Carta al padre
Queridísimo padre:
Hace poco me preguntaste por
qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte
una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en
parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito
muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando
hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será de un
modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me
disminuyen frente a ti, incluso escribiendo, y porque la
amplitud de la materia supera mi memoria y mi capacidad de
raciocinio.
A ti la cosa
siempre te ha resultado muy sencilla, al menos en la medida en que
has hablado de ella delante de mí y delante
-indiscriminadamente- de muchos otros. Tú piensas más o menos lo
siguiente: has trabajado a destajo tu vida entera, lo has
sacrificado todo por tus hijos, muy especialmente por mí, lo
que me ha permitido vivir «por todo lo alto», he tenido completa
libertad para estudiar lo que me ha apetecido, no tengo motivos
de preocupación en cuanto al pan de cada día, o sea, no tengo
motivo alguno de preocupación; tú no has exigido a cambio gratitud,
conoces «la gratitud de los hijos», pero sí al menos una cierta
deferencia, alguna que otra muestra de simpatía; en lugar de eso, yo
siempre me he escabullido de tu presencia, refugiándome en mi
habitación, en los libros, en amigos chalados, en ideas exaltadas;
nunca he hablado abiertamente contigo, nunca me he puesto a tu lado
en el templo, jamás te he ido a ver a Franzensbad ,
ni
en general he tenido nunca espíritu de familia, no me he ocupado
de la tienda ni de tus demás asuntos, te he endosado la fábrica
y después te he dejado plantado, a Ottla
la he apoyado en su caprichosa testarudez y mientras que por ti
no muevo un dedo (ni siquiera te traigo entradas para el teatro),
por los amigos lo hago todo. Si resumes lo que piensas de mí, el
resultado es que no me echas en cara nada propiamente inmoral o
malo (a excepción tal vez de mi último proyecto matrimonial),
pero sí frialdad, rareza, ingratitud. Y me lo echas en cara de una
manera como si fuese culpa mía, como si yo hubiese podido cambiarlo
todo con sólo dar un giro al volante, mientras que tú no tienes la
menor culpa, como no sea la de haber sido demasiado bueno conmigo.
Esta forma tuya habitual de
presentar las cosas la considero acertada sólo en el sentido de
que yo también creo que tú no tienes en absoluto la culpa de
nuestro mutuo distanciamiento. Pero tampoco la tengo yo, en
absoluto. Si pudiese llegar a convencerte de ello, entonces sería
posible, no una nueva vida, para eso ya tenemos los dos demasiados
años, pero sí una especie de paz; sería posible, no que dejaras
tus incesantes reproches, pero sí que los suavizaras.
Es curioso,
pero una cierta idea de lo que quiero decir sí que tienes. Así, por
ejemplo, hace poco me dijiste: «Yo siempre te he querido,
aunque exteriormente no haya sido contigo como suelen ser otros
padres, precisamente porque no sé disimular como otros». Yo, padre,
nunca he puesto en duda, en general, tu bondad para conmigo, pero esa
observación no la considero acertada. Tú no sabes disimular, eso es
cierto, pero sólo por ese motivo querer afirmar que los otros
padres disimulan
es, o bien puras ganas de no dar el brazo a torcer, y entonces no
vale la pena seguir discutiendo, o bien (y de eso se trata realmente,
en mi opinión) una forma velada de expresar que algo no
funciona entre nosotros y que tú has contribuido, aunque sin culpa,
a que así sea. Si realmente es esto lo que piensas, estamos de
acuerdo.
No digo,
naturalmente, que yo sea lo que soy solamente debido a tu influencia.
Eso sería muy exagerado (y yo incluso tiendo a esa
exageración). Es muy posible que, aunque me hubiese criado
completamente fuera de tu influencia, no hubiera llegado a ser la
persona que tú habrías deseado. Probablemente hubiera sido un
ser débil, pusilánime, vacilante, inquieto, ni un Robert
Kafka ni un Karl
Hermann, pero
completamente distinto del que realmente soy, y tú y yo nos
habríamos entendido a las mil maravillas. Yo habría sido feliz
de tenerte como amigo, como jefe, como tío, como abuelo, sí,
incluso (si bien aquí ya vacilo más) como suegro. Pero justamente
como padre has sido demasiado fuerte para mí, sobre todo porque mis
hermanos murieron pequeños, las hermanas llegaron mucho después, y
yo tuve que resistir completamente solo el primer embate y fui
demasiado débil para ello.
Compáranos
a los dos: yo, para expresarlo muy brevemente, un Löwy con
cierto fondo de los Kafka,
pero
un fondo que no entra en actividad por la voluntad de vida, de
negocios, de conquista, de los Kafka,
sino
por un aguijón de los Löwy que empuja en otra dirección y de un
modo más secreto, más recatado, y que muchas veces deja por
completo de empujar. Tú en cambio un auténtico Kafka
en
fuerza, salud, apetito, volumen de voz, elocuencia,
autocomplacencia, sentimiento de superioridad, tenacidad, presencia
de espíritu, don de gentes, una cierta generosidad, pero
también, como es natural, con todos los defectos y deficiencias,
inherentes a esas cualidades, a que te incita tu temperamento y
a veces tu irascibilidad. Quizás no seas un Kafka
completo
en tu visión general del mundo, si te comparo con los tíos
Philipp, Ludwig
o
Heinrich.
Esto
es curioso, no tengo muy claro este punto. Todos eran más alegres,
más naturales, más espontáneos, más vividores, menos
estrictos que tú. (En eso, por cierto, he heredado mucho de ti y he
administrado la herencia demasiado bien, sin tener, por otra
parte, como tienes tú, la necesaria contrapartida en mi forma de
ser.) Por otro lado, quizás hayas pasado por otras épocas en este
aspecto, quizás hayas sido más alegre, antes de que tus hijos,
sobre todo yo, te defraudaran y te agobiaran en casa (cuando llegaba
gente extraña, eras distinto), y ahora quizás te hayas vuelto otra
vez más alegre, por darte los nietos y el yerno algo de ese calor
que los hijos, a excepción tal vez de Valli,
no
pudieron darte. En cualquier caso éramos tan dispares y en esa
disparidad tan peligrosos el uno para el otro que, si se hubiese
podido hacer una especie de cálculo anticipado de cómo yo, el niño
de tan lento desarrollo, y tú, el hombre hecho y derecho,
íbamos a comportarnos recíprocamente, se habría podido suponer que
tú me aplastarías simplemente de un pisotón, que no quedaría nada
de mí. Sin embargo, no sucedió tal cosa, lo que tiene vida no es
predecible, pero quizás haya sucedido algo peor. Y al decirte
esto, te ruego encarecidamente que no olvides que ni por lo más
remoto he creído yo nunca en una culpabilidad de tu parte. Tú
hiciste en mí el efecto que tenías que hacer, pero, por favor, deja
de considerar como una malignidad especial mía el hecho de haber
sucumbido a ese efecto.
He sido un
niño miedoso; sin embargo, también era seguramente testarudo,
como son los niños; es probable que también me malcriara mi madre,
pero no puedo creer que fuese especialmente indócil, no puedo
creer que una palabra amable, un silencioso coger-de-la-mano, una
mirada bondadosa, no hubiese conseguido de mí lo que se hubiese
querido. Es verdad que tú, en el fondo, eres un hombre blando y
bondadoso (lo que viene a continuación no será una contradicción,
sólo hablo del efecto que tu persona hacía en aquel niño), pero no
todos los niños tienen la constancia y la valentía de escarbar
hasta dar con la bondad. Tú sólo puedes tratar a un niño de la
manera como estás hecho tú mismo, con fuerza, ruido e iracundia, lo
que en este caso te pareció además muy adecuado, porque querías
hacer de mí un chico fuerte y
valeroso.
Tus métodos
de educación de los primeros años, hoy, naturalmente, no los
puedo describir por recuerdo directo, pero me los imagino
deduciéndolos de los años posteriores y por tu manera de tratar a
Felix.
Hay que tener además en cuenta, como agravante, que tú eras
entonces más joven, y por tanto más vivo, impetuoso, espontáneo,
más despreocupado aún que hoy y que además estabas
completamente atado a la tienda y, todo lo más, aparecías ante
mi vista una vez al día, haciendo por eso una impresión tanto más
fuerte en mí, una impresión que prácticamente nunca quedó
reducida a mera costumbre.
Sólo tengo recuerdo directo de
un incidente de los primeros años. Quizás lo recuerdes tú
también. Una noche no paraba yo de lloriquear pidiendo agua,
seguro que no por sed, sino probablemente para fastidiar, en parte, y
en parte para entretenerme. Después que no sirvieron de nada varias
recias amenazas, me sacaste de la cama, me llevaste al balcón y
me dejaste allí un rato solo, en camisa y con la puerta cerrada.
No quiero decir que estuviese mal hecho, tal vez no hubo entonces
realmente otra manera de lograr el descanso nocturno, pero con
ello quiero caracterizar tus métodos de educación y su efecto
en mí. En aquella ocasión, seguro que fui obediente después, pero
quedé dañado por dentro. Lo para mí natural de aquel absurdo
pedir-agua y lo inusitado y horrible del ser-llevado-fuera, yo,
dado mi carácter, nunca pude combinarlo bien. Todavía años después
sufría pensando angustiado que aquel hombre gigantesco, mi
padre, la última instancia, pudiese venir casi sin motivo y
llevarme de la cama al balcón, y que yo, por tanto, no era
absolutamente nada para él.
Aquello fue
sólo un pequeño inicio, pero la sensación de nulidad que muchas
veces se apodera de mí (una sensación, por otra parte y
en
otros aspectos, también noble y
fructífera)
se debe en mucho a tu influencia. Yo habría necesitado un poco de
aliento, un poco de amabilidad, un poco de dejar-abierto mi
camino; en lugar de eso tú me lo cerraste, con la buena intención,
indudablemente, de que fuese por otro camino. Pero para eso yo no
servía. Tú me animabas, por ejemplo, cuando desfilaba y saludaba,
pero yo no era un futuro soldado, o me animabas cuando podía
comer fuerte o incluso acompañar la comida con cerveza, o cuando
sabía cantar canciones que no entendía o repetir como un papagayo
tus frases favoritas, pero nada de eso formaba parte de mi futuro. Y
es significativo que incluso hoy en el fondo sólo me des ánimos
cuando las cosas te afectan también a ti, cuando se trata de tu
dignidad personal, que yo estoy ofendiendo (por ejemplo con mis
proyectos matrimoniales) o que está siendo ofendida en mi persona
(por ejemplo, cuando me insulta Pepa).
Entonces me infundes aliento, me haces recordar lo que valgo,
los buenos partidos que yo podría tener perfectamente, y para Pepa
la reprobación es total. Pero aparte de que a la edad que tengo ya
soy casi insensible a los estímulos, de qué me iban a servir, si
sólo llegan cuando no se trata de mí en primer término.
En aquella época -y en aquella
época en todo momento- hubiera necesitado el estímulo. ¡Si ya
estaba yo aplastado por tu mera corporeidad! Me acuerdo, por ejemplo,
de cómo muchas veces nos desvestíamos juntos en una cabina. Yo
flaco, enclenque, esmirriado, tú fuerte, alto, ancho. Ya en la
cabina, mi aspecto me parecía lastimoso, y no sólo delante de ti,
sino del mundo entero, pues tú eras para mí la medida de todas las
cosas. Pero cuando salíamos de la cabina delante de la gente, yo de
tu mano, un pequeño esqueleto, inseguro, descalzo sobre las planchas
de madera, con miedo al agua, incapaz de imitar los movimientos
natatorios que tú, con buena intención pero en realidad para mi
gran oprobio, me enseñabas todo el tiempo, entonces estaba
completamente desesperado y todas mis malas experiencias en todos los
terrenos venían a coincidir maravillosamente en tales
momentos. Cuando más a gusto me encontraba, era si alguna vez
tú te desvestías primero y yo podía quedarme solo en la cabina y
aplazar el oprobio de la aparición pública hasta que tú venías
por fin a ver qué pasaba y me sacabas de allí. Te estaba
agradecido porque tú no parecías notar mi angustia, y también
estaba orgulloso del cuerpo de mi padre. Por cierto, esa
diferencia entre nosotros sigue existiendo hoy de un modo muy
similar.
En esa misma proporción estaba
tu superioridad espiritual. Tú habías llegado tan lejos debido
única y exclusivamente a tu propio esfuerzo, por consiguiente
tenías ilimitada confianza en tu opinión. Eso para mí, de
niño, ni siquiera era tan fascinante como lo fue más tarde para el
adolescente. Desde tu butaca gobernabas el mundo. Tu opinión
era acertada, cualquier otra era absurda, exaltada, de locos,
anormal. Y tu confianza en ti mismo era tan grande que no necesitabas
ser consecuente para tener siempre razón. También podía
suceder que no tuvieses opinión respecto a un tema y, en tal caso,
todas las opiniones posibles a ese respecto eran, sin excepción,
erróneas. Podías, por ejemplo, echar pestes contra los checos,
luego contra los alemanes, luego contra los judíos, y eso no de una
manera selectiva sino en todos los aspectos, hasta que al final el
único que quedaba eras tú. Tú estabas dotado para mí de eso tan
enigmático que poseen los tiranos, cuyo derecho está basado en la
propia persona, no en el pensamiento. En cualquier caso, a mí
me lo parecía.
Es verdad que, frente a mí,
desde luego tuviste razón con asombrosa frecuencia; en
conversaciones, por supuesto, pues apenas conversábamos, pero
también en la realidad. Sin embargo, tampoco era esto algo demasiado
inconcebible: yo estaba bajo tu enorme peso, en todo mi pensar,
incluido el que no coincidía con el tuyo, y sobre todo en ése.
Todos esos pensamientos aparentemente autónomos estaban
hipotecados desde un principio por tu juicio desfavorable;
soportar eso hasta la realización completa y duradera del
pensamiento era casi imposible. No hablo aquí de ningún
pensamiento elevado sino de cualquier pequeña empresa de la
infancia. Sólo hacía falta ser feliz por cualquier cosa, estar
encantado con ella, llegar a casa y decirlo, y la respuesta era un
suspiro irónico, un sacudir la cabeza, un tamborileo sobre la mesa:
«Yo ya he visto cosas mejores», o «Quién tuviera tus
preocupaciones», o «Yo no tengo una mente tan descansada», o
«¡Cómprate algo con ello!», u «¡Otro acontecimiento!» Por
supuesto que no se te podía pedir que te entusiasmaras con
aquellas pequeñeces infantiles, viviendo como vivías lleno de
agobio y de preocupaciones. Tampoco se trataba de eso. Se trataba más
bien de que, en virtud de tu carácter opuesto al mío, tú por
principio a aquel niño tenías qué darle siempre esas decepciones;
además, esa oposición no cesaba de aumentar debido a la acumulación
de material, de tal manera que al final se impuso como una costumbre,
incluso cuando alguna vez opinabas lo mismo que yo; y por último
esos desengaños del niño no eran desengaños de la vida corriente
sino que, por tratarse de tu persona, medida de todas las cosas,
llegaban hasta la médula. El coraje, la decisión, el
optimismo, la alegría por esto o por aquello no se mantenían hasta
el final cuando tú estabas en contra o incluso cuando uno sólo
suponía que tú estabas en contra; y eso se podía suponer en casi
todo lo que yo hacía.
Esto se
refería tanto a los pensamientos como a las personas. Bastaba
que yo mostrase un poco de interés por alguna persona -y eso, debido
a mi carácter, no sucedía muchas veces- para que tú, sin
tener en cuenta mis sentimientos y sin el menor respeto por mi
opinión, intervinieras de pronto insultando, calumniando,
rebajando. Personas ingenuas e inocentes, como Löwy, el actor
de teatro yíddish, tuvieron que pagarlo. Sin conocerle, le
comparaste de una manera horrible que ya he olvidado con una
sabandija, y, como hacías tantas otras veces con gente que yo
estimaba, acudiste enseguida al proverbio de los perros y las
pulgas.
Me acuerdo ahora en especial de aquel actor porque lo que dijiste
sobre él
yo lo
anoté entonces con la siguiente observación: «Así habla mi
padre de mi amigo (al que no conoce) sólo porque es mi amigo. Esto
siempre se lo echaré en cara cuando me haga reproches por mi falta
de gratitud y de amor filial». Para mí siempre fue incomprensible
tu absoluta falta de sensibilidad para echar de ver qué dolor y qué
vergüenza podías causarme con tus palabras y tus juicios de
valor, era como si no tuvieses conciencia alguna de tu poder.
Por supuesto que yo también te he ofendido a ti con mis palabras,
pero yo lo sabía siempre; me dolía, pero no podía dominarme,
no podía morderme la lengua, me estaba ya arrepintiendo mientras
decía la palabra;, Pero tú te lanzabas sin más al ataque con tus
palabras, nadie te daba lástima, ni al decirlas ni después de
haberlas dicho; uno estaba completamente indefenso frente a ti.
Pero así
fue toda tu educación. Tienes, creo, dotes de educador; a una
persona de tu misma índole seguramente le habrías sido útil
con tu educación; esa persona habría comprendido cuán sensato
era lo que tú le decías, y sin darle más vueltas, lo habría hecho
tal cual. Pero para mí, para el niño que yo era, lo que tú me
gritabas era como una orden del cielo, no lo olvidaba nunca,
quedaba dentro de mí como el método más importante para
juzgar el mundo, sobre todo para juzgarte a ti, y en ese punto tu
fracaso fue absoluto. Como, de niño, yo estaba contigo sobre todo
durante las comidas, tus enseñanzas versaban en gran parte sobre las
buenas maneras en la mesa. Lo que llegaba a la mesa había que
comerlo, sobre la
calidad de la comida no se podía hablar. Pero muchas veces a ti la
comida te parecía incomestible; le dabas el nombre de «bazofia»;
aquella «bestia» (la cocinera) la había echado a perder. Como
tú tenías un apetito enorme y te gustaba comer todo deprisa, muy
caliente y a grandes bocados, aquel niño tenía que darse
prisa, en la mesa había un lóbrego silencio, interrumpido por
amonestaciones: «Primero comer, luego hablar», o «Más
deprisa, más deprisa, más deprisa» o «Lo ves, yo he terminado
hace tiempo». No se podían roer los huesos, tú sí. No se
podía sorber el vinagre, tú sí. Lo importante era cortar el pan en
rebanadas regulares, pero que tú lo cortaras con un cuchillo
chorreando salsa, eso daba igual. Había que tener cuidado de que no
cayera comida al suelo, donde más había al final era debajo de
ti. En la mesa sólo había que ocuparse de la comida, pero tú te
limpiabas y te cortabas las uñas, afilabas lápices, te
limpiabas los oídos con un mondadientes. Padre, por favor,
entiéndeme, en sí eso habrían sido detalles sin la menor
importancia, y si a mí me agobiaban era sólo porque tú, un ser
para mí tan absolutamente determinante, no acatabas los
mandamientos que me imponías a mí. Por ello el mundo quedó
dividido para mí en tres partes: una en la que yo, el esclavo, vivía
bajo unas leyes que sólo habían sido inventadas para mí y que
además, sin saber por qué, nunca podía cumplir del todo; después,
otro mundo que estaba a infinita distancia del mío, un mundo en el
que vivías tú, ocupado en gobernar, en impartir órdenes y en
irritarte por su incumplimiento, y finalmente un tercer mundo en
el que vivía feliz el resto de la gente, sin ordenar ni
obedecer. Yo vivía en perpetua ignominia: o bien obedecía tus
órdenes, y eso era ignominia, pues tales órdenes sólo tenían
vigencia para mí; o me rebelaba, y también era ignominia, pues
cómo podía yo rebelarme contra ti; o bien no podía obedecer, por
no tener, por ejemplo, tu fuerza, ni tu apetito ni tu habilidad,
y tú sin embargo me lo pedías como lo más natural; ésa era, por
supuesto, la mayor ignominia. De este género eran, no las
reflexiones, sino los sentimientos de aquel niño.
Mi situación
de entonces tal vez resulte más clara si la comparo con la de Felix.
También a él lo tratas de un modo
parecido, e incluso empleas contra él un método educativo
especialmente horrible cuando, si al comer ha hecho algo que te
parece una porquería, no te contentas con decir como me decías a mí
entonces: «¡Qué cerdo eres!», sino que añades: «Un auténtico
Hermann», o
«Exactamente igual que tu padre». Pero quizás -no se puede
decir más que «quizás»- eso no le cause realmente a Felix
un daño sensible, pues para él tú sólo
eres un abuelo -si bien un abuelo de importancia especial-, no
lo eres todo como lo fuiste para mí, aparte de eso Felix
tiene un carácter tranquilo, es ya hasta
cierto punto un hombre, al que una voz de trueno tal vez pueda
aturdir pero no dejarlo marcado por mucho tiempo; y sobre todo él
está relativamente poco contigo, y se halla bajo otras influencias,
tú eres para él más bien algo entrañable y curioso, algo de donde
puede elegir lo que le apetece tomar. Para mí tú no eras algo
curioso, yo no podía elegir, tenía que tomarlo todo.
Y además sin poder hacer la
menor objeción, pues a ti por principio te resulta imposible hablar
tranquilamente de algo con lo que no estás de acuerdo o que,
simplemente, no procede de ti. Tu carácter dominante no lo
permite. En los últimos años lo explicas con tus trastornos
cardíacos. Yo no sé que hayas sido alguna vez muy diferente, todo
lo más, tus trastornos cardíacos son para ti un recurso con el que
ejercer tu dominación de un modo más imperioso, pues el solo
hecho de pensar en ellos tiene que reprimir en el otro el menor
intento de contradecirte. Esto no es un reproche, claro, sólo la
constatación de un hecho. Por ejemplo con Ottla: «Con ésa no se
puede hablar, enseguida le salta a uno a la cara», sueles decir tú;
pero en realidad no es ella la que salta; tú confundes la cosa con
la persona; es la cosa la que te salta a la vista, y tú te formas un
juicio al momento sin escuchar a la persona; lo que se pueda aducir
después, a ti sólo te puede irritar más, nunca convencerte. Lo
único que sale entonces de tu boca es: «Haz lo que quieras; por mí,
tienes toda la libertad; eres mayor de edad; no tengo por qué
darte consejos», y todo ello con ese tono, ronco y terrible, de
la cólera y del más absoluto rechazo, un tono que si hoy me produce
menos temblor que en la infancia es sólo porque el exclusivo
sentimiento de culpabilidad del niño ha sido parcialmente sustituido
por la clara visión de nuestro mutuo desvalimiento.
La
imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia,
en el fondo muy natural: perdí la facultad de hablar. Seguramente
tampoco habría sido nunca un gran orador, pero el lenguaje fluido
habitual de los hombres lo habría dominado. Tú, sin embargo, me
negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: «¡No
contestes!» y
aquella mano levantada a la vez me han acompañado desde
siempre. Delante de ti -cuando se trata de tus cosas, eres un
magnífico orador- adquirí una manera de hablar entrecortada y
balbuciente, pero hasta eso era demasiado para ti; finalmente acabé
por callarme, al principio tal vez por obstinación, después porque
delante de ti no podía ni pensar ni hablar. Y como tú has sido mi
verdadero educador, eso repercutió en todos los aspectos de mi
vida. Es indudablemente un error curioso que tú creas que yo nunca
doy mi brazo a torcer. «Siempre llevando la contraria» no ha
sido desde luego mi norma de vida frente a ti, como tú crees y como
me echas en cara. Al contrario: si hubiese sido menos obediente,
seguro que estarías mucho más contento conmigo. Sin embargo,
todas tus medidas pedagógicas han dado en el blanco; no he
esquivado ni un solo golpe; tal y como soy, soy el resultado
(aparte, claro, de mi constitución y las influencias de la vida) de
tu educación y de mi obediencia. El hecho de que, pese a ello, ese
resultado sea penoso para ti, más aún, que te niegues
conscientemente a ver en ello el resultado de tu educación, se debe
a que tu mano y mi material han sido completamente ajenos el uno
al otro. Tú decías: «¡No contestes!»,
queriendo así reducir al silencio las
fuerzas desagradables y opuestas a ti que había en mí; pero
ese influjo era demasiado fuerte para mí, yo era demasiado
obediente, enmudecía por completo, me escabullía de tu presencia y
sólo osaba empezar a moverme cuando estaba tan lejos de ti que
tu poder, al menos directamente, no llegaba hasta allí. Pero tú
estabas allí delante y siempre te parecía que todo te «llevaba la
contraria», siendo como era la natural consecuencia de tu
fuerza y de mi debilidad.
Tus sumamente efectivos y,
conmigo al menos, infalibles recursos retóricos en la educación
eran: insultos, amenazas, ironía, risa maligna y -curiosamente-
autoinculpación.
No recuerdo que me hayas
insultado a mí directamente y con insultos explícitos. Ni tampoco
hacía falta: ¡tenías tantos otros recursos! Además, en tus
conversaciones en casa y sobre todo en la tienda, caían sobre
otras personas de mi entorno tales oleadas de insultos que, de
niño, a veces estaba casi ensordecido por ellos y no tenía motivos
para no aplicármelos también a mí, puesto que la gente a la
que insultabas no era seguramente peor que yo, y tú no estabas
seguramente menos contento con ellos que conmigo. Y también en
este punto estaba esa enigmática inocencia tuya que te hacía
intangible, tú insultabas sin sentir el menor reparo, y encima
rechazabas y prohibías que insultaran los demás.
Los insultos los reforzabas con
amenazas, y eso sí que ya me concernía directamente. Para mí era
horrible por ejemplo la siguiente: «Voy a despedazarte como a
un pez», aunque yo sabía que eso no iba seguido de nada malo
(cuando era muy pequeño, sin embargo, no lo sabía), pero encajaba
casi plenamente con la idea que yo tenía de tu poder el que también
fueses capaz de eso. También era horrible cuando corrías dando
voces en torno a la mesa para agarrarle a uno, por lo visto no
querías hacerlo, pero fingías quererlo y la madre, por fin,
parecía salvarlo a uno. A aquel niño le parecía que, una vez más,
había conservado la vida gracias a tu clemencia y que el hecho
de seguir vivo era un inmerecido regalo tuyo. Aquí hay que
situar también tus amenazas por las consecuencias de mi
desobediencia. Cuando yo empezaba a hacer algo que no te gustaba y tú
me amenazabas con el fracaso, mi respeto a tu opinión era tan
grande que ese fracaso, aunque tal vez viniese más tarde, ya era
inevitable. Perdí la confianza en lo que hacía. Era inseguro,
dubitativo. Cuantos más años iba teniendo, tanto mayor era el
material que tú podías presentarme como prueba de mi nulidad; poco
a poco empezaste a tener realmente razón, en cierto sentido. Otra
vez me guardo de afirmar que yo haya llegado a ser así únicamente
por ti; tú sólo reforzaste lo que había, pero lo reforzaste
mucho, por ser tan poderoso conmigo y por emplear todo tu poder en
ello.
Tenías una confianza especial
en la ironía como método educativo; además se avenía muy bien con
tu superioridad sobre mí. Una amonestación tuya solía tener esta
forma: «¿No lo puedes hacer como te estoy diciendo? Te resulta ya
demasiado, ¿no? Claro, no tienes tiempo» y cosas similares. Y cada
pregunta, acompañada además de una sonrisa y un gesto maliciosos.
En cierto modo, se recibía ya el castigo antes de saber que se
había hecho algo malo. También eran irritantes aquellas reprimendas
en tercera persona, es decir, cuando uno ni siquiera merecía que le
dijeran directamente las malas palabras; o sea, cuando tú por
ejemplo hablabas formalmente con la madre, pero en realidad conmigo,
que estaba allí sentado, y le decías: «Esto, por supuesto, no se
le puede pedir a nuestro señor hijo» y cosas semejantes. (La
contrapartida fue, por ejemplo, que, estando la madre presente,
yo no osaba -y después por costumbre ya ni lo pensaba-
preguntarte nada directamente. Para aquel niño era mucho menos
peligroso preguntar por ti a su madre, que estaba sentada a tu
lado; uno le preguntaba: «¿Cómo está papá?» y así se evitaban
sorpresas.) Claro que también se dio el caso de que uno estuviese
muy de acuerdo con la más sangrienta ironía, a saber, cuando
se refería a otros, por ejemplo a Elli, con la que estuve a malas
durante años. Para mí era una orgía de alevosía y de alegría
maligna cuando casi en cada comida decías sobre ella algo así: «¡A
diez metros de la mesa tiene que sentarse esta chica, con esas
anchuras!», y cuando después, en tu silla, con encono y sin la
menor huella de jovialidad o de humor, sino como enemigo encarnizado,
tratabas de imitar, exagerando, la enorme repugnancia que te producía
el modo que tenía de estar allí sentada. ¡Cuántas veces se
repitió esa y otras escenas parecidas, y qué poco has conseguido en
la práctica! Creo que ello era debido a que tal despliegue de ira y
de enfado no parecía estar en proporción con la cosa en sí, no se
tenía la sensación de que la ira viniese causada por esa pequeñez
del sentarse-lejos-de-la mesa, sino que estaba presente ya en toda su
amplitud desde un principio y sólo por casualidad había elegido
aquella ocasión para estallar. Como se estaba convencido de que
en cualquier caso se daría un motivo, no se esforzaba uno
demasiado, y también había un cierto embotamiento debido a la
amenaza continua; pues de que no iba a haber palos, de eso poco a
poco se iba estando casi seguro. Uno se volvía un niño gruñón,
desatento, desobediente, con la mente puesta siempre en la huida,
casi siempre huida interior. Así sufrías tú, así sufríamos
nosotros. Desde tu punto de vista tenías toda la razón cuando,
apretando los dientes y con la risa gutural que le dio a aquel niño
una primera idea del infierno, decías amargamente (como dijiste
también hace poco a propósito de una carta de Constantinopla):
«¡Vaya elementos!»
En total desacuerdo con esa
actitud frente a tus hijos parecía estar el hecho, muy
frecuente, de que te lamentases públicamente. Confieso que de
niño no podía comprenderlo en absoluto (de mayor sí) y no veía
cómo podías esperar que sintieran compasión por ti. Tú eras tan
gigantesco en todos los sentidos; ¿qué podía importarte nuestra
compasión o incluso nuestra ayuda? La tenías que despreciar,
como nos despreciabas tantas veces a nosotros. Por eso no daba
crédito a esos lamentos y les buscaba una segunda intención.
Fue más tarde cuando comprendí que de verdad sufrías mucho con los
hijos, pero en aquel entonces, cuando, en otras circunstancias,
aquellas lamentaciones habrían podido encontrar una
sensibilidad infantil, abierta, sin reservas, dispuesta a cualquier
ayuda, fueron para mí sólo un método demasiado evidente de
educación y de humillación, y en cuanto tal método
no excesivamente duro, pero con el nocivo efecto secundario de que el
niño se habituó a no tomar muy en serio justamente las cosas
que habría debido tomar en serio.
Afortunadamente, también había
excepciones, casi siempre cuando sufrías en silencio, y el amor
y la bondad, con su fuerza, superaban todos los obstáculos y
conmovían de un modo inmediato. Eso sí, sucedía raras veces, pero
era maravilloso. Por ejemplo, cuando en veranos calurosos te
veía fatigado, adormilado en la tienda después de comer, el
codo sobre el mostrador, o cuando los domingos llegabas agotado
a reunirte con nosotros en el sitio donde veraneábamos; o cuando
durante una grave enfermedad de nuestra madre te agarrabas a la
librería, temblando por el llanto, o cuando, durante mi última
enfermedad, entraste sigilosamente a verme a la habitación de Ottla,
te quedaste parado en el umbral, sólo estiraste el cuello para
verme en la cama, y para no molestar te limitaste a hacer un gesto
con la mano. En tales ocasiones uno se echaba en la cama y lloraba de
felicidad, y llora ahora otra vez, al escribirlo.
Tienes también un modo
especial de sonreír, bellísimo y muy poco frecuente, una sonrisa
callada, satisfecha y aprobatoria, que puede hacer completamente
feliz a la persona a que va dirigida. Yo no recuerdo que, de pequeño,
me haya sido dispensada a mí personalmente alguna vez, pero
seguramente que ocurrió, pues por qué me lo ibas a haber
negado entonces, cuando yo todavía te parecía desprovisto de
culpa y era tu gran ilusión. Por lo demás, esas impresiones
placenteras tampoco consiguieron a la larga otra cosa que aumentar mi
sentimiento de culpabilidad y hacerme comprender aún menos el
mundo.
Prefería atenerme a lo que
tenía una base efectiva y permanente. Para autoafirmarme un
poco frente a ti, en parte también por una especie de venganza,
pronto empecé a observar, a catalogar, a exagerar pequeñas
ridiculeces que veía en ti. Qué fácilmente, por ejemplo, te
dejabas deslumbrar por personas que eran -casi siempre sólo
aparentemente superiores a ti, algún consejero imperial o algún
otro personaje, y cómo podías hablar de eso continuamente (por
otra parte, me dolían también esas cosas, que tú, mi padre,
creyeses necesitar tales vanas confirmaciones de tu valía y que
te dieras tono con ellas). O también observaba tu afición a las
expresiones indecentes, dichas en voz bien alta, riéndote con ellas
como si hubieses dicho algo verdaderamente genial, siendo como eran
una pequeña y vulgar indecencia (y, una vez más, eso
era para mí al mismo tiempo, una expresión de tu vitalidad, que me
llenaba de bochorno). Observaciones diversas de este género las hubo
naturalmente en cantidad; yo era feliz al hacerlas, me daban ocasión
de cuchichear, de bromear. Tú lo notabas a veces, te enfadabas, te
parecía alevosía y falta de respeto, pero, créeme, para mí
no era otra cosa que un método -inútil, por lo demás- de
autodefensa, eran cosas divertidas como las que se cuentan sobre
dioses y reyes y que no sólo son compatibles con el más hondo
respeto sino incluso inherentes a él.
Tú también, por cierto, de
acuerdo con la situación, tan semejante, en que te hallabas frente a
mí, buscaste una manera de defenderte. Solías llamar la
atención sobre lo exageradamente bien que yo vivía y sobre el
buen trato que se me daba. Eso es verdad, pero no creo que, dadas las
circunstancias, me haya servido de mucho.
Es cierto que mi madre era
infinitamente bondadosa conmigo, pero para mí todo aquello
estaba en relación contigo, o sea, en una relación mala. La madre
tenía, inconscientemente, el papel que tiene el montero en la
caza. Si, en un caso improbable, tu educación, al generar oposición,
aversión o hasta odio, hubiese podido emanciparme de ti, la madre
restablecía el equilibrio con su bondad, con sus palabras
sensatas (en el caos de la infancia ella fue el arquetipo de la
sensatez), con su mediación, y yo estaba otra vez reintegrado
en ese círculo tuyo del que si no, para tu provecho y el mío,
quizás habría podido evadirme. O también sucedía que no
había una reconciliación propiamente dicha, que la madre sólo
me protegía de ti a escondidas, me daba, me permitía algo a
escondidas, y entonces yo era otra vez para ti ese ser retorcido
y falso, que se sabe culpable, y que, por ser tan nulo, hasta aquello
a lo que creía tener derecho no lo conseguía sino por caminos
sinuosos. Lógicamente me acostumbré entonces a buscar también por
esos caminos aquello a lo que, incluso a mi juicio, no tenía
derecho. Lo cual volvía a aumentar el sentimiento de culpabilidad.
También es verdad que apenas
me has pegado alguna vez de verdad. Pero aquellas voces, aquel rostro
encendido, los tirantes que te quitabas apresuradamente y colocabas
en el respaldo de la silla, todo eso era casi peor para mí. Es como
alguien a quien van a ahorcar. Si lo ahorcan de verdad, ha muerto y
todo ha terminado. Pero si tiene que ver todos los preliminares del
ahorcamiento y sólo cuando le cuelga la soga delante de la cara se
entera del indulto, puede que quede dañado para toda la vida.
Por si fuera poco, a medida que se iban acumulando aquellas ocasiones
en que, según tu criterio claramente manifestado, yo hubiera
merecido una paliza, pero gracias a tu indulgencia me había
librado de ella por muy poco, iba aumentando en mí otra vez el
sentimiento de culpabilidad. Por donde se mirase, siempre
incurría en falta frente a ti.
Toda la vida
me has echado en cara (a solas o delante de otros, para notar lo
humillante que era esto último te faltaba por completo la
sensibilidad, los asuntos de tus hijos siempre han sido
públicos) que, gracias a tu trabajo, he vivido sin privaciones, en
medio del confort, la paz y la abundancia. Me refiero a comentarios
que deben haber formado literalmente surcos en mi cerebro, como
éstos: «A los siete años ya tenía yo que ir por los pueblos con
el carretón». «Teníamos que dormir todos en un cuarto.» «Éramos
felices cuando teníamos patatas.» «Durante años he tenido
llagas en las piernas por faltarme ropa de invierno.» «Bien
pequeño ya tenía yo que ir a Pisek, a la tienda.» «En casa no me
daban nada, ni siquiera cuando hice el servicio, era yo quien enviaba
dinero a casa.» «Y con todo, y con todo: el padre siempre era el
padre. ¡Quién sabe esto hoy! ¡Qué sabrán los hijos!
¡Ninguno ha pasado por algo así! ¿Lo comprende esto hoy un hijo?»
En condiciones de vida diferentes, esos relatos habrían podido ser
una excelente medida educativa, habrían podido dar aliento y ánimos
para superar las mismas penalidades y privaciones que tuvo que
soportar el padre. Pero no era eso lo que querías, pues, debido a
ese esfuerzo tuyo, la situación era diferente; no había ocasión de
descollar como tú lo habías hecho. Una ocasión así habría
habido que hacerla surgir mediante la violencia y la subversión, uno
habría tenido que escaparse de casa (suponiendo que se hubiese
tenido la decisión y la fuerza necesarias para ello y que la
madre no lo hubiese impedido por otros medios). Pero tú no
querías nada de eso, todo eso tú lo llamabas ingratitud,
exaltación, desobediencia, traición, locura. Es decir,
mientras que por un lado invitabas a ello poniéndote como ejemplo,
contando historias y avergonzando a los demás, por otro lado lo
prohibías severísimamente. De no ser así, en el fondo
deberías haber estado encantado con la aventura de Zürau de Ottla,
si se prescinde de los detalles secundarios. Ella quería volver a
ese ambiente rural del que tú procedías, quería tener trabajo
y privaciones, como tú habías tenido, no quería disfrutar de los
resultados de tu trabajo, lo mismo que tú fuiste independiente
de tu padre. ¿Eran ésas unas intenciones tan horribles?
¿Estaban tan lejos de tu ejemplo y de tus enseñanzas? Bueno,
las intenciones de Ottla no resultaron bien al final, quizás las
llevó a la práctica de un modo algo ridículo, con demasiado
revuelo, no tuvo la suficiente consideración con sus padres. ¿Pero
fue culpa exclusiva suya? ¿No fueron también culpables las
circunstancias y sobre todo el hecho de que tú te hubieses alejado
tanto de ella? ¿Era menor ese alejamiento en la tienda (de eso
querías persuadirte a ti mismo más tarde) que después, en
Zürau? ¿Y no habría estado ciertamente en tu mano (a condición de
que hubieses podido vencerte a ti mismo) el convertir aquella
aventura en algo muy bueno si hubieses animado, aconsejado y vigilado
a Ottla, o incluso con que sólo hubieses tenido más
tolerancia?
A raíz de esas experiencias
solías decir con amargo humor que vivíamos demasiado bien. Pero en
cierto sentido ese humor no era tal. Lo que tú conseguiste
luchando, nosotros lo recibimos de ti, pero la lucha por la vida
exterior, a la que tú tuviste acceso de inmediato y que nosotros,
naturalmente, tampoco podemos eludir, esa lucha tenemos que librarla
tarde, en edad adulta, mas con las fuerzas de un niño. No digo que
por eso nuestra situación sea necesariamente más desfavorable que
la tuya, al contrario, es probable que ambas sean equivalentes
(aunque, en esta comparación, prescindamos de los temperamentos
básicos), pero sí estamos en desventaja nosotros por no poder
jactarnos de nuestras penalidades ni humillar a nadie con ellas,
como tú lo has hecho siempre con las tuyas. Tampoco digo que no me
hubiese sido posible gozar de los frutos de tu trabajo inmenso y
eficaz, revalorizarlos y seguir trabajando con ellos para
satisfacción tuya, pero a eso se oponía nuestro mutuo
distanciamiento.
Yo podía disfrutar lo que tú
dabas, pero sólo con sonrojo, cansancio, debilidad, sentimiento de
culpa. Por eso sólo podía darte las gracias por todo como dan
las gracias los mendigos, con hechos no.
El primer
resultado exterior de toda esa educación fue que yo evitaba
cualquier cosa que me recordase tu persona, aunque fuese remotamente.
En primer lugar, la tienda. De hecho, sobre todo mientras fui pequeño
y era una tienda como otras,
me
habría tenido que gustar mucho, estaba animadísima, por la noche se
encendían las luces, allí se veían y se oían muchas cosas, se
podía echar una mano aquí y allá y hacer méritos, pero sobre todo
admirarte a ti, con tu extraordinario talento para el comercio,
cómo vendías, cómo tratabas a la gente y les gastabas bromas,
eras incansable, en caso de duda sabías enseguida qué decisión
tomar, en fin, hasta el verte envolver los géneros o abrir una caja
era un espectáculo notable, y en su conjunto, aquello fue sin
lugar a dudas una escuela nada reprobable. Pero cuando poco a poco me
intimidaste en todos los sentidos, y
la
tienda y
tú
vinisteis a ser para mí una misma cosa, aquella tienda ya no resultó
acogedora. Cosas que al principio me parecían normales, ahora
me hacían sufrir, me abochornaban, sobre todo tu forma de tratar al
personal. No sé, quizás fuese así en la mayoría de las
tiendas (en la Assecurazioni Generali,
por
ejemplo, era parecido, en efecto, cuando yo estaba allí; cuando
me marché, la explicación que le di al director -sin que fuese
verdad pero tampoco completamente mentira- fue que yo no podía
soportar aquellos insultos, que por lo demás nunca iban dirigidos a
mí; yo tenía una sensibilidad a flor de piel, por mi experiencia
familiar), pero las otras tiendas no me interesaban nada cuando era
pequeño. A ti, sin embargo, yo te oía vociferar en la tienda,
insultar, enfurecerte, de un modo como no ocurría dos veces en el
mundo, según pensaba yo entonces. Y no sólo eran aquellos
insultos, tu tiranía tenía otras modalidades. Por ejemplo, cuando,
con un solo movimiento, tirabas del mostrador al suelo los artículos
que no querías que se mezclaran con otros -sólo te disculpaba un
poco la inconsciencia de tu furia-, y el empleado tenía que
recogerlos. O tu frase constante acerca de un empleado enfermo del
pulmón: «¡Que reviente ese perro enfermo!» A los empleados los
llamabas «enemigos pagados», y lo eran, pero antes de que lo
fueran, tú me parecías haber sido su «enemigo pagador». Allí
recibí también la gran lección de que podías ser injusto; en mí
mismo, no lo habría notado tan deprisa, se había acumulado
demasiado sentimiento de culpabilidad que te daba la razón.
Pero allí, tal y como yo lo veía de niño -esa opinión la corregí
después un poco, como es natural, pero tampoco demasiado-, había
unas personas extrañas que trabajaban para nosotros y que por
ese motivo tenían que vivir perpetuamente atemorizadas por ti. Yo
exageraba en eso, evidentemente, por suponer sin más que el
efecto que causabas en la gente era tan terrible como el que causabas
en mí. Si hubiese sido así, indudablemente no habrían podido
vivir. Pero como eran gente adulta, casi siempre con unos
nervios a toda prueba, se sacudían tranquilamente tus insultos
y el daño terminaba siendo mucho mayor para ti que para ellos. Pero
a mí eso me hizo no poder soportar la tienda, me recordaba
demasiado nuestra propia relación: aun prescindiendo de tu
interés como empresario y de tu carácter dominante, como hombre de
negocios eras tan superior a todos los que han hecho su aprendizaje
contigo, que no podía satisfacerte nada de lo que ellos hacían, y
un perpetuo descontento de ese género era el que debías tener
conmigo. Por eso yo estaba forzosamente de parte del personal,
también, por cierto, debido a que no comprendía, ya por pura
timidez, cómo se podía insultar así a una persona extraña, y por
eso, por timidez y en mi propia defensa, quería de una manera u
otra reconciliar contigo, con nuestra familia, al personal que
yo imaginaba lleno de indignación. Para eso no bastaba ya una
actitud normal, correcta, con el personal, ni siquiera una actitud
discreta, sino que yo tenía que ser humilde, no sólo saludar el
primero, sino, en lo posible, impedir que ellos respondieran al
saludo. Y si yo, la persona insignificante, les hubiese lamido las
plantas de los pies, todavía no habría bastado eso para compensar
la manera como tú, el dueño y señor, arremetías contra
ellos. Esa relación que yo empecé a tener entonces con mis
semejantes siguió existiendo fuera de la tienda y posteriormente
(algo parecido, pero no tan peligroso ni tan arraigado como en mi
caso, es, por ejemplo, la propensión de Ottla a tratar con gente
pobre, esa manera suya de confraternizar con las criadas, lo que
a ti te molestaba tanto, y cosas así). Al final, la tienda casi me
infundía miedo y en cualquier caso me era ajena ya mucho antes de
empezar el bachillerato y, cuando lo empecé, el proceso siguió
avanzando. Además, la tienda me parecía estar muy por encima de mi
capacidad, ya que, como tú decías, agotaba incluso la tuya.
Entonces trataste (hoy esto me conmueve y me avergüenza) de que mi
aversión a la tienda, a tu obra, aversión que tan dolorosa te
resultaba, tuviese también su lado un poco agradable para ti, y
afirmabas que yo carecía de sentido para los negocios, que tenía
ideas más elevadas en la cabeza, etc. Esa explicación, que tú te
forzabas a dar, alegraba a mi madre, lógicamente, y yo también me
dejé influir por ella, en mi vanidad y mi desamparo. Pero si
hubieran sido realmente sólo o sobre todo esas «ideas más
elevadas» las que me apartaron de la tienda (que ahora, pero sólo
ahora, detesto verdaderamente y sin paliativos), habrían tenido que
manifestarse de otra manera, en lugar de dejarme nadar,
tranquilo y pusilánime, por las aguas del bachillerato y de la
carrera de derecho, hasta que fui a parar definitivamente a la
mesa-escritorio del funcionario.
Si quería
huir de ti, tenía que huir de la familia, incluso de la madre. En
ella siempre se podía encontrar protección, pero siempre
quedaba todo en relación contigo. Ella te quería demasiado, su
fidelidad y adhesión a ti eran demasiado grandes como para
poder ser a la larga una fuerza moral independiente en el
combate del hijo. Instinto seguro del niño, pues con los años la
madre se vinculó aún más estrechamente a ti. Mientras que, en lo
concerniente a su persona, mantenía su independencia dentro de
unos límites muy estrictos, con gracia y delicadeza y sin ofenderte
nunca seriamente, en el transcurso de los años fue aceptando a
ciegas, cada vez más plenamente, si bien más con el sentimiento que
con la razón, tus juicios y condenas relativas a los hijos,
especialmente en el caso -grave, por
lo demás- de Ottla. Indudablemente no hay que olvidar un solo
momento qué molesto, qué extraordinariamente agotador ha sido
el papel de nuestra madre en la familia. Se ha matado a trabajar en
la casa, en la tienda, ha sufrido por partida doble todas las
enfermedades de la familia, pero el coronamiento de todo ello es lo
que ha sufrido en su papel de intermediaria entre nosotros y tú.
Tú siempre has sido cariñoso y atento con ella, pero en ese aspecto
has tenido tan poca consideración como nosotros. La hemos
vapuleado sin piedad, tú por un lado, nosotros por otro. Era
una distracción, no lo hacíamos con mala intención, pensábamos
sólo en la lucha que librábamos, nosotros contra ti, tú
contra nosotros, y nos desfogábamos en la madre. Tampoco fue
una contribución positiva a la educación de tus hijos la
manera como la maltratabas -por supuesto sin culpa ninguna de tu
parte por causa nuestra. Eso llegaba a justificar aparentemente
nuestra -por lo demás injustificable- conducta para con ella.
¡Cuántos sufrimientos no le habremos infligido nosotros por
causa tuya y tú por causa nuestra, sin contar los casos en que tú
tenías razón porque nos malcriaba, aunque ese «malcriar» no haya
sido seguramente en ocasiones sino un modo silencioso e
inconsciente de manifestarse contra tu sistema! Por supuesto que
nuestra madre no habría podido soportar todo eso si no hubiese
sacado fuerzas de su amor por todos nosotros y de la felicidad
que le procura ese amor.
Las hermanas
me secundaban sólo en parte. La más feliz en su relación contigo
era Valli. Siendo
la más próxima a su madre, se adaptaba a ti de un modo parecido a
ella, sin mucho esfuerzo ni daño. Por tu parte, precisamente
porque te recordaba a la madre, la aceptabas con una actitud más
benigna, aunque en ella no hubiese mucho material de los Kafka.
Pero quizás fuera eso lo que tú querías;
donde no había nada de los Kafka, no
podías exigir nada de esa índole; ni tampoco tenías la sensación,
que tenías con los otros hijos, de que se perdía algo que debía
ser salvado por la fuerza. También es posible, por cierto, que nunca
te haya gustado mucho el elemento Kafka,
cuando se daba en las mujeres. La relación
de Valli contigo
habría sido todavía más grata si los demás no la hubiésemos
perturbado un poco.
Elli es el
único ejemplo de evasión, casi perfectamente lograda, de tu
círculo. De ella es de quien menos lo hubiera esperado, mientras fue
pequeña. Era una niña sumamente pesada, cansina, miedosa,
descontenta, siempre con sentimiento de culpa, exageradamente
humilde, maligna, vaga, comilona, tacaña, yo casi no podía mirarla,
ni en modo alguno dirigirle la palabra, tanto era lo que me
recordaba a mí mismo, de un modo tan parecido a mí estaba ella bajo
el poderoso influjo de tu educación. Sobre todo su tacañería
me resultaba odiosa, ya que posiblemente la mía era aún mayor. La
tacañería es uno de los síntomas más claros de que se es
profundamente desgraciado; yo estaba tan inseguro de todo, que sólo
poseía realmente lo que tenía en las manos o en la boca o lo que al
menos estaba de camino hacia esos sitios, y eso era justamente
lo que a ella, que estaba en una situación parecida, le gustaba más
quitarme. Pero todo eso cambió cuando en años jóvenes -esto es lo
más importante se marchó de casa, se casó, tuvo hijos, se
volvió alegre, despreocupada,
valiente, generosa, desinteresada, optimista. Es casi increíble que
tú no hayas notado ese cambio y que en cualquier caso no lo hayas
apreciado en su justo valor, tan ciego te hace el rencor que siempre
le tuviste a Elli y que en el fondo le sigues teniendo, con la única
diferencia de que ese rencor es ahora mucho menos actual, puesto que
Elli no vive ya en casa y
además
tu cariño a Felix
y
el
afecto que sientes por Karl
han
hecho que pierda importancia. Sólo Gerti tiene que pagarlas
consecuencias de vez en cuando.
En cuanto a
Ottla, apenas me atrevo a escribir sobre ella; sé que así me juego
todo el efecto que tengo la esperanza de que produzca esta carta. En
circunstancias normales, o sea cuando no está pasando por una
dificultad o peligro especiales, lo que sientes por ella es
únicamente odio; tú mismo me has admitido que, a juicio tuyo, no
cesa de darte disgustos y de
hacerte sufrir intencionadamente y que,
mientras que tú sufres por su culpa, ella está tan satisfecha y tan
alegre. O sea, una especie de diablo. Qué monstruosa
alienación, mayor aún que la que hay entre tú y yo, tiene que
haberse producido entre ella y tú para que sea posible un tan
monstruoso desconocimiento de los hechos. Ella está tan lejos
de ti que tú ya casi no la ves, y pones un fantasma en el lugar
en que imaginas su presencia. Admito que con ella lo has tenido
especialmente difícil. No acabo de comprender bien un caso tan
complicado, pero comoquiera que sea, ha habido ahí una especie
de Löwy, provisto de las mejores armas de los Kafka.
Entre nosotros dos no ha habido combate
propiamente dicho; yo fui eliminado enseguida. Lo que quedó fue
huida, amargura, duelo, lucha interior. Pero vosotros dos siempre
estabais en posición de combate, siempre de refresco, siempre
rebosando energía. Un espectáculo tan grandioso como
desolador. En un principio estuvisteis seguramente los dos muy
próximos el uno al otro, pues, de nosotros cuatro, Ottla quizás
siga siendo hoy la imagen más perfecta del matrimonio entre nuestra
madre y tú
y de las
fuerzas que concurrieron en él. Yo no sé qué os ha podido privar
de la felicidad que supone la concordia entre un padre y una
hija, personalmente tiendo a creer que el proceso ha sido semejante
al mío. Por tu parte, tu carácter tiránico, por la suya, la
testarudez de los Löwy, sensibilidad, sentido de la justicia,
inquietud, y todo eso apoyado por la conciencia de fuerza de los
Kafka. Posiblemente
también yo influí en ella, pero no por propia iniciativa sino por
el mero hecho de mi existencia. Además, ella entró la última
en una relación de fuerzas ya establecida y se pudo formar su propia
opinión a base del abundante material existente. Pienso incluso que
durante algún
tiempo vaciló en cuanto a su actitud, no sabiendo si arrojarse en
tus brazos o en los de tus adversarios, por lo visto no
aprovechaste la ocasión en su momento y la rechazaste, pero si
hubiese sido posible, habríais sido una pareja llena de armonía. En
ese caso yo habría perdido un aliado, pero el veros a los dos habría
sido una compensación más que suficiente, además tú habrías
dado un gran cambio a mi favor por la dicha inmensa de estar
plenamente satisfecho al menos con uno de los hijos. Pero todo
esto hoy no es más que un sueño. Ottla no tiene vinculación con su
padre, ha de buscar ella sola su camino, como yo,
y en la misma medida en que tiene más
optimismo, más confianza en sí misma, más salud y más decisión
que yo, es para ti más maligna y más traicionera que yo. Y lo
comprendo; desde tu punto de vista, ella tiene que ser así. Es más:
la propia Ottla es capaz de verse a sí misma con tus ojos, de sentir
tu dolor y de estar muy triste -desesperada, no, la desesperación se
queda para mí- por ello. En aparente contradicción con todo esto,
tú nos ves muchas veces juntos, cuchicheando, riendo, de vez en
cuando oyes que hablamos de ti. Nos tomas por unos descarados
conspiradores. ¡Menudos conspiradores! Es cierto que, desde siempre,
tú has sido un tema fundamental de nuestras conversaciones y de
nuestros pensamientos, pero de ningún modo estamos juntos para
tramar algo contra ti sino para discutir con la mayor intensidad, de
broma y de veras, con cariño, obstinación, ira, rechazo, adhesión,
sentimiento de culpa, con todas las fuerzas mentales y anímicas,
ese horrible proceso pendiente entre nosotros tres, para discutir
juntos en todos sus detalles, desde todas las perspectivas, en
todas las ocasiones, de lejos y de cerca, ese proceso en el que tú
siempre aseguras que eres el juez, mientras que, al menos en lo
esencial (dejo la puerta abierta a todos los errores en que
naturalmente puedo incurrir), eres parte interesada, tan débil
y ofuscada como nosotros.
Un
instructivo ejemplo, en este contexto general, de los efectos de tu
educación ha sido Irma.
Por
una parte era una persona ajena, llegó ya en edad adulta a tu
tienda, trató contigo sobre todo como con su jefe, es decir, estuvo
sometida a tu influencia sólo en parte y a una edad en que ya
se tiene capacidad de resistencia. Pero por otro lado era de tu
sangre, te respetaba como al hermano de su padre, y tú tenías
sobre ella mucho más ascendiente que el de un simple jefe. Y sin
embargo, siendo con su frágil cuerpo tan activa, inteligente,
trabajadora, modesta, digna de confianza, desinteresada, fiel,
teniéndote cariño como a tío y admiración como a jefe, habiendo
demostrado su valía en otros empleos antes y después, para ti no
fue una empleada muy buena. Estaba en efecto -empujada también, qué
duda cabe, por nosotros- respecto a ti en una posición muy
próxima a la de una hija, y la fuerza conformadora de tu carácter
fue también tan grande con ella que empezó a ser (pero sólo
en su trato contigo y es de esperar que sin sufrir tanto como una
hija) olvidadiza, descuidada, de un humor negro, quizás incluso algo
testaruda, en la medida en que era capaz de serlo, y en todo
esto no tengo en cuenta que tenía una salud delicada, que tampoco
era feliz en otros aspectos y que pesaba sobre ella la carga de una
desoladora vida familiar. Lo que para mí es enormemente
significativo en tu relación con ella, tú lo resumiste en una frase
que ha llegado a ser clásica entre nosotros, una frase casi
sacrílega pero que demuestra muy bien tu inocencia en tu manera de
tratar a la gente: « ¡La cantidad de porquería que me ha dejado la
difunta, que Dios tenga en su gloria!»
Podría describir más esferas
de influencia tuya y de la lucha contra ella, pero ahí podría
pisar terreno movedizo y tendría que hacer elucubraciones; por otra
parte, siempre ha sucedido que, cuanto más te alejas de la tienda y
de la familia, tanto más agradable y complaciente eres, tanto
más deferente, más compasivo (quiero decir: también
exteriormente), del mismo modo que por ejemplo un autócrata,
cuando está fuera de las fronteras de su país, no tiene motivos
para seguir siendo tiránico y sabe tratar campechanamente a las
gentes más humildes. Y en efecto, en las fotografías de grupo
de Franzensbad, por ejemplo, tú aparecías siempre grande y
jovial, como un rey de viaje, en medio de personillas
insignificantes y de gesto huraño. De eso también habrían
podido sacar provecho los hijos, pero habrían tenido que ser capaces
de notarlo ya de niños, lo que es imposible, y yo por ejemplo
no habría tenido que vivir continuamente, como viví en
realidad, en el círculo por así decir más recóndito, más
reducido, más opresivo, de tu influencia.
Con eso no
sólo perdí el espíritu de familia, como tú dices; sino que,
al contrario, seguí teniendo ese espíritu de familia, aunque
negativo en lo esencial, encaminado a liberarme (un proceso que,
como es natural, nunca se acaba) interiormente de ti. Pero las
relaciones con las personas ajenas a la familia posiblemente
sufrieron un deterioro aún mayor debido a tu influencia. Estás en
un perfecto error si crees que yo, por amor y lealtad, lo hago todo
por los demás, pero, por desapego y perfidia, no hago nada por ti y
por la familia. Repito por enésima vez: yo habría sido
seguramente, de todos modos, una persona retraída y pusilánime,
pero de eso hasta llegar a donde realmente he llegado hay un
camino largo y oscuro. (Hasta aquí ha sido relativamente poco lo que
he silenciado de modo intencionado en esta carta, pero ahora y más
adelante tendré que silenciar algunas cosas que todavía me resulta
dificilísimo admitir -ante ti y ante mí-. Digo esto para que, si
aquí y allá el cuadro general llegase a ser un poco difuso, no
creas que ello se debe a falta de pruebas: hay pruebas, antes al
contrario, que podrían darle a ese cuadro un realismo insoportable.
No es fácil encontrar el término medio.) En este punto, basta
simplemente recordar cosas pasadas: frente a ti, yo había
perdido la confianza en mí mismo, adquiriendo en su lugar un inmenso
sentimiento de culpabilidad. (Recordando esa inmensidad escribí
yo una vez acertadamente sobre una determinada persona: «Tiene
miedo de que la vergüenza le sobreviva».)
Yo
no podía ser instantáneamente distinto cada vez que me juntaba
con otras personas, sino que mi sentimiento de culpa se hacía aún
mayor frente a ellas, puesto que, como ya he dicho, tenía que
desagraviarles por la culpa que tú, con mi parte de
responsabilidad, habías contraído con ellas en la tienda.
Además tú de todos modos siempre tenías algo que oponer -abierta o
reservadamente- a todas las personas que trataban conmigo,
también por eso tenía yo que implorar el perdón. La desconfianza
que, en la tienda y en la familia, procurabas inculcarme frente
a casi toda la gente (dime el nombre de una persona que, de una
manera u otra, haya sido importante para mí durante la infancia y tú
no la hayas puesto por los suelos al menos una vez) y que a ti,
curiosamente, no te producía especial agobio (tú eras lo
bastante fuerte para soportarlo, y además puede que eso, en
realidad, sólo haya sido el emblema del déspota), esa desconfianza
que a mí, de pequeño, no se me aparecía confirmada en ninguna
parte, puesto que yo sólo veía personas de una perfección
inalcanzable, se convirtió en desconfianza ante mí mismo y en miedo
perpetuo a todo lo demás. Así que allí, por regla general, yo
desde luego no podía liberarme de ti. El hecho de que tú te
engañaras a este respecto se debe quizás a que en el fondo no
te enterabas de nada relacionado con mi trato con la gente y,
desconfiado y celoso (¿niego yo que me quieras?), te imaginabas
que yo tenía que compensar en otro sitio lo que perdía de vida de
familia, puesto que era imposible que fuera de ella viviera de la
misma manera. Por cierto que, precisamente cuando era pequeño, yo me
consolaba un poco en este punto con la desconfianza que sentía
frente a mi manera de ver las cosas, y me decía a mí mismo: «Estás
exagerando, tienes la sensación, como le pasa siempre a la gente
joven, de que la cosa más insignificante es una gran excepción».
Pero ese consuelo casi lo he perdido más tarde, según aumentaba mi
conocimiento del mundo.
Tampoco pude liberarme de ti
con el judaísmo. Ahí sí habría sido imaginable una
liberación, pero más aún se podría haber pensado que ambos nos
hubiéramos encontrado en el judaísmo o incluso que los dos
hubiéramos salido unidos de allí. ¡Pero qué judaísmo recibí de
ti! En el transcurso de los años he ido adoptando más o menos tres
posiciones diferentes respecto a él.
De niño me hacía a mí mismo
reproches, coincidiendo en eso contigo, por no ir lo bastante al
templo, por no ayunar, etcétera. Yo no creía que de esa manera
hacía algo contra mí, sino contra ti, y el sentimiento de culpa,
que siempre estaba al acecho, me invadía.
Más tarde,
en la adolescencia, no comprendía cómo tú, con aquel simulacro de
judaísmo que poseías, podías hacerme reproches porque yo
(aunque sólo fuese por respeto a la tradición, como tú decías) no
me esforzaba por practicar un simulacro del mismo género. Era
realmente, en lo que yo podía ver, un simulacro, un juego, ni
siquiera un juego. Ibas cuatro días al año al templo, estabas allí
indudablemente más cerca de los indiferentes que de los que lo
tomaban en serio, allí despachabas pacientemente las oraciones como
una formalidad, me sumías a veces en el asombro al mostrarme en
el libro de oraciones el pasaje que se estaba recitando en ese
momento, y por lo demás, con tal de que estuviese en el templo (eso
era lo principal), yo podía escabullirme y meterme donde me
diera la gana. Así que me pasaba todas aquellas horas bostezando y
dormitando (un aburrimiento tan grande sólo lo he vuelto a
tener después, creo, en las clases de baile) y procuraba
entretenerme un poco con los pequeños cambios que había a veces,
por ejemplo cuando abrían el Tabernáculo, lo que siempre me
recordaba los puestos de tiro de la feria, cuando se daba en el
blanco y se abría una puerta, con la diferencia de que allí siempre
salía algo interesante y aquí siempre sólo aquellos pequeños
muñecos sin cabeza. Por cierto que allí también pasé mucho
miedo, no sólo, como es obvio, por la mucha gente con la que se
estaba en inmediato contacto, sino porque tú dijiste una vez de
pasada que también a mí me podían llamar para que leyera la Torá.
Eso me hizo estar tembloroso varios años. Aparte de eso, no había
nada que me molestara gran cosa y me sacara de mi aburrimiento, todo
lo más la Barmizwe,
que
por otra parte sólo exigía un ridículo esfuerzo de memoria, o
sea que acababa en un ridículo examen, y luego, respecto a ti,
algunos pequeños sucesos de poca importancia, como cuando te
llamaban a leer la Torá y tú salías airoso de ese episodio que, a
mi modo de ver, era de índole exclusivamente social, o cuando
el día de la conmemoración de los difuntos tú te quedabas en el
templo y a mí me mandaban salir, lo que durante mucho tiempo,
probablemente por el hecho de que me mandaran salir y por faltarme
totalmente una visión más profunda, me produjo la sensación,
apenas consciente, de que se trataba de algo inmoral. Así estaban
las cosas en el templo, en casa todo era más penoso aún, y se
limitaba a la primera velada de Pascua, que se fue convirtiendo
cada vez más en una comedia de mucha risa, aunque por influencia
de los hijos que iban creciendo. (¿Por qué cediste a esa
influencia? Porque fuiste tú quien la provocaste.) De modo que ése
fue el material espiritual que me fue legado, a eso se añadía, todo
lo más, la mano extendida que señalaba a «los hijos del millonario
Fuchs»,
que
estaban en el templo con su padre en las grandes solemnidades. Lo que
yo no entendía es qué otra cosa mejor se podía hacer con ese
material que deshacerse de él lo antes posible: el acto más
respetuoso me pareció que era justamente ese deshacerse de él.
Más tarde, otra vez volví a
verlo con otros ojos y comprendí por qué tenías derecho a
creer que también en este aspecto yo te estaba traicionando
arteramente. De tu pequeña comunidad rural, semejante a un
gueto, tú te habías traído realmente algo de judaísmo, no era
mucho y en la ciudad y durante el servicio militar se fue perdiendo
un poco, pero en cualquier caso las impresiones y recuerdos de tu
juventud bastaron para hacer posible una especie de religiosidad
judía, sobre todo porque tú no estabas muy necesitado de ese
género de ayuda, venías de una familia fuerte y saludable y,
personalmente, apenas ibas a sufrir el menor trastorno por
escrúpulos religiosos, si éstos no se mezclaban demasiado con
consideraciones de orden social. En el fondo, la fe que regía tu
vida consistía en creer en la absoluta legitimidad de las opiniones
de una determinada clase social judía, y por tanto, puesto que esas
opiniones eran intrínsecas a tu naturaleza, en creerte a ti
mismo. Todavía seguía habiendo en ello bastante judaísmo, pero
para seguir transmitiéndoselo a un hijo ya era muy poco, y a medida
que lo fuiste entregando se fue perdiendo del todo, gota a gota.
Eran en parte impresiones intransferibles de la infancia, en
parte el temor que me inspiraba tu persona. También era imposible
hacerle comprender a un niño, que de puro encogimiento tenía un
agudo sentido de la observación, que esas pocas insignificancias
que tú llevabas a cabo en nombre del judaísmo con una indiferencia
acorde con su insignificancia podían tener una significación
superior. Para ti tenían sentido en su calidad de pequeñas
reminiscencias de otros tiempos, y por eso querías transmitírmelas
a mí, pero, al no tener ya para ti un valor en sí mismas, sólo
podías hacer tal cosa mediante la persuasión o la amenaza; eso, por
un lado, no podía dar buen resultado, y por otro, como no llegabas a
darte cuenta de tu endeble posición en este asunto, tenía que
ponerte muy furioso conmigo a causa de mi aparente endurecimiento.
Todo esto no
es un fenómeno aislado, la situación era muy similar entre una gran
parte de la generación judía de la transición, esa generación que
emigró del campo, donde el ambiente era todavía relativamente
religioso, a la ciudad; sucedió de una manera espontánea, pero
a nuestra relación, que desde luego no estaba exenta de aristas
cortantes, vino a añadirse otra más y extremadamente dolorosa.
Contra eso, tú puedes creer, lo mismo que yo, que también en este
punto eres inocente, pero tienes que explicar esa inocencia con tu
manera de ser y con
los tiempos que te han tocado vivir, y
no sólo con las circunstancias
exteriores, o sea, no tienes que decir por ejemplo que has tenido
demasiado trabajo y demasiadas preocupaciones como para ocuparte
también de esas cosas. De ese modo acostumbras a transformar tu
indudable inocencia en un injusto reproche a los demás. Eso es
muy fácil de refutar siempre, y también en este caso. No se trataba
de dar ningún género de enseñanza a tus hijos, sino de vivir una
vida que fuera un ejemplo para ellos; si tu judaísmo hubiese
sido más intenso, tu ejemplo también habría sido más convincente:
esto es evidente e insisto en que no es un reproche, sino sólo un
modo de rechazar tus reproches. Hace poco leíste los recuerdos de
juventud de Franklin. Te
los di yo a leer, en efecto, con toda intención, pero no, como
comentaste irónicamente, por un breve pasaje sobre el
vegetarianismo, sino por la relación entre el autor y su padre,
tal y como allí se describe, y por la relación entre el autor y su
hijo, tal y como viene expresada ella misma en esos recuerdos
escritos para el hijo. No quiero subrayar detalles aquí.
Una cierta confirmación
posterior de esta forma mía de ver tu judaísmo me la ha
proporcionado tu comportamiento de los últimos años, cuando tuviste
la impresión de que yo me dedicaba más a los temas judíos. Como tú
tienes de entrada una aversión a todas mis ocupaciones y en
especial a mi manera de tomarme interés por las cosas, también la
tuviste en este caso. Pero dejando esto aparte, se podría haber
esperado que hicieses aquí una pequeña excepción: era judaísmo
de tu judaísmo lo que se estaba poniendo en movimiento, y con
él, por tanto, la posibilidad de nuevos puntos de contacto entre
nosotros. No niego que esas cosas, de haber mostrado tú interés
por ellas, justamente por eso me hubiesen podido parecer
sospechosas. No se me ocurre en absoluto afirmar que yo sea de
un modo u otro mejor que tú a este respecto. Pero no hubo ocasión
de hacer la prueba. Al intervenir yo, el judaísmo se te hizo odioso,
los escritores judíos, ilegibles, te «repugnaban». Eso podía
significar que tú insistías en que sólo era auténtico el judaísmo
que me habías mostrado en la infancia, y que fuera de él no había
nada. Pero era casi inconcebible que insistieras en eso. Entonces,
esa «repugnancia» (aparte de ir dirigida ante todo, no contra
el judaísmo, sino contra mi persona) sólo podía significar
que tú reconocías inconscientemente la poca consistencia de tu
judaísmo y de mi educación judía, que no querías en absoluto que
te lo recordaran y que a esos recuerdos respondías con odio
declarado. Por otra parte, esa enorme importancia que,
negativamente, dabas a mi nuevo judaísmo era muy exagerada; en
primer lugar, era portadora de tu maldición, y en segundo lugar,
para su desarrollo era decisiva la relación básica con el
prójimo, y en mi caso fue, por tanto, mortal.
Más certero has sido con tu
aversión a mi quehacer literario y a todo lo relacionado con
él, y que tú ignorabas. En este punto me había alejado un tanto de
ti, efectivamente, y por mis propios medios, aunque eso recordase un
poco al gusano que, aplastado por detrás de un pisotón, se
libera con la parte delantera y repta hacia un lado. Me encontraba
hasta cierto punto a salvo, pude respirar hondo; la aversión que,
naturalmente, sentiste de inmediato por mi actividad literaria,
en este caso, excepcionalmente, me resultó agradable. Aunque mi
vanidad, mi amor propio se resentían ante la acogida, célebre entre
nosotros, que reservabas a mis libros: «¡Déjalo encima de la
mesilla de noche!» (casi siempre estabas jugando a las cartas
cuando llegaba un libro), en el fondo me encontraba a gusto así, no
sólo por malicia y rebeldía, no sólo porque me alegraba ver
confirmado una vez más lo que yo pensaba sobre nuestra relación,
sino también porque esa fórmula, pura y simplemente, me sonaba a
una especie de: «¡Ahora eres libre!» Era un engaño, por supuesto,
no era libre o, en el caso más favorable, todavía no lo era.
Lo que yo escribía trataba de ti, sólo me lamentaba allí de lo que
no podía lamentarme reclinado en tu pecho. Era una despedida de
ti expresamente demorada, despedida a la que tú me habías obligado,
pero que iba en la dirección marcada por mí. ¡Pero qué poca cosa
era todo eso! Sólo vale la pena hablar de ello porque ha ocurrido en
mi vida -en otro lugar no se la percibiría en absoluto-, y
también porque dominó mi vida, en la infancia como presentimiento,
luego como esperanza, y después muchas veces como
desesperación, dictándome -si se quiere, otra vez adoptando tu
figura- mis pocas y pequeñas decisiones.
Por ejemplo,
el elegir profesión. Sin duda me diste en este punto plena libertad,
con tu generosidad e incluso con tu paciencia en este sentido. Pero
por otra parte obraste en eso conforme a lo que es normal -y
normativo para ti- en la clase media judía en cuanto a los
hijos varones, o al menos adoptaste los juicios de valor de esa
clase. En eso influyó también, finalmente, uno de tus malentendidos
respecto a mi persona. Por tu orgullo de padre, por desconocimiento
de mi verdadera existencia, por deducciones sacadas de mi debilidad
constitucional, me has considerado siempre enormemente
trabajador: en tu opinión, de niño no paraba de estudiar y, más
tarde, de escribir. Pues bien, nada más lejos de la verdad. Lo que
al contrario puede decirse, exagerando mucho menos, es que yo
estudiaba poco y no aprendía nada. Desde luego no tiene nada de
extraordinario que en tantos años, con una memoria mediana y una
inteligencia no excesivamente limitada, algo haya quedado, pero
en cualquier caso el resultado final en cuanto a saber, y sobre todo
en cuanto a fundamentación del saber, no puede ser más lamentable
en comparación con el derroche de tiempo y dinero en medio de
una vida exteriormente tranquila y despreocupada, y en
comparación sobre todo con casi toda la gente que conozco. Es
lamentable, pero para mí comprensible. Desde que sé pensar he
tenido tan hondas preocupaciones relacionadas con la afirmación
espiritual de la existencia que todo lo demás me era indiferente. En
nuestro país, los estudiantes de bachillerato judíos tienen
muchas veces sus rarezas, se dan entre ellos las cosas más
inverosímiles, pero esa fría indiferencia mía, encubierta apenas,
indestructible, puerilmente desvalida, llevada hasta extremos
ridículos, animálicamente satisfecha de sí misma, y en un niño
con una imaginación autosuficiente pero fría, no la he vuelto a
encontrar en parte alguna, aunque en mi caso personal eso haya sido
la única protección contra el desgaste nervioso que produce el
miedo y el sentimiento de culpa. No tenía más preocupación que mi
propia persona, y ésa con toda clase de variantes. Por ejemplo la
preocupación por mi salud; empezaba de manera leve, aquí y
allá surgía algún pequeño recelo por algún trastorno
digestivo, porque se me caía el pelo, por una desviación de la
columna vertebral, etc., aquello iba aumentando con un sinnúmero de
matices, y acababa desembocando en una verdadera enfermedad. Pero
como yo no estaba seguro de nada, y necesitaba que cada instante me
aportara una nueva confirmación de mi existencia, ni había
nada que fuera de mi propiedad inequívoca y exclusiva, clara y
únicamente determinada por mí, en verdad hijo desheredado,
obviamente también se me volvió inseguro
lo más próximo, el propio cuerpo; crecí mucho, pero no sabía qué
hacer con mi altura, la carga era muy pesada, la espalda se encorvó;
casi no me atrevía a moverme ni menos a hacer gimnasia, seguí
siendo débil, me parecía un milagro todo lo que yo seguía
teniendo, por ejemplo una buena digestión, eso bastaba para que
dejara de tenerla, y así estaba el camino totalmente abierto a la
hipocondria, hasta que después, con aquel esfuerzo sobrehumano del
querer-casarme (de eso hablaré después), tuve el vómito de
sangre, a lo que puede haber contribuido en buena parte el piso del
Schönbornpalais:
piso
que sólo necesité por creer que lo necesitaba para escribir, razón
por la que también hablo de él en esta carta. O sea, todo eso no
venía causado por el exceso de trabajo, como tú te has
imaginado siempre. Ha habido años que, contando con una salud
perfecta, he pasado más tiempo en el sofá sin hacer absolutamente
nada que tú en toda tu vida, incluidas todas las enfermedades.
Siempre que yo me marchaba de tu lado por el trabajo que tenía, era
casi siempre para ir a tumbarme a mi cuarto. Mi rendimiento, tanto en
la oficina (donde, por otra parte, la holgazanería no llama mucho la
atención y además se mantenía dentro de ciertos límites debido a
mi timidez) como en casa, es mínimo; si te pudieses formar una
idea exacta, te quedarías horrorizado. Probablemente no soy
vago por disposición natural, pero para mí no había trabajo.
Donde yo vivía era un réprobo, un condenado, un vencido, y el huir
a otro sitio me suponía, sí, un esfuerzo inmenso, pero no era
trabajo, pues se trataba de algo imposible, de algo -con ligeras
excepciones- no asequible a mis fuerzas.
En esa situación, pues, se me
dio libertad para escoger profesión. ¿Pero estaba yo capacitado a
esas alturas para hacer uso de tal libertad? ¿Tenía aún la
suficiente confianza en mí mismo para llegar a tener una verdadera
profesión? La opinión que tenía de mí dependía de ti mucho más
que de ninguna otra cosa, de un éxito exterior por ejemplo. Eso era
un estímulo que duraba un instante, y fuera de eso, nada; pero en el
otro lado, tu peso empujaba cada vez con más fuerza hacia abajo.
Nunca aprobaré el primer grado de la escuela elemental, pensaba
yo, pero aprobé, hasta me dieron un premio; pero el examen de
ingreso en el instituto, ése no lo pasaré, pero lo pasé; pero
ahora me suspenden seguro en primero de bachillerato, no, no me
suspendieron, y así fui aprobando un curso tras otro. Aquello, sin
embargo, no me infundía la menor seguridad, al contrario, siempre
estaba convencido -y el rechazo que se veía en tu cara era prueba
suficiente de ello- de que cuanto más fuese consiguiendo, tanto peor
iba a resultar todo al final. Muchas veces veía yo mentalmente aquel
horrible claustro de profesores (el instituto es sólo el
ejemplo más placativo, pero en torno a mí la situación era
semejante) que, cuando yo había aprobado primero, o sea en segundo,
y cuando había aprobado segundo, o sea en tercero, y así
sucesivamente, se reunían para deliberar sobre aquel caso
singular que clamaba al cielo, y averiguar cómo yo, el más
inepto y en cualquier caso el más ignorante, había logrado llegar
solapadamente hasta aquel curso, el cual, puesta ya en mí la
atención de todos, lógicamente me vomitaría al momento, para
alegría de todos los justos liberados de aquella pesadilla. Vivir
con tales ideas no es fácil para un niño. En esas condiciones, ¿qué
me importaban las clases? ¿Quién era capaz de hacerme sentir
un mínimo de interés por nada? Las clases me interesaban -y no
sólo las clases sino todo lo que me rodeaba en aquellos años
decisivos- más o menos como le pueden interesar a un estafador
de banco, que todavía está en su puesto y tiembla de que le
descubran, las pequeñas operaciones bancarias que tiene que seguir
realizando a diario en su calidad de empleado del banco. Tan pequeño,
tan lejano era todo en comparación con lo esencial. Todo siguió así
hasta el examen de reválida, que ése sí que, en parte, lo aprobé
de modo fraudulento, y luego todo había acabado, yo era libre. Si a
pesar de los límites que impone el instituto, sólo me había
ocupado de mí mismo, cuánto más ahora que tenía libertad. Es
decir, verdadera libertad para elegir oficio no la había para
mí, yo sabía que, en comparación con lo esencial, todo me iba a
ser tan indiferente como las asignaturas que estudié en el
instituto, así que se trataba de encontrar un oficio que, sin herir
demasiado mi vanidad, me permitiese sobre todo seguir teniendo
esa indiferencia. Así pues, fue obvio que estudiara derecho.
Pequeños intentos en dirección contraria, dictados por la vanidad,
por una esperanza absurda, como dos semanas estudiando química,
seis meses de filología germánica, sólo confirmaron aquella
convicción fundamental. De modo que estudié derecho. Eso
significaba que durante los meses anteriores a los exámenes
finales, aparte de maltratar poderosamente mis nervios, me
alimenté espiritualmente de serrín, masticado además previamente
por miles de bocas. Pero en un cierto sentido aquello me gustaba,
como me gustó antes en un cierto sentido el instituto y después la
oficina, pues todo eso se acordaba perfectamente con mi situación.
En cualquier caso, en ese punto yo mostré una asombrosa
clarividencia, ya de niño tuve claros presentimientos en lo relativo
a carrera y profesión. De allí yo no esperaba la salvación, hacía
tiempo que había renunciado a encontrarla por aquel camino.
Sin embargo no mostré
clarividencia alguna en cuanto a la importancia y a la posibilidad de
un matrimonio; ese terror, el mayor de mi vida hasta ahora, se
apoderó de mí de un modo casi completamente inesperado. El niño
había tenido un desarrollo tan lento que esas cosas estaban
fuera de él, demasiado lejos; de vez en cuando había que pensar en
ello; pero que en aquel terreno se estuviese preparando una prueba
permanente, decisiva e incluso la más amarga de las pruebas, eso no
se podía percibir. Pero en realidad, los intentos de contraer
matrimonio fueron el más grandioso y esperanzador intento de
salvación: grandioso en la misma medida fue después, por otra
parte, el fracaso.
Como en este terreno todo me
sale mal, me temo que tampoco conseguiré hacerte comprender esos
proyectos matrimoniales. Y sin embargo el éxito de toda esta carta
depende de ello, pues por un lado, en esos intentos concurrían
todas las fuerzas positivas de que yo disponía, por otro lado
concurrían también en ellos, con una especie de frenesí, todas
las fuerzas negativas que he descrito como uno de los resultados
de tu educación, o sea, la debilidad, la falta de confianza en
mí mismo, el sentimiento de culpa, levantando literalmente una
barrera entre el matrimonio y yo. La explicación también me
resultará difícil porque, de tanto pensar y darle tantas
vueltas a todo eso durante tantos días y tantas noches, basta
que lo tenga delante de mí para que se me nuble la vista. Sólo
me facilita esta explicación tu manera, en mi opinión completamente
equivocada, de entender el asunto. Corregir un poco esa
interpretación tuya tan absolutamente errónea no me parece
excesivamente difícil.
En primer lugar, tú pones los
frustrados proyectos de matrimonio a la altura de mis otros
fracasos; yo no tendría nada que oponer a ello, a condición de que
aceptaras la explicación que he dado de mi fracaso. Está en
efecto en esa misma línea, pero tú subestimas la importancia del
asunto y la subestimas hasta tal punto que, cuando hablamos los dos
de eso, en el fondo estamos hablando de cosas totalmente distintas.
Me atrevo a decir que en toda tu vida no te ha sucedido nada que
haya tenido para ti una importancia semejante a la que han
tenido para mí mis tentativas de matrimonio. Con ello no quiero
decir que tú no hayas vivido experiencias tan importantes en sí
mismas, al contrario, tu vida ha sido mucho más rica, más llena de
preocupaciones y de apremio que la mía, pero precisamente por eso no
te ha ocurrido nada semejante. Es como si uno tiene que subir cinco
escalones bajos y otro un solo escalón, pero tan alto, al menos para
él, como esos otros cinco juntos; el primero no sólo subirá esos
cinco sino cien y mil más, habrá llevado una vida intensa y
esforzada, pero ninguno de los escalones que ha subido habrá tenido
para él una importancia semejante a la que tuvo para el otro aquel
escalón primero y único, demasiado alto para las fuerzas de
que dispone, un escalón que no puede remontar y más arriba del
cual, evidentemente, tampoco llegará nunca.
Casarse,
fundar una familia, aceptar todos los hijos que vengan, mantenerlos
en este mundo inseguro y hasta guiarlos un poco es, estoy
convencido, lo máximo que puede conseguir un ser humano. Que
aparentemente lo consigan tantos, y tan fácilmente, no es una
prueba en contra, pues en primer lugar no son muchos los que
realmente lo consiguen, y en segundo lugar, esos no-muchos casi nunca
lo «hacen», sino que simplemente es algo que les «sucede»; eso no
es, ciertamente, ese grado máximo, pero sigue siendo algo muy grande
y muy decoroso
(sobre todo porque «hacer» y
«suceder» no se pueden separar
limpiamente). Y finalmente tampoco se trata en absoluto de ese
máximo, sino de una lejana pero aceptable aproximación; no es
necesario volar hasta el centro del sol, pero sí arrastrarse hasta
algún lugar de la tierra, pequeño y
limpio, donde a veces brille el sol y
uno pueda calentarse un poco.
¿Cuál era mi preparación? La
peor que se pueda imaginar. Se deduce ya de lo dicho hasta ahora.
Pero en la medida en que el individuo se prepara directamente a ello
y hay una creación directa de las condiciones generales básicas, tú
no interviniste gran cosa desde fuera. Tampoco hubiera sido posible
que lo hicieras, en ese terreno son determinantes la moral sexual de
una clase social, de un pueblo y de una época concreta. Pero de
todos modos sí que interviniste ahí, no mucho, pues la condición
previa de esa intervención no puede ser sino una sólida confianza
mutua, y ésa nos faltaba a los dos hacía ya tiempo en la época
decisiva, y tampoco lo hiciste de un modo muy feliz, puesto que
nuestras necesidades eran muy diferentes; lo que a mí me
fascina, a ti puede dejarte frío, y al revés, lo que para ti es
inocencia puede ser culpabilidad para mí, y al revés, lo que para
ti carece de consecuencias puede ser la tapa de mi ataúd.
Recuerdo que
una tarde iba yo de paseo contigo y con la madre, era en la
Josephplatz, cerca de donde está hoy el Länderbank,
y empecé a hablar de aquellos temas
interesantes de una manera tonta y dándome tono, con aires de
superioridad, orgulloso, distanciado (no era cierto), frío (era
auténtico) y balbuciente, como solía hablar contigo casi
siempre, y os eché en cara que no me hubierais explicado esas cosas,
que habían tenido que ser los compañeros quienes se encargaron
de ello, que me habían acechado peligros graves (en eso mentía
descaradamente, como es mi estilo, para hacerme el valiente,
porque debido a mi timidez yo no tenía una idea medio clara de esos
«peligros graves»), pero al final di a entender que por fortuna ya
lo sabía todo, que ya no necesitaba consejos y que todo estaba
arreglado. Si había empezado a hablar de eso, era sobre todo
porque me apetecía cuando menos hablar de eso, después por
curiosidad y por último también para vengarme de vosotros por quién
sabe qué cosas. Tú tomaste aquello, de acuerdo con tu
carácter, con la mayor naturalidad, te limitaste a decir más o
menos que podías darme un consejo acerca de cómo podía
practicar esas cosas sin peligro. Quizás quise yo provocar
justamente una respuesta así, pues es la que convenía a la lascivia
de aquel niño atiborrado de carne y de cosas buenas, sin ninguna
actividad física, perpetuamente ocupado consigo mismo, pero sin
embargo mi pudor exterior sufrió tal ofensa, o yo creí que tenía
que sufrirla, que, contra mi voluntad, ya no pude hablar contigo de
aquello y, soberbio e insolente, corté la conversación.
No es fácil
enjuiciar tu respuesta de entonces, por un lado es de una aplastante
y, por así decir, primigenia sinceridad, por otra parte, en lo que
respecta a la
lección como tal, de una falta de escrúpulos perfectamente moderna.
No sé qué edad tenía yo entonces, mucho más de dieciséis años
seguro que no. Para un muchacho así era sin duda una respuesta bien
extraña, y la distancia entre nosotros dos también resulta
evidente si se piensa que aquélla fue en el fondo la primera
lección directa sobre la vida que recibí de ti. Pero su verdadera
significación, que ya entonces penetró en mi interior y no
volvió a emerger hasta mucho más tarde, fue la siguiente: lo
que tú me aconsejaste hacer entonces era, en tu opinión y mucho más
aún en mi opinión de entonces, lo más sucio que podía haber. Si
querías encargarte de que yo no trajese a casa físicamente nada de
aquella suciedad, eso era secundario, con ello sólo te protegías tú
y tu casa. Lo esencial era, en cambio, que tú te mantenías al
margen de lo que aconsejabas, un hombre casado, un hombre puro, que
está por encima de esas cosas. Eso probablemente era entonces tanto
más grave para mí por el hecho de que también el matrimonio
me parecía algo impúdico y por eso me era imposible aplicar a
mis padres las generalidades que yo había oído contar sobre el
matrimonio. Con ello te volviste aún más puro, te elevaste a una
esfera aún más alta. La idea de que, antes de casarte, te
hubieses podido dar a ti mismo un consejo semejante me resultaba
completamente impensable. Así que en ti no quedaba ni siquiera un
pequeño residuo de inmundicia terrestre. Y fuiste precisamente
tú quien, con unas cuantas palabras claras, me hundiste en esa
inmundicia, como si yo estuviese destinado a ella. O sea, que si el
mundo constaba sólo de tu persona y la mía, una idea que me
resultaba muy familiar, entonces la pureza del mundo terminaba
contigo, y conmigo, en virtud de tu consejo, empezaba la suciedad.
En sí era incomprensible que me condenaras de esa manera, sólo una
vieja culpa y un hondísimo desprecio de tu parte podían explicarme
tal cosa. Y así, una vez más, estaba yo tocado, y muy gravemente,
en lo más íntimo de mi ser.
Es quizás aquí donde se hace
más evidente nuestra falta de culpa. A le da a B un consejo sincero
adecuado a su propio concepto de la vida, un consejo no muy hermoso
pero que hoy en día es perfectamente normal en una ciudad y que tal
vez evite consecuencias nocivas para la salud. Ese consejo no es
moralmente muy edificante para B, pero por qué no va a poder superar
con el tiempo el daño que eso le haya podido causar, y por lo demás
no tiene por qué seguir ese consejo, y en cualquier caso ese consejo
no constituye de por sí motivo suficiente para que a B se le
derrumbe todo su porvenir. Y sin embargo, algo de ese género es lo
que sucede, pero sólo porque tú eres A y yo soy B.
Esa falta de culpa de los dos
la veo también con toda claridad debido a un choque semejante
que volvió a haber entre nosotros, en una situación completamente
distinta, unos veinte años después: el hecho como tal fue atroz,
pero ya mucho menos nocivo, porque a mis treinta y seis años ¿dónde
había en mí nada que todavía pudiera sufrir un daño? Me refiero a
una breve explicación que tuvimos uno de aquellos agitados días que
siguieron a mi anuncio de mi último proyecto matrimonial. Me
dijiste más o menos lo siguiente: «Probablemente se pensó muy bien
la blusa que se ponía, de eso entienden mucho las judías de Praga,
y, acto seguido, tú decidiste naturalmente casarte con ella. Y
además lo antes posible, la semana que viene, mañana, hoy. No te
comprendo, eres una persona adulta, vives en una ciudad, y no
tienes otro recurso que casarte enseguida con la primera mujer que te
sale al paso. ¿No hay otras posibilidades? Si te da miedo, yo
mismo iré contigo». Dijiste cosas más claras y más detalladas,
pero no me acuerdo de los pormenores, también es posible que tuviese
como una nube delante de los ojos, casi me interesaba más mi madre,
que, aunque totalmente de acuerdo contigo, cogió no sé qué cosa de
la mesa y se marchó con ella de la habitación.
Creo que
nunca me has humillado más con tus palabras y que nunca me has
mostrado más claramente tu desprecio. Cuando veinte años antes
hablaste conmigo de un modo parecido,
hasta
se habría podido ver en ello, desde tu perspectiva, un cierto
respeto ante ese adolescente precoz que, en tu opinión, ya podía
ser introducido sin más rodeos en la vida. Hoy esa consideración
que tuviste entonces sólo podría acrecentar el desprecio, pues el
adolescente que entonces tuvo un primer arranque se ha quedado
atascado y hoy no lo ves enriquecido por una sola experiencia sino
veinte años más deplorable. El haberme decidido por una chica no
significaba nada para ti. Tú siempre habías refrenado
(inconscientemente) mi capacidad de decisión y ahora creías
saber (inconscientemente) el valor que tenía. No sabías nada de mis
intentos de salvarme en otras direcciones, por eso tampoco
podías saber nada del proceso mental que me había llevado a ese
proyecto de matrimonio, tenías que tratar de adivinarlo y
adivinaste, conforme a la opinión general que tenías de mí, del
modo más repugnante, primitivo, grotesco. Y no vacilaste un instante
en decírmelo de un modo exactamente igual. La afrenta que así
me hacías no era nada para ti en comparación con la afrenta que, en
tu opinión, iba a hacerle yo a tu buen nombre con ese
matrimonio.
Tú,
indudablemente, puedes replicarme muchas cosas a propósito de mis
proyectos matrimoniales y así lo has hecho: que no puedes tener
mucho respeto de mi decisión después de haber roto y haber
rehecho dos veces el compromiso con F.,
después
de haberos obligado, a la madre y a ti, a ir dos veces inútilmente a
Berlín para la pedida, etc. Todo eso es verdad, pero ¿cómo llegó
a producirse todo eso?
La idea que sustentaba los dos
proyectos matrimoniales fue totalmente correcta: fundar un hogar,
independizarme. Una idea que te resulta simpática, sólo que luego,
en la realidad, viene a ser como ese juego infantil en que uno
coge la mano del otro y hasta la aprieta diciendo a voz en grito:
«¡Eh, márchate, márchate! ¿Por qué no te vas?» Lo que en
nuestro caso se complica además por el hecho de que ese «¡Márchate!»
tú desde siempre lo has dicho sinceramente, puesto que, también
desde siempre y sin saberlo tú mismo, me has retenido o, más
exactamente, me has tenido bajo tu férula, sólo en virtud de tu
forma de ser.
Aunque de modo casual, ambas
jóvenes habían sido extraordinariamente bien elegidas. Otro
signo más de tu absoluta falta de idea es el hecho de que
puedas creer que yo, el pusilánime, vacilante, suspicaz, me decida
de sopetón, por ejemplo porque me encante una blusa, a casarme.
Ambos matrimonios habrían sido, por el contrario, matrimonios de
razón, en el sentido de que día y noche, la primera vez años, la
segunda meses, empleé en ese proyecto toda mi capacidad de
raciocinio.
Ninguna de esas jóvenes ha
sido un desengaño para mí, sólo yo lo he sido para ellas dos. La
opinión que me merecen es hoy exactamente la misma que me merecían
entonces, cuando quise casarme con ellas.
Ni tampoco ha sido el caso que
yo no haya tenido en cuenta en el segundo intento las
experiencias del primero, o sea, que haya obrado a la ligera.
Simplemente, los casos fueron muy distintos, precisamente las
experiencias anteriores me podían dar esperanzas en el segundo caso,
que de todos modos tuvo muchas más posibilidades de realización
que el primero. En detalles no quiero entrar aquí.
¿Por qué, entonces, no me he
casado? Había obstáculos concretos, pero la vida consiste
justamente en aceptar tales obstáculos. Sin embargo, el obstáculo
esencial, independiente por desgracia del caso concreto, es que
yo, a todas luces, no soy espiritualmente apto para el
matrimonio. Eso se manifiesta en el hecho de que, desde el punto y
momento en que decido casarme, no puedo dormir, la cabeza me arde día
y noche, ya no vivo, desesperado doy tumbos de un lado a otro. No son
realmente preocupaciones la causa de todo ello; sin duda, y de
acuerdo con mi carácter melancólico y meticuloso, todo
va acompañado de un sinnúmero de preocupaciones, pero éstas
no son lo decisivo; las preocupaciones consuman ciertamente la obra,
como los gusanos acaban con el cadáver, pero el golpe definitivo
viene de otra parte. Es el agobio general que produce el miedo, la
debilidad, el desprecio de mí mismo.
Voy a tratar de explicarme
mejor: en esto, en los proyectos de matrimonio, concurren con más
fuerza que en ningún otro aspecto de mi relación contigo, dos cosas
aparentemente opuestas. El matrimonio es, sin duda, garantía de la
más radical autoliberación e independencia. Yo tendría una
familia, lo máximo que se puede alcanzar según mi opinión, o sea,
también lo máximo que has alcanzado tú, yo sería igual a ti, toda
la antigua y perpetuamente nueva ignominia y tiranía habrían pasado
a la historia. Eso sería en efecto maravilloso, pero ahí está
también el problema. Es demasiado, tanto no se puede alcanzar. Es
como si uno estuviera prisionero y no sólo tuviese intención de
evadirse, cosa que tal vez llegase a lograr, sino también, y además
al mismo tiempo, de hacer obras para transformar la prisión en un
palacete de recreo para uso propio. Pero si se evade, no puede hacer
la obra, y si hace la obra, no puede evadirse. Si yo, dada la
desdichada relación especial que me une a ti, quiero independizarme,
necesito hacer algo que no tenga que ver en lo posible contigo. El
matrimonio es sin duda lo más grande y confiere la
independencia más noble pero al mismo tiempo está
estrechamente ligado a ti. Por eso, querer evadirse por esa vía
tiene algo de demencial, y cualquier tentativa casi se paga
con la locura.
Es precisamente esa estrecha
relación la que en parte me hace tan atractivo el matrimonio. Me
imagino esa igualdad que surgiría entonces entre nosotros y que tú
podrías entender como ninguna otra igualdad, tan positiva
porque yo podría ser un hijo libre, agradecido, desprovisto de
culpa, recto, tú un padre sin agobios, sin tiranías, comprensivo,
satisfecho. Pero precisamente para llegar a eso habría que
invalidar todo lo sucedido, o sea, tendríamos que eliminarnos a
nosotros mismos.
Pero siendo como somos, el
matrimonio me está vedado precisamente por ser tu terreno más
personal. A veces me imagino un mapamundi completamente desplegado y
a ti extendido transversalmente sobre él. Y entonces me parece como
si yo sólo pudiese vivir en las zonas que tú no cubres o que no
están a tu alcance. Y, conforme a la idea que tengo de tu tamaño,
esas zonas no son ni muchas ni muy acogedoras y, concretamente,
el matrimonio no se encuentra entre ellas.
Esta comparación ya prueba de
por sí que no quiero decir en modo alguno que con tu ejemplo me
hayas echado fuera del matrimonio, más o menos como me echaste de la
tienda. Todo lo contrario, pese a las remotas semejanzas que
pueda haber. Vuestro matrimonio ha sido para mí en muchos aspectos
ejemplar, ejemplar en fidelidad, ayuda recíproca, número de
hijos, e incluso cuando los hijos crecieron y perturbaban cada vez
más la tranquilidad, vuestro matrimonio, en cuanto tal, no quedó
afectado por ello. Tal vez fue precisamente ese ejemplo el que hizo
que me formase una idea tan elevada del matrimonio; si mi deseo de
casarme no se ha hecho realidad, eso fue debido a otras razones. La
causa está en tu relación con los hijos, de la que trata toda esta
carta.
Según una
opinión extendida, el miedo al matrimonio viene a veces de que se
teme que los hijos le hagan pagar a uno más tarde las faltas
cometidas con los propios padres. En mi caso, creo, eso no tiene
demasiada importancia, pues mi sentimiento de culpa procede en
realidad de ti, y además está demasiado impregnado de ese carácter
único que le es propio, es más, la sensación de ser algo único
pertenece a su torturante esencia:
impensable que pueda darse otra vez. Pero, con todo, tengo que decir
que a mí me resultaría insoportable un hijo tan mudo, abúlico,
seco, decaído; si no me quedara otra salida, yo seguramente huiría
lejos de él, emigraría, como querías hacer tú por culpa de
mi matrimonio. O sea, mi incapacidad para el matrimonio también
puede ser debida a eso.
Pero mucho más importante al
respecto es el miedo en cuanto a mí mismo. Eso hay que entenderlo
del siguiente modo: ya he insinuado que con mi quehacer literario y
con todo lo relacionado con esa actividad he hecho pequeñas
tentativas de independencia, tentativas de evasión de mínimo éxito,
que apenas llevarán más lejos, hay muchas cosas que me lo
confirman. Y sin embargo es mi deber, o mejor dicho, la esencia
misma de mi vida, velar por ellas, no dejar que se acerque a ellas
ningún peligro que yo pueda ahuyentar, y ni siquiera la posibilidad
de tal peligro. El matrimonio es la posibilidad de ese peligro,
aunque también la posibilidad de su mayor salvaguarda, pero a
mí me basta que sea la posibilidad de un peligro. ¡Qué haría yo
si el matrimonio fuera en efecto un peligro! ¡Cómo iba a poder
seguir viviendo en el matrimonio con la sensación, tal vez
indemostrable pero en cualquier caso innegable, de ese peligro! Sin
duda, frente a ese dilema puedo vacilar, pero la decisión final está
clara, tengo que renunciar. La comparación del pájaro en mano y
ciento volando sólo se puede aplicar aquí muy relativamente. En la
mano no tengo nada, volando está todo y sin embargo -así lo
determinan las condiciones del combate y las necesidades de la
vida- tengo que elegir la nada. De modo semejante tuve que
proceder al elegir profesión.
Pero el
mayor impedimento matrimonial es la convicción, ya imposible de
eliminar, de que para tener una familia y más aún para
dirigirla hace falta todo lo que he visto en ti, y además todo
junto, lo bueno y lo malo, orgánicamente reunido como lo está
en ti, o sea, fuerza y menosprecio del otro, salud y una cierta
desmesura, elocuencia e insuficiencia, confianza en sí mismo y
descontento con todos los demás, sentimiento de superioridad y
tiranía, conocimiento de las personas y desconfianza respecto a
la mayoría de ellas, y luego también cualidades sin ninguna faceta
negativa, como laboriosidad, tenacidad, presencia de espíritu,
intrepidez. De todo eso yo, en comparación, no tenía nada o muy
poco, ¿y osaba casarme, viendo que incluso tú tenías que
luchar duramente en el matrimonio y que hasta fracasaste con los
hijos? Esa pregunta no me la planteé explícitamente, por supuesto,
y tampoco respondo a ella explícitamente, de lo contrario habría
intervenido en el asunto la manera habitual de ver las cosas y
me habría mostrado otros hombres que, siendo distintos de ti
(para mencionar a uno que tienes cerca y es muy diferente: el tío
Richard
),
se
han casado y desde luego no se han derrumbado bajo esa carga, lo cual
ya es mucho y a mí me habría bastado y sobrado. Pero yo esa
pregunta no me la formulaba, sino que la vivía desde la infancia. Yo
no sólo me ponía a prueba en lo relativo al matrimonio, sino en
cosas sin importancia; y en esas cosas sin importancia tú, con tu
ejemplo y con tu educación, tal y como he tratado de describirlos,
me convenciste de mi incapacidad, y lo que era cierto en cualquier
bagatela y te daba la razón, tenía que ser terriblemente cierto en
cuanto a lo más grande, el matrimonio. Hasta que hice esos proyectos
de matrimonio, viví más o menos como un hombre de negocios,
que, aunque preocupado y con malos presentimientos, vive al día
sin llevar cuentas exactas. De vez en cuando obtiene pequeños
beneficios, que por ser tan poco frecuentes él ensalza y aumenta con
la imaginación, y, por lo demás, sólo pérdidas día tras día.
Todo lo apunta en los libros de cuentas, pero nunca hace
balance. Llega entonces el balance, o sea el proyecto de
matrimonio. Y tratándose, como se trata, de tan grandes sumas, es
como si nunca hubiese habido el menor beneficio, todo es un único y
enorme déficit. ¡Y ahora cásate sin volverte loco!
En esto acaba la vida que he
llevado contigo hasta ahora, y éstas son las perspectivas de futuro.
Una vez visto mi modo de
explicar el miedo que te tengo, podrías responder: «Tú afirmas que
yo simplifico las cosas cuando te doy toda la culpa de la relación
que tengo contigo, pero creo que tú, pese a tus aparentes esfuerzos,
simplificas cuando menos tanto como yo y además lo haces de manera
mucho más ventajosa para ti. En primer lugar, tú también rechazas
cualquier culpa o responsabilidad de tu parte, en eso procedemos,
pues, de la misma manera. Pero mientras que yo con toda sinceridad,
tal y como lo pienso, te inculpo únicamente a ti, tú quieres ser al
mismo tiempo “superlisto” y “superdelicado” absolviéndome
también a mí de toda culpa. Esto último, obviamente, sólo lo
consigues en apariencia (y eso es lo que quieres), y a pesar de toda
tu “fraseología” sobre esencia y naturaleza y contraste y
desvalimiento, lo que resulta entre líneas es que yo he sido en
realidad el agresor, mientras que tú, todo lo que has hecho, lo
hiciste en defensa propia. Con esa falta de sinceridad, ya
habrías conseguido bastante, pues has demostrado tres cosas,
primero que eres inocente, segundo que yo soy culpable, y tercero que
tú, por pura magnanimidad, estás dispuesto no sólo a perdonarme
sino incluso -lo que es más pero también menosa probar y hasta
a creer -en contra por supuesto de la verdad- que también yo
soy inocente. Con eso ya te podría bastar, pero todavía no te
basta. Se te ha metido en la cabeza que vives enteramente a mi costa.
Admito que luchamos el uno contra el otro, pero hay dos clases de
lucha. La lucha entre caballeros, en la que miden las fuerzas
adversarios independientes: cada uno está solo, pierde solo,
vence solo. Y la lucha del parásito, que no sólo pica sino que
chupa instantáneamente la sangre que necesita para vivir. Eso
es en el fondo el soldado profesional y eso eres tú también. Eres
incapaz de vivir; pero con el fin de instalarte en la vida
cómodamente, libre de preocupaciones y sin reprocharte nada,
demuestras que yo te he quitado toda la capacidad de vivir y que me
la he metido en el bolsillo. Qué te importa entonces no ser capaz de
vivir, yo soy el culpable de ello, tú en cambio te tumbas
tranquilamente y dejas que yo te arrastre, física y
espiritualmente, por la vida. Un ejemplo: cuando hace poco
querías casarte, querías al mismo tiempo no casarte, eso lo admites
en esta carta, pero, para no complicarte la vida, querías que yo te
ayudase a no casarte prohibiéndote ese casamiento por la “deshonra”
que tal enlace haría recaer sobre mi apellido. Eso, sin embargo, no
se me ha pasado jamás por las mientes. En primer lugar, yo nunca he
querido “impedir que seas feliz”, ni en ese punto ni en
ningún otro, y en segundo lugar no quiero en absoluto que mi hijo me
haga semejante reproche. ¿Pero me ha servido de algo el haberme
dominado y haberte dado plena libertad para que te casaras? Mi
aversión a ese casamiento no lo hubiera impedido, al contrario,
habría sido un estímulo más para que te casaras con esa muchacha,
pues la “tentativa de evasión”, como tú lo llamas, habría sido
así perfecta. Y el haberte dado permiso para casarte no ha impedido
que me hagas reproches, puesto que demuestras que de todos modos soy
yo quien tiene la culpa de que no te hayas casado. Pero en el fondo,
en este punto y en todos los demás, tú a mí no me has demostrado
sino que todos mis reproches estaban justificados y que aún
faltaba uno que estaba más justificado que los demás: el
reproche de falsedad, de servilismo, de parasitismo. Si no me
equivoco, también con esta misma carta estás viviendo a mis
expensas, como un parásito».
A ello respondo que la
totalidad de esa objeción, que en parte puede volverse contra ti
mismo, no viene de ti sino de mí, precisamente. Esa desconfianza que
tú tienes hacia todo no es, sin embargo, tan grande como la que yo
tengo frente a mí mismo y en la que tú me has educado. No le niego
una cierta legitimidad a esa objeción tuya, que además aporta
nuevos aspectos a la caracterización de nuestras relaciones.
Como es natural, las cosas no
pueden encajar unas con otras en la realidad como encajan las pruebas
en mi carta, la vida es algo más que un rompecabezas; pero con la
corrección que resulta de esa objeción, una corrección que no
puedo ni quiero exponer con detalle, se ha llegado, a mi juicio, a
algo tan cercano a la verdad que nos puede dar a ambos un poco de
sosiego y hacernos más fáciles la vida y la muerte.