MADAME BOVARY. fragmento capítulo 9 Libro II
Rodolfo
y Ernma siguieron así el lindero del bosque. Ella se volvía de vez en cuando a
fin de evitar su mirada, y entonces no veía más que los troncos de los abetos
alineados, cuya sucesión continuada le aturdía un poco. Los caballos
resoplaban. El cuero de las sillas crujía.
En el momento en que entraron en el
bosque salió el sol.
‑¡Dios nos protege! ‑dijo Rodolfo.
‑¿Usted cree? ‑dijo ella.
‑¡Avancemos!, ¡avancemos! ‑replicó él.
Chasqueó la lengua. Los dos animales
corrían. Largos helechos a orilla del camino prendían en el estribo de Emma. Rodolfo,
sin pararse, se inclinaba y los retiraba al mismo tiempo. Otras veces, para
apartar las ramas, pasaba cerca de ella, y Emma sentía su rodilla rozarle la
pierna. El cielo se había vuelto azul. No se movía una hoja. Había grandes
espacios llenos de brezos completamente floridos, y mantos de violetas alternaban
con el revoltijo de los árboles, que eran grises, leonados o dorados, según la
diversidad de los follajes. A menudo se oía bajo los matorrales deslizarse un
leve batir de alas, o bien el graznido ronco y suave de los cuervos, que
levantaban el vuelo entre los robles. Se apearon. Rodolfo ató los caballos.
Ella iba delante, sobre el musgo, entre las rodadas.
Pero su vestido demasiado largo la
estorbaba aunque lo llevaba levantado por la cola, y Rodolfo, caminando detrás
de ella, contemplaba entre aquella tela negra y la botina negra, la delicadeza
de su media blanca, que le parecía algo de su desnudez. Emma se paró.
‑Estoy cansada ‑dijo.
‑¡Vamos, siga intentando! ‑repuso él‑.
¡Ánimo!
Después, cien pasos más adelante, se
paró de nuevo; y a través de su velo, que desde su sombrero de hombre bajaba
oblicuamente sobre sus caderas, se distinguía su cara en una transparencia
azulada, como si nadara bajo olas de azul.
‑¿Pero adónde vamos?
Él no contestó nada. Ella respiraba de
una forma entrecortada. Rodolfo miraba alrededor de él y se mordía el bigote.
Llegaron a un sitio más despejado donde
habían hecho cortas de árboles. Se sentaron sobre un tronco, y Rodolfo empezó
a hablarle de su amor.
No la asustó nada al principio con
cumplidos. Estuvo tranquilo, serio, melancólico.
Emma le escuchaba con la cabeza baja,
mientras que con la punta de su pie removía unas virutas en el suelo.
Pero en esta frase:
‑¿Acaso nuestros destinos no son ya
comunes?
‑¡Pues no! ‑respondió ella‑. Usted lo
sabe bien. Es imposible.
Emma se levantó para marchar. Él la
cogió por la muñeca. Ella se paró. Después, habiéndole contemplado unos minutos
con ojos enamorados y completamente húmedos, le dijo vivamente:
‑¡Vaya!, no hablemos más de esto...
¿dónde están los caballos? ¡Volvámonos!
Él tuvo un gesto de cólera y de
fastidio. Ella repitió:
‑¿Dónde están los caballos?, ¿dónde
están los caballos?
Entonces Rodolfo, con una extraña
sonrisa y con la mirada fija, los dientes apretados, se adelantó abriendo los
brazos. Ella retrocedió temblando. Balbuceaba:
‑¡Oh! ¡Usted me da miedo! ¡Me hace
daño! Vámonos.
Y él se volvió enseguida respetuoso,
acariciador, tímido.
‑Ya que no hay más remedio ‑replicó él,
cambiando de talante.
Emma le ofreció su brazo. Dieron
vuelta. Él decía:
‑¿Qué le pasaba? ¿Por qué? No la he
entendido. Usted se equivoca conmigo sin duda. Usted está en mi alma como una
madona sobre un pedestal, en un lugar elevado, sólido a inmaculado. Pero la
necesito para vivir. ¡Necesito sus ojos, su voz, su pensamiento! ¡Sea mi amiga,
mi hermana, mi ángel!
Y alargaba el brazo y le estrechaba la
cintura. Ella trataba débilmente de desprenderse. Él la retenía así, caminando.
Pero oyeron los dos caballos que
ramoneaban el follaje.
‑¡Oh!, un poco más ‑dijo Rodolfo‑. ¡No
nos vayamos!, ¡quédese!
La llevó más lejos, alrededor de un
pequeño estanque, donde las lentejas de agua formaban una capa verde sobre las
ondas. Unos nenúfares marchitos se mantenían inmóviles entre los juncos. Al
ruido de sus pasos en la hierba, unas ranas saltaban para esconderse.
‑Hago mal, hago mal ‑decía ella‑. Soy
una loca haciéndole caso.
‑¿Por qué?... ¡Emma! ¡Emma!
‑¡Oh, Rodolfo!... ‑dijo lentamente la
joven mujer apoyándose en su hombro.
La tela de su vestido se prendía en el
terciopelo de la levita de Rodolfo; inclinó hacia atrás su blanco cuello, que
dilataba con un suspiro; y desfallecida, deshecha en llanto, con un largo
estremecimiento y tapándose la cara, se entregó.
Caían las sombras de la tarde, el sol
horizontal que pasaba entre las ramas le deslumbraba los ojos. Por un lado y
por otro, en torno a ella, en las hojas o en el suelo, temblaban unas manchas
luminosas, como si unos colibríes al volar hubiesen esparcido sus plumas. El
silencio era total; algo suave parecía salir de los árboles; Emma se sentía el
corazón, cuyos latidos recomenzaban, y la sangre que corría por su carne como
un río de leche. Entonces oyó a lo lejos, más a11á del bosque, sobre las otras
colinas, un grito vago y prolongado, una voz que se perdía y ella la escuchaba
en silencio, mezclándose como una música a las últimas vibraciones de sus
nervios alterados. Rodolfo, con el cigarro entre los dientes, recomponía con su
navaja una de las riendas que se había roto.
Regresaron a Yonville por el mismo
camino, volvieron a ver sobre el barro las huellas de sus caballos, unas al
lado de las otras, y los mismos matorrales, las mismas piedras en la hierba.
Nada había cambiado en torno a ellos; y sin embargo, para ella había ocurrido
algo más importante que si las montañas se hubiesen desplazado. Rodolfo de vez
en cuando se inclinaba y le tomaba la mano para besársela.
¡Estaba encantadora a caballo! Erguida,
con su talle fino, la rodilla doblada sobre las crines del animal y ligeramente
coloreada por el aire libre sobre el fondo rojizo de la tarde.
Al entrar en Yonville caracoleó sobre
el pavimento.
Desde las ventanas la miraban.
Su marido en la cena le encontró buen
aspecto; pero ella pareció no oírlo cuando le preguntó sobre su paseo; y
siguió con el codo al borde de su plato, entre las dos velas encendidas.
‑¡Emma! ‑dijo él.
‑¿Qué?
‑Bueno, he pasado esta tarde por casa
del señor Alexandre; tiene una vieja potranca todavía muy buena, con una pequeña
herida en la rodilla solamente, y que nos dejarían, estoy seguro, por unos cien
escudos...
Y añadió:
‑Incluso pensando que te gustaría, la
he apalabrado..., la he comprado... ¿He hecho bien? ¡Dímelo!
Ella movió la cabeza en señal de
asentimiento; luego, un cuarto de hora después:
Sales esta noche? ‑preguntó ella.
‑Sí, ¿por qué?
‑¡Oh!, nada, nada, querido.
Y cuando quedó libre de Carlos, Emma
subió a encerrarse en su habitación. Al principio sintió como un mareo; veía
los árboles, los caminos, las cunetas, a Rodolfo, y se sentía todavía
estrechada entre sus brazos, mientras que se estremecía el follaje y silbaban
los juncos.
Pero al verse en el espejo se asustó de
su cara. Nunca había tenido los ojos tan grandes, tan negros ni tan profundos.
Algo sutil esparcido sobre su persona la transfiguraba.
Se repetía: «¡Tengo un amante!, ¡un
amante!», deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra
pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de
felicidad que tanto había ansiado.
Penetraba en algo maravilloso donde
todo sería pasión, éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las
cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia
ordinaria no aparecía sino a to lejos, muy abajo, en la sombra, entre los
intervalos de aquellas alturas.
Entonces recordó a las heroínas de los
libros que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a
cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser
como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño
de su juventud, contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado.
Además, Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había
sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo
entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación,
sin turbación alguna.
El día siguiente pasó en una calma
nueva. Se hicieron juramentos. Ella le contó sus tristezas. Rodolfo le
interrumpía con sus besos; y ella le contemplaba con los párpados entornados,
le pedía que siguiera llamándola por su nombre y que repitiera que la amaba.
Esto era en el bosque, como la víspera, en una cabaña de almadreñeros. Sus
paredes eran de paja y el tejado era tan bajo que había que agacharse. Estaban
sentados, uno junto al otro, en un lecho de hojas secas.
A partir de aquel día se escribieron
regularmente todas las tardes. Emma llevaba su carta al fondo de la huerta,
cerca del río, en una grieta de la terraza. Rodolfo iba a buscarla a11í y colocaba
otra, que ella tildaba siempre de muy corta.
Una mañana en que Carlos había salido
antes del amanecer, a Emma se le antojó ver a Rodolfo al instante. Se podía
llegar pronto a la Huchette, permanecer a11í una hora y estar de vuelta en
Yonville cuando todo el mundo estuviese aún durmiendo. Esta idea la hizo
jadear de ansia, y pronto se encontró en medio de la pradera, donde caminaba a
pasos rápidos sin mirar hacia atrás.
Empezaba a apuntar el día. Emma, de
lejos, reconoció la casa de su amante, cuyas dos veletas en cola de milano se
recortaban en negro sobre el pálido crepúsculo.
Pasado el corral de la granja había un
cuerpo de edificio que debía de ser el palacio. Ella entró como si las paredes,
al acercarse ella, se hubieran separado por sí solas. Una gran escalera recta
subía hacia el corredor. Emma giró el pestillo de una puerta, y de pronto, en
el fondo de la habitación, vio a un hombre que dormía. Era Rodolfo. Ella lanzó
un grito.
‑¡Tú aquí! ¡Tú aqul! ‑repetía él‑.
¿Cómo has hecho para venir?... ¡Ah!, ¡tu vestido está mojado!
‑¡Te quiero! ‑respondió ella pasándole
los brazos alrededor del cuello.
Como esta primera audacia le había
salido bien, ahora cada vez que Carlos salía temprano, Emma se vestía deprisa y
bajaba de puntillas la escalera que llevaba hasta la orilla del agua.
Pero cuando la pasarela de las vacas
estaba levantada, había que seguir las paredes que se extendían a lo largo del
río; la orilla era resbaladiza; ella, para no caer, se agarraba con la mano a
los matojos de alhelíes marchitos. Después atravesaba los terrenos labrados
donde se hundía, se tambaleaba y se le enredaban sus finas botas. Su pañoleta,
atada a la cabeza, se agitaba al viento en los pastizales; tenía miedo a los
bueyes, echaba a correr; llegaba sin aliento, con las mejillas rosadas y
exhalando un fresco perfume de savia, de verdor y de aire libre. Rodolfo a
aquella hora aún estaba durmiendo. Era como una mañana de primavera que entraba
en su habitación.
Las cortinas amarillas a lo largo de
las ventanas dejaban pasar suavemente una pesada luz dorada. Emma caminaba a
tientas, abriendo y cerrando los ojos, mientras que las gotas de rocío
prendidas en su pelo hacían como una aureola de topacios alrededor de su cara.
Rodolfo, riendo, la atraía hacia él y la estrechaba contra su pecho.
Después, ella examinaba el piso, abría
los cajones de los muebles, se peinaba con el peine de Rodolfo y se miraba en
el espejo de afeitarse. A veces, incluso, metía entre sus dientes el tubo de
una gran pipa que estaba sobre la mesa de noche, entre limones y terrones de
azúcar, al lado de una botella de agua.
Necesitaban un buen cuarto de hora para
despedirse. Entonces Emma lloraba; hubiera querido no abandonar nunca a
Rodolfo. Algo más fuerte que ella la empujaba hacia él, de tal modo que un día,
viéndola aparecer de improviso, él frunció el ceño como alguien que está
contrariado.
‑¿Qué tienes? ‑dijo ella‑. ¿Estás malo?
¡Háblame!
Por fin, él declaró, en tono serio, que
sus visitas iban siendo imprudentes y que ella se comprometía.