fue un prolongado chirrido que terminó también con un fuerte chasquido.
Entonces el hombre se enderezó y vi que lo que sostenía en la mano era una especie
de fusil, con una culata de forma extraña. Abrió la recámara, metió algo en ella y
cerró de golpe el cerrojo. Luego se volvió a agachar, apoyó el extremo del cañón en
el borde de la ventana abierta y vi cómo sus largos bigotes rozaban la culata mientras
sus ojos brillaban al enfilar el punto de mira. Oí un ligero suspiro de satisfacción
cuando se acomodó la culata en el hombro y comprobé el magnífico blanco que
ofrecía la silueta negra sobre fondo amarillo, en plena línea de tiro. El hombre
permaneció rígido e inmóvil durante un instante y luego su dedo se cerró sobre el
gatillo. Se oyó un fuerte y extraño zumbido y el prolongado tintineo de un cristal
hecho pedazos. En aquel instante, Holmes saltó como un tigre sobre la espalda del
tirador y le hizo caer de bruces. Pero, al momento, volvió a levantarse y agarró a
Holmes por el cuello con la fuerza de un loco. Le golpeé en la cabeza con la culata de
mi revólver y cayó de nuevo al suelo. Me lancé sobre él y, mientras lo sujetaba, mi
compañero hizo sonar con fuerza un silbato. Se oyeron pasos que corrían por la acera
y dos policías de uniforme, más un inspector de paisano, penetraron en tromba por la
puerta delantera.
—¿Es usted, Lestrade? —preguntó Holmes.
—Sí, señor Holmes. Quise ocuparme yo mismo de este asunto. ¡Qué alegría
volverle a ver en Londres, señor!
—Pensé que no le vendría mal un poco de ayuda extraoficial. Tres asesinatos sin
resolver en un año no indican nada bueno, Lestrade. Sin embargo, en el misterio de
Molesey no se comportó usted con su habitual..., quiero decir, lo llevó usted bastante
bien.
Nos habíamos puesto de pie y nuestro prisionero jadeaba ruidosamente con un
fornido policía a cada lado. En la calle empezaban ya a reunirse grupillos de curiosos.
Holmes se acercó a la ventana, la cerró y bajó las persianas. Lestrade había sacado
dos velas y los policías habían destapado sus linternas. Entonces pude, por fin,
echarle un buen vistazo a nuestro prisionero. El rostro que nos encaraba era
tremendamente viril, pero de expresión siniestra, con la frente de un filósofo por
arriba y la mandíbula de un depravado por abajo. Debía de tratarse de un hombre con
grandes dotes tanto para el bien como para el mal, pero resultaba imposible mirar sus
ojos azules y crueles, con los párpados caídos y la mirada cínica, o la agresiva nariz
en punta y la amenazadora frente surcada de arrugas, sin leer en ellos las claras
señales de peligro colocadas por la Naturaleza. No hacía caso de ninguno de nosotros
y mantenía los ojos clavados en el rostro de Holmes, con una expresión que
combinaba a partes iguales el odio y el asombro. Y no dejaba de murmurar entre
dientes:
—¡Maldito demonio! ¡Maldito demonio astuto!
—¡Ah coronel! —dijo Holmes, arreglándose el arrugado cuello de la camisa—.
Nunca es tarde si la dicha es buena, como dice el refrán. Creo que no he tenido el
gusto de verle desde que me hizo objeto de sus atenciones cuando yo estaba en
aquella cornisa sobre la catarata de Reichenbach.
El coronel seguía mirando a mi amigo como si estuviera en trance.
—Todavía no les he presentado —dijo Holmes—. Este caballero es el coronel
Sebastian Moran, que perteneció al ejército de Su Majestad en la India y que ha sido
el mejor cazador de caza mayor que ha producido nuestro Imperio Occidental. ¿Me
equivoco, coronel, al decir que nadie le ha superado aún en número de tigres
cazados?
El feroz anciano no dijo nada y siguió fulminando con la mirada a mi compañero;
con sus ojos de salvaje y su hirsuto bigote, él mismo se parecía prodigiosamente a un
tigre.
—Parece mentira que mi sencillísima estratagema haya engañado a un shikari con
tanta experiencia —dijo Holmes—. Debería resultarle muy conocida. ¿Nunca ha
atado usted un cabrito debajo de un árbol, para apostarse entre las ramas con su rifle y
aguardar a que el cebo atrajera al tigre? Pues esta casa vacía es mi árbol y usted es mi
tigre. Es posible que llevara usted rifles de reserva, por si se presentaban varios tigres
o por si se daba la improbable circunstancia de que le fallara la puntería. Pues bien —
dijo señalando a su alrededor—, éstos son mis rifles de reserva. El paralelismo es
exacto.
El coronel Moran dio un paso adelante, rugiendo de rabia, pero los policías le
hicieron retroceder. La furia que despedía su rostro era algo terrible de contemplar.
—Confieso que me tenía usted reservada una pequeña sorpresa —continuó
Holmes—. No se me ocurrió que también usted utilizaría esta casa vacía y esta
ventana tan conveniente. Había supuesto que actuaría usted desde la calle, donde mi
amigo Lestrade y sus alegres camaradas le estaban aguardando. Exceptuando este
detalle, todo ha salido como yo esperaba.
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El coronel Moran se volvió hacia el inspector.
—Puede que tengan ustedes una causa justificada para detenerme y puede que no
—dijo—. Pero, desde luego, no existe razón alguna por la que tenga que aguantar las
burlas de este individuo. Si estoy en manos de la ley, que las cosas se hagan de
manera legal.
—Bien, eso es bastante razonable —dijo Lestrade—. ¿No tiene nada más que
decir antes de que nos vayamos, señor Holmes?
Holmes había recogido del suelo el potente fusil de aire comprimido y estaba
examinando su mecanismo.
—Un arma admirable y originalísima —dijo—. Silenciosa y de tremenda
potencia. Llegué a conocer a Von Herder, el mecánico alemán ciego que la construyó
por encargo del difunto profesor Moriarty. Durante años he sabido de su existencia,
pero hasta ahora no había tenido la oportunidad de examinarla. Se la encomiendo de
manera muy especial, Lestrade, junto con sus correspondientes balas.
—Puede usted confiarla a nuestro cuidado, señor Holmes —dijo Lestrade
mientras todo el grupo se dirigía hacia la puerta—. ¿Algo más?
—Sólo preguntar de qué piensa usted acusar al detenido.
—¿De qué, señor? Pues, naturalmente, de intentar asesinar al señor Sherlock
Holmes.
—De eso, nada, Lestrade. No tengo ninguna intención de aparecer en el asunto. A
usted, y sólo a usted, le corresponde el mérito de la importantísima detención que
acaba de practicar. Sí, Lestrade, le felicito. Con su habitual combinación de astucia y
audacia, ha conseguido usted atraparlo.
—¡Atraparlo! ¿Atrapar a quién, señor Holmes?
—Al hombre que toda la policía ha estado buscando en vano: al coronel Sebastian
Moran, que asesinó al honorable Ronald Adair con una bala explosiva, disparada con
un fusil de aire comprimido a través de la ventana del segundo piso de Park Lane,
número 427, el día 30 del mes pasado. Esa es la acusación, Lestrade. Y ahora,
Watson, si es usted capaz de soportar la corriente que se forma con una ventana rota,
creo que le resultará muy entretenido y provechoso pasar media hora en mi estudio
mientras fuma un cigarro.
Nuestras antiguas habitaciones se habían mantenido inalteradas gracias a la
supervisión de Mycroft Holmes y a los servicios inmediatos de la señora Hudson. Es
cierto que al entrar observé una pulcritud desacostumbrada, pero los viejos puntos de
referencia seguían todos en su sitio. Allí estaba el rincón de química, con la mesa de
madera manchada de ácido. Sobre un estante se veía la formidable hilera de álbumes
de recortes y libros de consulta que tantos de nuestros conciudadanos habrían
quemado con sumo placer. Los gráficos, el estuche de violín, el colgador de pipas...,
hasta la babucha persa que contenía el tabaco..., todo me saltaba a la vista al mirar a
mi alrededor. En la habitación había dos ocupantes: uno de ellos era la señora
Hudson, que nos miró radiante al vernos entrar; el otro era el extraño maniquí que tan
importante papel había desempeñado en las aventuras de aquella noche. Era un busto
de mi amigo en cera de color, admirablemente ejecutado y con un parecido absoluto.
Estaba colocado sobre una mesita que le servía de pedestal y envuelto en una vieja
bata de Holmes, de manera que, visto desde la calle, la ilusión era perfecta.
—Confío en que tomaría usted todas las precauciones, señora Hudson —dijo
Holmes.
—Me acerqué de rodillas, señor Holmes, tal como usted me dijo.
—Excelente. Lo ha hecho usted muy bien. ¿Se fijó en dónde fue a pegar la bala?
—Sí, señor. Me temo que ha estropeado su magnífico busto, porque le atravesó la
cabeza y fue a aplastarse contra la pared. La recogí de la alfombra y aquí la tiene.
Holmes me la mostró.
—Una bala de revólver blanda, como puede ver, Watson. Una idea genial. ¿Quién
iba a imaginar que se podía disparar esto con un fusil de aire comprimido? Muy bien,
señora Hudson, le estoy agradecido por su cooperación. Y ahora, Watson, haga el
favor de ocupar una vez más su antiguo asiento, ya que me gustaría discutir con usted
varios detalles.
Se había despojado de la raída levita y era de nuevo el Holmes de los viejos
tiempos, con el batín de color parduzco con que había vestido a su efigie.
—Los nervios del viejo shikari siguen tan bien templados como siempre, y su
vista igual de aguda —dijo riendo, mientras inspeccionaba la frente reventada de su
busto—. Un balazo en el centro de la nuca, que atraviesa el cerebro de parte a parte.
Era el mejor tirador de la India y no creo que haya muchos en Londres que le
superen. ¿No había oído hablar de él?
—Nunca.
—¡Qué injusta es la fama! Aunque, si no recuerdo mal, tampoco había usted oído
hablar del profesor James Moriarty, que poseía uno de los mejores cerebros de este
siglo. Haga el favor de pasarme mi índice de biografías, que está en ese estante.
Fue pasando las páginas con indolencia, echándose hacia atrás en su asiento y
emitiendo grandes nubes de humo con su cigarro.
—Mi colección de emes es de lo mejorcito —dijo—. Sólo con Moriarty bastaría
para dar prestigio a una letra, y aquí tenemos además a Morgan, el envenenador,
Merridew, de funesto recuerdo, y Mathews, que me saltó el colmillo izquierdo de un
puñetazo en la sala de espera de Charing Cross. Y aquí tenemos por fin a nuestro
amigo de esta noche.
Me pasó el libro y leí: «Moran, Sebastian, coronel. Sin empleo. Sirvió en el 1° de
Zapadores de Bengalore. Nacido en Londres en 1840. Hijo de sir Augustus Moran,
C.B., ex embajador británico en Persia. Educado en Eton y Oxford. Sirvió en la
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campaña de Jowaki, en la campaña de Afganistán, en Charasiab (menciones
elogiosas), Sherpur y Kabul. Autor de Caza mayor en el Himalaya occidental, 1881;
Tres meses en la jungla, 1884. Dirección: Conduit Street. Clubes: el Anglo-Indio, el
Tankerville, el Bagatelle Card Club.»
Al margen aparecía escrito, con la letra precisa de Holmes:
«El segundo hombre más peligroso de Londres.»
—Es asombroso —dije, devolviéndole el volumen—. La carrera de este hombre
es la de un militar honorable.
—Es cierto —respondió Holmes—. Hasta cierto punto, se portó muy bien.
Siempre fue un hombre con nervios de acero, y todavía se cuenta en la India la
historia de cuando se arrastró por una acequia persiguiendo a un tigre herido,
devorador de hombres. Algunos árboles, Watson, crecen derechos hasta cierta altura y
de pronto desarrollan cualquier extraña deformidad. Lo mismo sucede a menudo con
las personas. Sostengo la teoría de que el desarrollo de cada individuo representa la
sucesión completa de sus antepasados, y que cualquier giro repentino hacia el bien o
hacia el mal obedece a una poderosa influencia introducida en su árbol genealógico.
La persona se convierte, podríamos decir, en una recapitulación de la historia de su
familia.
—Una teoría bastante extravagante, diría yo.
—Bien, no insistiré en ello. Por la causa que fuera, el coronel Moran, empezó a
descarriarse. Aún sin dar lugar a ningún escándalo público, la India le llegó a resultar
demasiado incómoda. Se retiró, vino a Londres y también aquí adquirió mala
reputación. Fue entonces cuando le localizó el profesor Moriarty, para quien actuó
durante algún tiempo como jefe de su Estado Mayor. Moriarty le proporcionaba
dinero en abundancia, y sólo le utilizó en uno o dos trabajos de primerísima
categoría, que quedaban fuera del alcance de un criminal corriente. Quizás recuerde
usted la muerte de la señora Stewart, de Lauder, en 1887. ¿No? Bueno, pues estoy
seguro que Moran estuvo en el fondo del asunto; pero no se pudo demostrar nada. El
coronel tenía las espaldas tan bien cubiertas que, incluso después de la
desarticulación de la banda de Moriarty, resultó imposible acusarle de nada. ¿Se
acuerda de aquella noche en que fui a su casa y cerré las contraventanas por temor a
los fusiles de aire comprimido? Sabía muy bien lo que me hacía: estaba enterado de
la existencia de este extraordinario fusil y sabía también que lo manejaba uno de los
mejores tiradores del mundo. Cuando fuimos a Suiza, él nos siguió en compañía de
Moriarty, y no cabe duda de que fue él quien me hizo pasar aquellos cinco minutos de
infierno en la cornisa de Reichenbach.
Como podrá usted suponer, durante mi estancia en Francia leí con bastante
atención los periódicos, a la espera de una oportunidad de echarle el guante. Mi vida
no tenía sentido mientras él anduviese suelto por Londres. Su sombra pesaría sobre
mí noche y día, y tarde o temprano encontraría una oportunidad de caer sobre mí.
¿Qué podía hacer? No podía buscarle y pegarle un tiro, porque iría a parar a la cárcel.
Tampoco serviría de nada recurrir a un magistrado. Los jueces no pueden actuar
basándose en lo que a ellos tiene que parecerles una sospecha disparatada. Así que no
podía hacer nada. Pero seguía leyendo los sucesos, porque estaba seguro de que tarde
o temprano le pillaría. Y entonces se produjo la muerte de este Ronald Adair. ¡Por fin
había llegado mi oportunidad! Sabiendo lo que yo sabía, ¿no resultaba evidente que
el coronel Moran era el culpable? Había jugado a las cartas con el joven; le había
seguido a su casa desde el club; le había disparado a través de la ventana abierta. No
cabía duda alguna. Sólo con las balas bastaría para echarle la soga al cuello. Así que
vine inmediatamente. El hombre que vigilaba mi casa me vio, y yo estaba seguro de
que informaría a su jefe de mi presencia. Como es natural, el coronel relacionaría mi
súbito regreso con su crimen y se alarmaría terriblemente. No me cabía duda de que
intentaría quitarme de en medio cuanto antes, para lo cual traería su arma asesina. Le
dejé un blanco perfecto en la ventana y, después de avisar a la policía de que sus
servicios podrían ser necesarios —por cierto, Watson, usted los localizó a la
perfección en aquel portal—, me instalé en lo que me pareció un excelente puesto de
observación, sin imaginar que él elegiría el mismo lugar para atacar. Y ahora, querido
Watson, ¿queda algo por aclarar?
—Sí —dije—. No ha explicado todavía qué motivos tenía el coronel Moran para
asesinar al honorable Ronald Adair.
—¡Ah, querido Watson, aquí entramos en el terreno de las conjeturas, donde la
mente más lógica puede fracasar! Cada uno puede elaborar su propia hipótesis,
basándose en las pruebas existentes, y la suya tiene tantas posibilidades de acertar
como la mía.
—Pero usted tiene ya la suya, ¿no?
—Creo que no resulta difícil explicar los hechos. Quedó demostrado que el
coronel Moran y el joven Adair habían ganado una suma considerable jugando de
compañeros. Ahora bien, es indudable que Moran hizo trampas; sé desde hace mucho
tiempo que las hacía. Supongo que el día del crimen Adair se dio cuenta que Moran
era un tramposo. Lo más probable es que hablara con él en privado, amenazándole
con revelar la verdad a menos que Moran se diese de baja en el club y prometiera no
volver a jugar a las cartas. Es muy poco probable que un joven como Adair provocase
un escándalo de buenas a primeras denunciando a un hombre muy conocido y mucho
mayor que él. Lo lógico es que actuara tal como yo digo. Para Moran, quedar
excluido de los clubes significaba la ruina, ya que vivía de lo que ganaba trampeando
a las cartas. Así que asesinó a Adair, que en aquel mismo momento estaba calculando
el dinero que tenía que devolver, ya que consideraba inaceptable quedarse con el
fruto de las trampas de su compañero. Cerró la puerta para que las damas no le
sorprendieran e insistieran en que les explicara lo que estaba haciendo con la lista y el
dinero. ¿Qué tal se sostiene esto?
—Estoy convencido de que ha dado usted en el clavo.
—El juicio lo confirmará o lo desmentirá. Mientras tanto, y pase lo que pase, el
coronel Moran no nos molestará más, el famoso fusil de aire comprimido de Von
Herder pasará a adornar el museo de Scotland Yard, y Sherlock Holmes queda libre
de nuevo para dedicar su vida a examinar los interesantes problemillas que la
complicada vida de Londres nos plantea sin cesar.